Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


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del náufrago arrojado por las olas

      a aquellas inhóspitas riberas!

      Desde las alturas del Olimpo desciende una madre, Ceres, en busca

      de Proserpina, a su amor arrebatada.

      El mundo se le muestra con todo su horror.

      Ningún asilo, ninguna ofrenda

      se ofrecen a la deidad.

      Aquí se ignora el culto a los dioses

      y no hay ningún templo.

      Los frutos de los campos, los dulces racimos, no embellecen ningún festín;

      los restos de las víctimas humean solos

      en los altares ensangrentados.

      Y por todas partes donde Ceres

      pasea su desconsolada vista sólo percibe

      al hombre sumido en honda humillación.

      Los sollozos se escaparon del pecho de Mitia, que cogió la mano de Aliocha: —Sí, Aliocha, en la humillación. Así ocurre también en nuestros días. El hombre sufre sobre la tierra males sin cuento. No creas que soy solamente un fantoche vestido de oficial, que lo único que sabe es beber y hacer el crápula. La humillación, herencia del hombre: tal es casi el único objeto de mi pensamiento. Dios me preserva de mentir y de envanecerme. Pienso en ese hombre humillado, porque soy yo mismo.

      »Para que el hombre pueda salir de su abyección

      mediante el impulso de su alma,

      ha de establecer una alianza eterna

      con su antigua madre: la tierra.

      »¿Pero cómo establecer esta alianza eterna? Yo no fecundo a la tierra abriendo su seno, porque no soy labrador. Tampoco soy pastor. Avanzo sin saber hacia dónde: si hacia la luz radiante o hacia la más denigrante vileza. Esto es lo malo: todo es denigrante en este mundo. Cada vez que me he hundido en la más baja degradación, cosa que ha sido casi constante, he releído estos versos sobre Ceres y la miseria del hombre. ¿Pero han servido para corregirme? No. Porque soy un Karamazov; porque cuando caigo al abismo, caigo de cabeza. Y te advierto que me gusta caer así: este modo de caer tiene cierta belleza a mis ojos. Y desde el seno de la abyección entono un himno. Soy un hombre maldito, vil y degradado, pero beso el borde de la túnica de Dios. Sigo el camino diabólico, pero sin dejar de ser tu hijo, Señor, y te amo, y siento esa alegría sin la cual el mundo no podría subsistir.

      »La alegrla eterna anima

      el alma de la creación.

      Transmite la llama de la vida

      mediante la fuerza misteriosa de los gérmenes; ella es la que ha hecho brotar la hierba

      y convertido el caos en soles

      dispersos en los espacios insumiso al astrónomo.

      Todo lo que respira

      extrae la alegrla del seno de la naturaleza; arrastra en pos de ella a los hombres y a los pueblos; ella nos ha dado amigos en la adversidad,

      el jugo de los racimos, las coronas de las Gracias; a los insectos la sensualidad…

      Y el ángel se mantiene ante Dios.

      »Pero basta de versos. Déjame llorar, Que todos menos tú se rían de mi tontería. Veo brillar tus ojos. Basta de versos. Ahora quiero hablarte de los «insectos», de esos a los que Dios ha obsequiado con la sensualidad. Yo mismo soy uno de ellos. Nosotros, los Karamazov, somos todos así. Ese insecto vive en ti, levantando tempestades. Pues la sensualidad es una tormenta, y a veces más que una tormenta. La belleza es algo espantoso. Espantoso porque es indefinible, y no se puede definir porque Dios sólo ha creado enigmas. Los extremos se tocan; las contradicciones se emparejan. Mi instrucción es escasa, hermano mío, pero he pensado mucho emestas cosas. ¡Cuántos misterios abruman al hombre! Penetra en ellos y sale intacto. Penetra en la belleza, por ejemplo. No puedo soportar que un hombre de gran corazón y de elevada inteligencia empiece por el ideal de la Virgen y termine por el de Sodoma. Pero lo más horrible es que, llevando en su corazón el ideal de Sodoma, no repudie el de la Virgen y se abrase en él como en los años de su juventud inocente. El espíritu del hombre es demasiado vasto: me gustaría reducirlo. Así no hay medio de que nos conozcamos. El corazón humano, el de la mayoría de los hombres, halla la belleza incluso en actos vergonzosos como el ideal de Sodoma. Es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón humano es el cameo de batalla. Además, se habla del sufrimiento… Pero vayamos al asunto.

      CAPÍTULO IV

      CONFESIÓN DE UN CORAZÓN ARDIENTE. ANÉCDOTAS

      —Yo llevaba una vida disipada, y nuestro padre se escudó en ello para afirmar que despilfarraba miles de rublos en la seducción de doncellas. Es una idea muy propia de un puerco. Mentía, pues mis conquistas no me han costado jamás un céntimo. Para mí, el dinero es sólo una cosa accesoria, la mise en scène. Hoy era el amante de una gran dama; mañana, el de una mujer de la calle. Yo las distraía a las dos, tirando el dinero a manos llenas, con música de tzigánes. Si necesitaban dinero, se lo daba, pues, ciertamente, el dinero no les desagrada: te dan las gracias cuando lo reciben. No todas las damiselas se me rendían, pero sí muchas. Yo adoraba las callejas, las encrucijadas desiertas y sombrías, que son escenario de aventuras y sorpresas y, a veces, de perlas en el barro. Te hablo con imágenes, hermano: esas callejuelas no existen sino en un sentido figurado. Si tú te parecieras a mí, me comprenderías. Yo adoraba el libertinaje por su misma abyección; yo adoraba la crueldad. ¿No soy un ser corrompido, un insecto pernicioso, es decir, un Karamazov? Una vez organizamos una comida en el cameo y salimos en siete troikas . Era invierno y el tiempo estaba muy oscuro. Durante el viaje cubrí de besos a mi vecina de asiento en el trineo, la hija de un funcionario sin fortuna, encantadora y tímida, y en la oscuridad me toleró caricias de un atrevimiento extraordinario. La pobrecilla se imaginaba que al día siguiente iría a pedir su mano, pues me tenía por novio suyo; pero pasaron cinco meses sin que le dijera nada. A veces, cuando nos encontrábamos en algún baile, la veía en un rincón de la sala, siguiéndome con una mirada entre indignada y tierna. Este juego excitaba mi perversa sensualidad. A los cinco meses se casó con un funcionario y desapareció, furiosa y tal vez amándome todavía. Ahora el matrimonio vive feliz. Te advierto que nadie sabe nada de esto y que su reputación está incólume: a pesar de mis viles instintos y de mi amor a la bajeza, no soy descortés. Enrojeces; tus ojos centellean. Lo comprendo: es que te da náuseas tanto lodo. Tengo un buen álbum de recuerdos, hermano mío. ¡Que Dios guarde a todas esas encantadoras criaturas! En el momento de la ruptura evité siempre las discusiones. Yo no traicioné ni comprometí a ninguna. Pero basta de este tema. No creas que te he llamado solamente para explicarte esta sarta de horrores. Te he llamado para contarte algo más interesante. Y es que no siento vergüenza ante ti; por el contrario, estoy a mis anchas.

      Aliocha manifestó de pronto:

      –Has hablado de mi rubor. Pues bien, no son tus palabras ni tus actos lo que me ha hecho enrojecer. Me sonrojo porque me parezco a ti.

      –¿Tú? Exageras, Aliocha.

      –¡No, no exagero! —exclamó con vehemencia.

      Era evidente que hablaba de algo que sentía desde hacia tiempo. Continuó:

      –La escala del vicio es la misma para todos. Yo estoy en el primer escalón; tú estás más arriba, en el escalón trece o cosa así. Yo creo que esto es igual: una vez se ha puesto el pie en el primero, se suben todos los escalones.

      –Lo mejor es resistir.

      –Desde luego, pero no siempre es esto posible.

      –¿Para ti lo es?

      –Creo que no.

      –¡Calla, Aliocha; calla, querido! Me dan ganas de besarte la mano. ¡Esa bribona de Gruchegnka conoce a los hombres! Una vez me dijo que un día a otro se te zampará… Bueno, me callo. Y dejemos este terreno manchado por las moscas y hablemos de mi tragedia, en la que también pululan las moscas, es decir, toda clase de degradaciones. Aunque el viejo mintió cuando dijo que yo despilfarraba el dinero persiguiendo a las doncellas,