y otros[112].
Es cierto que Orosio muestra reiteradamente un afán por buscar en el comportamiento de los invasores indicios de que éstos desean fundirse con lo romano y acomodarse sin violencia, por lo que sus palabras pueden a veces ser puestas en duda. Pero en otros casos sus afirmaciones pueden ser atendibles y contrastadas con la información que procede de otras fuentes. Un texto que suele reproducirse sin prestar atención a su cronología, y como ejemplo de esa retórica de la integración, narra que
los bárbaros, despreciando las armas, se dedicaron a la agricultura y respetaron a los romanos que quedaron allí poco menos que como aliados y amigos, de forma que ya entre ellos hay algunos ciudadanos romanos que prefieren soportar libertad con pobreza entre los bárbaros que preocupación por tributos entre los romanos[113].
Sin embargo, el texto, considerado por algunos indicio claro de que los bárbaros se asentaron como cultivadores[114], se sitúa en su exposición inmediatamente después de los dos años de saqueos y correrías que van del 409 al 411, «estos dos años en que las armas enemigas han actuado con crueldad»[115], y tras haber aclarado que Dios quiso que
todo aquel que quisiera huir y marcharse de Hispania pudiese servirse de los propios bárbaros como mercenarios, ayudantes y defensores. Los propios bárbaros se ofrecían entonces voluntariamente para ello; y, a pesar de que podían haberse quedado con todo matando a todos los hispanos, pedían sólo un pequeño tributo como pago por su servicio y como tasa por cada persona que se exportaba[116].
La consecuencia inmediata, por lo tanto, del reparto de provincias que los invasores llevaron a cabo en el 411 fue un intento de acomodar su vida cotidiana a la de la población local. La población hispanorromana se movía entre la inquietud que seguía llevando a algunos a buscar el exilio (como acabamos de ver, según Orosio los mismos bárbaros se encargaban de hacer tal servicio a cambio de una tasa) y la sensación entre otros sectores de que los bárbaros quizá no fuesen peores patronos que los mismos romanos. Si atendemos a la correspondencia contemporánea de Consencio, vemos cómo uno de sus corresponsales, Fronto, no da la imagen de los invasores como asesinos sanguinarios. Son merodeadores, pueden asaltar o importunar a cualquiera, pero acuden a la ciudad a comerciar y están en buenas relaciones con las autoridades urbanas. Cuando Consencio muestra su enfado con los bárbaros, es porque no hacían nada contra los priscilianistas[117], pero no parece preocupado por su presencia. Del texto se desprende que en determinados sectores y ámbitos geográficos, como la Tarraconense costera, la principal preocupación en estos años no eran tanto los bárbaros como las agresiones a la ortodoxia religiosa[118]. Sin embargo, esta imagen casi idealizada no debe hacernos olvidar que, coincidiendo con estos acontecimientos, incluso en este entorno teóricamente pacífico, las ciudades están haciendo esfuerzos por consolidar sus murallas[119].
Debemos plantearnos si ese aparente cambio de actitud que los recién llegados parecen adoptar después del 411 se debió a un acuerdo efectivo con las autoridades romanas –no importa que fuesen usurpadores–. Éste es el primer problema que ninguno de nuestros informantes resuelve con claridad, lo que ha dado pie a que las opiniones disponibles sean absolutamente antagónicas. Tanto Orosio[120] como Hidacio afirman que los bárbaros se repartieron las provincias hispanas por sorteo, como un acto deliberado pero sin hacer referencia alguna a que hubiesen contado con las autoridades romanas. El segundo de ellos, lo hemos anotado ya, escribe «sorte ad inhabitandum sibi prouinciarum diuidunt regiones»[121]. Como el poder en Hispania estaba entonces en manos de Geroncio y Máximo, se ha supuesto que llevaron a cabo un acuerdo con éstos. No obstante, al margen de la referencia al acuerdo de paz (eirene) mencionado por Olympiodoro, los únicos indicios que se pueden aportar es que en el reparto no se incluyó la provincia Tarraconense, donde los usurpadores se habían asentado, y que el término «ad inhabitandum» puede ser un término técnico indicativo de un pacto formal[122]; incluso «sortes», en cuanto lotes asignados, puede interpretarse en el mismo sentido[123]. En esta línea se situarían autores como Torres López[124], buen conocedor de la tradición germana; es el caso de Dahn quien, con referencia a los suevos, había aceptado la existencia de un reparto ordenado de tierras, aunque reconocía que no se podía constatar y que en los primeros años hubo una gran desorganización[125]; igualmente Schmidt que veía en el texto de Hidacio un claro acuerdo de federación[126]. Courcelle consideró también que el reparto de las provincias fue consecuencia de la aceptación por parte de los bárbaros de la condición de federados[127]. Torres López consideró que términos como sortes, sortiri o ad inhabitandum implicaban un reparto de tierras, pero que éste no era producto de un pacto sino de una imposición, lo que en buena medida implicaba una desmembración del territorio imperial. La terminología podía implicar que se usaron los sistemas que eran habituales en un acuerdo tipo foedus pero que no hubo una aceptación formal por parte de las autoridades romanas, ya que, de ser así, las fuentes habrían aludido a las contraprestaciones militares de los bárbaros. Reinhardt no dudó del carácter técnico del término afirmando que los invasores recibieron un tercio de los territorios del Estado o de los possessores, y que el espacio peninsular se repartió de acuerdo al potencial demográfico de cada uno de los pueblos[128]. Mientras, Torres Rodríguez[129], deudor del anterior, directamente afirmaba que la expresión «ad inhabitandum» de Hidacio implicaba la entrega a los invasores, de modo concreto a los suevos que son el interés de su trabajo, un tercio o dos tercios del territorio, bien a costa del ager publicus o de las tierras de los grandes propietarios[130], donde, a falta de otra documentación, está implícita la idea de que se habrían seguido los modelos jurídicos habituales[131]. En su opinión el pacto se llevó a cabo con Constancio y no con los usurpadores.
En los últimos años la investigación se ha decantado por una interpretación menos forzada de los textos y más acorde con el devenir de los acontecimientos, aunque sigue sin alcanzarse una solución que resulte aceptable para todos. Tranoy, editor y traductor del texto, considera que en Hidacio no hay evidencia alguna de la formalización de un foedus, ni con los usurpadores ni con la corte de Rávena[132], aunque cree que pudo establecerse con posterioridad, entre los años 437 y 455, en tiempos del rey Rechiario, pero la hipotética confirmación a través de las monedas de este rey con la leyenda de Honorio no resulta del todo convincente[133]. De manera categórica, Thompson rechaza la existencia de foedus alguno y niega que la expresión «ad inhabitandum» tenga en Hidacio sentido técnico alguno[134], aunque anteriormente había afirmado que, sin ser federados, los suevos se comportaron como tales, preservando la administración romana, aplicando sus leyes y recaudando tasas romanas[135].