Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


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lo juro, Aliocha! —exclamó en un arrebato de sincero furor contra si mismo—. Puedes creerme o no creerme, pero, tan verdad como Dios es santo y Cristo es Dios, y aunque yo me haya burlado de sus nobles sentimientos…, tan verdad como esto es que yo no dudo de su angelical sinceridad, y que sé que mi alma es un millón de veces más vil que la suya. En esta certidumbre estriba la tragedia. Una bella desgracia que se presta al tono declamatorio. Yo declamo y, sin embargo, soy completamente sincero. En cuanto a Iván, tan inteligente, creo que debe de estar maldiciendo a la naturaleza… ¿Quién ha sido el preferido? Un monstruo como yo, que no he podido corregirme del libertinaje, siendo el blanco de todas las miradas, y cuando sabía que mi propia prometida lo observaba todo. Sí yo he sido el preferido. ¿Por qué? ¡Porque esa joven, llevada de su gratitud, quiere sacrificarse a mí para toda su vida! Esto es absurdo. Yo no he hablado nunca de esto a Iván, y él tampoco ha hecho a ello la menor alusión. Pero el destino se cumplirá. Cada cual tendrá lo que merece: el réprobo se hundirá definitivamente en el cieno que le atrae. Estoy diciendo muchos desatinos, mis palabras no responden a mis pensamientos, pero lo que pienso se realizará: yo me hundiré en el lodo y Katia se casará con Iván.

      –Escucha, Dmitri —dijo Aliocha en un estado de agitación extraordinario—. Hay un punto que tú no me has explicado todavía. Sigues siendo su prometido. ¿Cómo puedes romper si ella se opone?

      –Cierto que soy su prometido. Ya hemos recibido la bendición oficial en Moscú, con gran ceremonia, ante los iconos. La generala nos bendijo a inclusó felicitó a Katia. «Has elegido bien —le dijo—. Leo en su corazón.» Iván no le fue simpático: no le dirigió ningún cumplido. En Moscú tuve largas conversaciones con Katia. Me describía a mi mismo tal como era, con toda sinceridad. Ella me escuchó atentamente.

      »Fue una turbación encantadora.

      hubo tiernas palabras…

      »También hubo palabras altivas. Me arrancó la promesa de que me corregiría. Y a esto se redujo todo.

      –Bueno, ¿y ahora qué?

      –Acuérdate de que lo he llamado y lo he traído aquí para enviarte hoy mismo a casa de Catalina Ivanovna y…

      –¿Para qué?

      –Para decirle que no volveré a ir a verla nunca y la saludes de mi parte.

      –¿Es posible?

      –No, es imposible: me es imposible ir yo mismo. Por eso te ruego que vayas tú en mi lugar.

      –¿Y tú adónde irás?

      –Volveré a mi cenagal.

      –¡Es decir, a Gruchegnka! —exclamó tristemente Aliocha, enlazando las manos—. O sea, que Rakitine tenía razón. ¡Y yo que creia que esto era solamente un capricho pasajero!

      –¡Un prometido tener un enredo! ¿Es esto posible, siendo la novia quien es, y a la vista de todo el mundo? No he perdido todo el honor. Desde el momento en que me uní a Gruchegnka dejé de ser novio y hombre honesto: me di de ello perfecta cuenta. ¿Por qué me miras? La primera vez que fui a su casa iba con el propósito de pagarle. Me había enterado, y ahora sé positivamente que era verdad, de que aquel capitán que representaba a mi padre había enviado a Gruchegnka un pagaré firmado por mí. Pretendían perseguirme judicialmente, con la esperanza de asustarme y obtener mi renuncia. Yo ya sabía algo de Gruchegnka. Es una mujer que no impresiona desde el primer momento. Conozco la historia de ese viejo mercader que es su amante. No vivirá mucho tiempo y le dejará una bonita suma. Yo sabía que era codiciosa, que prestaba dinero con usura, que era una trapacera y una bribona sin corazón. Fui, pues, a su casa con ánimo de darle su merecido… y me quedé. Esa mujer es la peste. Yo me he contaminado de ella y siento como si la llevara en la piel. Todo ha terminado para mí; no tengo otro camino. El ciclo del tiempo está trastornado. Ya ves mi situación. Como hecho expresamente, yo tenía entonces tres mil rublos en el bolsillo. Nos fuimos a Mokroie, que está a veinticinco verstas de aquí. Llamé a una orquesta y obsequié con champán a los campesinos y a todas las mujeres del lugar. Tres días después no me quedaba un céntimo. ¿Crees que obtuve alguna compensación de ella? Ninguna. Es una mujer todo repliegues, palabra. ¡La muy bribona! Su cuerpo recuerda el de una culebra. Hasta el dedo meñique de su pie izquierdo lleva este sello. Lo vi y lo besé, pero esto fue todo, te lo juro. Entonces ella me dijo: «¿Quieres que me case contigo porque eres pobre? Pues bien, si me prometes no pegarme y dejarme hacer todo lo que quiera, tal vez me decida.» Y se echó a reír. Hoy todavía se ríe.

      Dmitri Fiodorovitch se puso en pie, presa de una especie de desesperación. Tenía el aspectó de estar bebido. Sus ojos estaban rojos de sangre.

      –En serio, ¿estás decidido a casarte con ella?

      –Si accede, me casaré en seguida; si me rechaza, seguiré con ella, aunque sea como criado. En cuanto a ti, Aliocha…

      Se detuvo ante él, lo cogió por los hombros y empezó a sacurdirlo violentamente.

      –En cuanto a ti, has de saber que todo esto es una locura que ha de terminar en tragedia. Oye, Aliocha, yo soy un hombre perdido, de bajas pasiones; pero yo, Dmitri Karamazov, no seré nunca un estafador ni un vulgar ratero. Pues bien, Aliocha, he sido una vez un estafador, un vulgar ratero. Cuando me disponía a ir a casa de Gruchegnka para vapulearla, Catalina Ivanovna me llamó y me pidió secretamente, aunque no sé por qué, que fuera a la capital del distrito y enviara tres mil rublos a su hermana, que estaba en Moscú. En la localidad nadie debía saberlo. Me fui a casa de Gruchegnka con los tres mil rublos en el bolsillo, y me sirvieron para pagar nuestra excursión a Mokroie. Después fingí que me trasladaba a la capital del distrito. En cuanto al recibo, «me olvidé» de llevárselo, a pesar de que se lo había prometido. ¿Qué te parece? ¿Tú irás a decirle:

      » —Un saludo de parte de mi hermano.

      »Ella te preguntará:

      »—¿Envió el dinero?

      »Y tú le contestarás:

      »—Es un hombre vil, sensual, incapaz de contenerse. En vez de mandar su dinero, no pudo resistir la tentación de malgastarlo.

      »Si tú pudieras añadir:

      »—Pero Dmitri Fiodorovitch no es un ladrón y le devuelve los tres mil rublos. Envíelos usted misma a Ágata Ivanovna y reciba las gracias de mi hermano…

      »Si pudieras decirle esto, el mal no sería tan grave. En cambio, si ella te pregunta: »—¿Dónde está el dinero?

      Aliocha le interrumpió:

      –Dmitri, has tenido una desgracia, pero no tan irremediable como crees. No te desesperes.

      –¿Crees acaso que me voy a levantar la tapa de los sesos si no logro devolver esos tres mil rublos? De ningún modo: no tengo la resolución necesaria para hacer una cosa así. Más adelante, tal vez. Pero, por el momento, voy a casa de Gruchegnka, donde me dejaré hasta la piel.

      –¿Pero qué harás allí?

      –Hacerla mi esposa si ella quiere. Y cuando lleguen sus amantes, pasaré a la habitación de al lado. Estaré en la casa para dar cera a sus botas, para preparar el samovar, para hacer los recados…

      –Catalina Ivanovna lo comprenderá todo —afirmó gravemente Aliocha—. Comprenderá tu profundo pesar y te perdonará. Es un alma generosa y verá que no hay en el mundo ser más desgraciado que tú.

      –No me perdonará: he hecho algo que ninguna mujer perdona. —¿Sabes qué sería lo mejor?

      –¿Qué? —Que devolvieras los tres mil rublos.

      –¿Pero de dónde los puedo sacar?

      –Escucha: yo tengo dos mil. Iván te dará mil, y habrás reunido la cantidad completa.

      –¿Cuándo tendría en mi poder el dinero? Eres todavía un chiquillo… Aliocha, es preciso que rompas con ella en mi nombre hoy mismo, pueda o no pueda yo devolver el dinero. A tal extremo han llegado las cosas, que esa ruptura no admite retraso. Mañana sería demasiado tarde. Ve a casa del viejo.

      –¿De nuestro padre?

      –Sí,