Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


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mover las montañas? Observa este detalle, Iván: toda Rusia está con él.

      –Exacto: es un rasgo característico de la fe popular de nuestro país —dijo Iván Fiodorovitch con una sonrisa de aprobación.

      –Si estás de acuerdo conmigo, eso prueba que mi observación es exacta. ¿Verdad, Aliocha? Eso se ajusta perfectamente a la fe rusa.

      –No, Smerdiakov no posee la fe rusa —repuso Aliocha con acento grave y firme.

      –No me refiero a su fe, sino a ese detalle, a esos dos anacoretas. ¿No es un detalle muy ruso?

      –Sí, ese detalle es completamente ruso —concedió Aliocha sonriendo.

      –Esa observación merece una moneda de oro, burra de Balaam, y hoy mismo te la enviaré. Pero todo lo demás que has dicho es falso. Has de saber, imbécil, que si nosotros no tenemos más fe es por pura frivolidad: los negocios nos absorben; los días no tienen más que veinticuatro horas; uno no tiene tiempo no ya para arrepentirse, sino ni para dormir sus libaciones. Pero tú has abjurado ante los verdugos, cuando lo único que tenías que hacer era pensar en la fe y en el momento que era preciso demostrarla. Me parece, joven, que esto constituye un pecado, ¿no?

      –Sí, pero un pecado venial. Juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch. Si yo hubiese creido entonces de verdad, tal como se debe creer, hubiera cometido un verdadero pecado al no querer sufrir el martirio y preferir convertirme a la maldita religión de Mahoma. Pero si hubiese tenido verdadera fe, tampoco habría sufrido el martirio, pues me habría bastado decir a una montaña que avanzara y aplastase al verdugo, para que ella se hubiera puesto al punto en movimiento y hubiese dejado a mis enemigos como viles gusanos pisoteados. Y entonces yo me habría marchado como si nada hubiera ocurrido, glorificando y loando a Dios. Pero si lo hubiese intentado, si hubiese gritado a la montaña que aplastara al verdugo y ella no lo hubiese hecho, ¿cómo habría sido posible impedir que me asaltara la duda en aquel momento de espanto mortal? En tal caso, yo sabría ya que no iba a ir al reino de los cielos, puesto que la montaña no había obedecido a mi voz, lo que demostraba que mi fe no gozaba de gran crédito allá arriba y que la recompensa que me esperaba en el otro mundo no era demasiado importante. ¿Y quiere usted que, sabiendo esto, me dejara despellejar? La montaña no habría obedecido a mis gritos ni siquiera cuando estuviese despellejado hasta media espalda. En tales momentos, no sólo puede asaltarnos la duda, sino que el terror puede volvernos locos. En consecuencia, ¿puedo sentirme culpable si, no viendo por ninguna parte provecho ni recompensa, decido salvar al menos la vida? He aquí por qué, confiando en la misericordia divina, espero que se me perdone.

      CAPÍTULO VIII

      TOMANDO EL COÑAC

      La discusión había terminado, pero —cosa extraña— Fiodor Pavlovitch, tan alegre hasta entonces, se puso de pronto de mal humor. Se bebió una nueva copa que ya estaba de más.

      –¡Marchaos, jesuitas; fuera de aquí! —gritó a los sirvientes—. Vete, Smerdiakov; recibirás la moneda de oro que te he prometido. No te aflijas, Grigori. Ve a reunirte con Marta; ella te consolará y te cuidará.

      Y cuando los sirvientes se fueron, añadió:

      –Estos canallas no le dejan a uno tranquilo. Smerdiakov viene ahora todos los días después de comer. Eres tú quien lo atraes. Alguna carantoña le habrás hecho.

      –Nada de eso —repuso Iván Fiodor Pavlovitch—. Es que le ha dado por respetarme. Es un granuja. Formará parte de la vanguardia cuando llegue el momento.

      –¿De la vanguardia?

      –Sí. Habrá otros mejores, pero también muchos como él.

      –¿Cuándo llegará ese momento?

      –El cohete arderá, pero no hasta el fin. Por ahora, el pueblo no presta atención a estos marmitones.

      –Desde luego, esta burra de Balaam no cesa de pensar, y sabe Dios adónde le llevarán sus pensamientos.

      –Almacena ideas —observó Iván sonriendo.

      –Oye: yo sé que no me puede soportar. Ni a mí ni a nadie. Y a ti tampoco, aunque creas que le ha dado por respetarte. A Aliocha lo desprecia. Pero no es un ladrón ni un chismoso. No va contando por ahí lo que aquí ocurre. Además, hace unas excelentes tortas de pescado… ¡En fin, que se vaya al diablo! No vale la pena hablar de él.

      –Desde luego.

      –Yo siempre he creído que el mujik necesita ser azotado. Es un truhán que no merece compasión, y conviene pegarle de vez en cuando. El abedul ha dado fuerza al suelo ruso; cuando perezcan los bosques, perecerá él. Me gustan las personas de ingenio. Por liberalismo, hemos dejado de vapulear a los mujiks, pero siguen azotándose ellos mismos. Hacen bien. «Se usará con vosotros la misma medida que vosotros uséis». Es así, ¿verdad?… Mi querido Iván, ¡si tú supieras cómo odio a Rusia!… Bueno, no a Rusia precisamente, sino a todos sus vicios…, y acaso también a Rusia. Tout cela, c’est de la cochonnerie. ¿Sabes lo que me encanta? El ingenio.

      –Te has bebido otra copa. ¿No crees que ya es demasiado?

      –Oye, voy a beberme otra, y otra después, y se acabó. ¿Por qué me has interrumpido? Hace poco, hallándome de paso en Mokroie, estuve charlando con un viejo. «Lo que más me gusta —me dijo— es condenar a las muchachas al látigo. Encargamos a los jóvenes ejecutar la sentencia, y éstos, invariablemente, se casan con las azotadas.» ¡Qué sádicas!, ¿eh? Por mucho que digas, esto es ingenioso. Podríamos ir a verlo, ¿no te parece?… ¿Enrojeces, Aliocha? No te ruborices, hijo. ¡Lástima que no me haya quedado hoy a comer con el padre abad! Habría hablado a los monjes de las muchachas de Mokroie. Aliocha, no me guardes rencor por haber ofendido al padre abad. Estoy indignado. Pues si verdaderamente hay Dios, no cabe duda de que soy culpable y tendré que responder de mi conducta: pero si Dios no existe, habría que cortarles la cabeza, y aún no sería suficiente el castigo, ya que se oponen al progreso. Te aseguro, Iván, que esta cuestión me atormenta. Pero tú no lo crees: lo leo en tus ojos. Tú crees lo que se dice de mi: que soy un bufón. ¿Tú lo crees, Aliocha?

      –No, yo no lo creo.

      –Estoy seguro de que hablas sinceramente y ves las cosas como son. No es éste el caso de Iván. Iván es un presuntuoso… Sin embargo, me gustaría terminar de una vez con tu monasterio. Habría de suprimir de golpe a esa casta mística en toda la tierra: sería el único modo de devolver a los imbéciles la razón. ¡Cuánta plata y cuánto oro afluiría entonces a la Casa de la Moneda!

      –¿Pero para qué quieres suprimir los monasterios? —preguntó Iván.

      –Para que la verdad resplandezca.

      –Cuando la verdad replandezca, primero te lo quitarán todo y después lo matarán.

      –Tal vez tengas razón —dijo Fiodor Pavlovitch. Y añadió, rascándose la frente—: ¡Soy un verdadero asno! Si es así, ¡paz a tu monasterio, Aliocha! Nosotros, las personas inteligentes, permaneceremos en habitaciones abrigadas y beberemos coñac. Tal es, sin duda, la voluntad de Dios. Dime, Iván: ¿hay Dios o no lo hay? Respóndeme en serio. ¿De qué te ríes?

      –Me acuerdo de tu aguda observación sobre la fe de Smerdiakov: cree en la existencia de dos ermitaños que pueden mover las montañas.

      –¿Eso he dicho yo?

      –Exactamente.

      –¡Ah! Es que yo soy también muy ruso. Y también lo eres tú, filósofo. Se te pueden escapar observaciones del mismo género… Te apuesto lo que quieras a que te pillaré diciendo algo así. La apuesta entrará en vigor mañana. Pero contesta a lo que te he preguntado: ¿hay Dios o no lo hay? Te agradeceré que me hables en serio.

      –No, no hay Dios.

      –¿Hay Dios, Aliocha?

      –Sí, hay Dios.

      –Iván: ¿existe la inmortalidad, por poca que sea?

      –No, no hay inmortalidad.

      –¿En absoluto?

      –En absoluto.

      –O