referir al comerciante lo siguiente: un soldado ruso había caído prisionero en un lugar lejano de Asia, y el enemigo quiso obligarle, bajo la amenaza de la tortura y de la muerte, a abjurar del cristianismo y abrazar la religión del islam. El soldado se negó a traicionar a su fe y sufrió el martirio: se dejó despellejar y murió glorificando a Cristo. Este acto heroico se relataba en el periódico recibido aquella misma mañana. Grigori lo comentó en la sobremesa de Fiodor Pavlovitch. A éste le gustaba charlar y bromear en tales momentos, incluso con Grigori. En esta ocasión, Fiodor PavIovitch se hallaba de un humor excelente y experimentaba una despreocupación sumamente agradable. Después de haber escuchado a Grigori, saboreando su copa de coñac, dijo que se debería canonizar al soldado y enviar su piel a un monasterio.
–El pueblo la cubriría de dinero.
Grigori frunció las cejas al ver que, lejos de enmendarse, Fiodor Pavlovitch seguía burlándose de las cosas santas.
En este momento, Smerdiakov, que estaba cerca de la puerta, sonrió. Ya hacia tiempo que se le admitía en el comedor en el momento de los postres, y, desde la llegada de Iván Fiodorovitch, no faltaba casi ningún día.
–¿Qué te pasa? —le preguntó Fiodor Pavlovitch, comprendiendo que su sonrisa iba dirigida a Grigori.
Y Smerdiakov dijo de pronto, levantando la voz:
–Estoy pensando en ese valiente soldado. Su heroísmo es sublime, pero, a mi modo de ver, no habría cometido ningún pecado si, en un caso como éste, hubiese renegado del nombre de Cristo y del bautismo, para salvar la vida y poder dedicarse a hacer buenas obras, que le redimirían de su momentánea debilidad.
–¿De modo que crees que eso no sería pecado? —replicó Fiodor Pavlovitch—. Irás al infierno y te asarán como a un cordero.
En ese momento apareció Aliocha, lo que, como se ha visto, produjo gran satisfacción a Fiodor Paviovitch.
–Estamos hablando de tu tema favorito —dijo el padre tras una alegre risita. E hizo sentar a Aliocha.
–Eso son tonterías —replicó Smerdiakov—. No tendré ningún castigo. No puedo tenerlo, porque sería injusto.
–¿Cómo injusto? —exclamó Fiodor Pavlovitch con redoblado regocijo y tocando a Aliocha con la rodilla.
–¡Es un granuja! —exclamó Grigori, dirigiendo a Smerdiakov una mirada colérica.
–¿Un granuja? —replicó Smerdiakov sin perder la sangre fría—. Reflexione. Si caigo en poder de unos hombres que torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún pecado.
–Eso ya lo has dicho —exclamó Fiodor Pavlovitch—. No lo repitas: pruébalo.
–¡Marmitón! —murmuró Grigori en un tono de desprecio.
–Tan marmitón como usted quiera, Grigori Vasilievitch; pero, en vez de insultar, piense en esto. Apenas digo a los verdugos: «Yo no soy cristiano y maldigo al verdadero Dios», quedo excomulgado por la justicia divina, apartado de la santa Iglesia, como un pagano. Y no sólo en el momento de pronunciar estas palabras, sino antes, cuando tomo la decisión de decirlas. ¿Es esto verdad o no lo es, Grigori Vasilievitch?
Smerdiakov se dirigía a Grigori con satisfacción evidente aunque contestaba a las palabras de Fiodor Pavlovitch. Fingía creer que era Grigori el que había hablado, aunque sabía perfectamente que era Fiodor Pavlovitch.
Éste pidió a Iván que se inclinara hacia él y le susurró al oído:
–Habla para ti. Busca tus elogios. Complácelo.
Iván escuchó gravemente la observación de su padre.
–Espera un momento, Smerdiakov —dijo Fiodor Paviovitch—. Iván, acerca el oído otra vez.
Iván obedeció, conservando la seriedad.
–No creas que no te quiero —le dijo su padre—. Te quiero tanto como a Aliocha. ¿Un poco de coñac?
–Sí, gracias.
Y se preguntó en su fuero interno, mirando fijamente a su padre: «¿Qué querrá de mí?»
Luego observó a Smerdiakov con profunda curiosidad.
–¡Tú estás ya excomulgado! —estalló Grigori—. ¿Cómo te atreves a discutir, cretino?
–No insultes, Grigori. Cálmate —dijo Fiodor Pavlovitch.
–Tenga un poco de paciencia, Grigori Vasilievitch, pues no he terminado todavía. En el momento en que reniego de Dios, en ese mismo instante, me convierto en una especie de pagano. Mi bautismo se borra, queda sin efecto. ¿No es así?.
–Termina pronto, muchacho —le dijó Fiodor Pavlovitch mientras paladeaba con fruición un sorbo de coñac.
–Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy «descristianizado» por el mismo Dios, que me ha excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano. Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirían cuentas en el otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano, no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede reprochar a un pagano no haber nacido cristiano a intentar castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar dos veces al mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la verdad, y no es posible que el que reina sobre los cielos y la tierra diga la mentira más insignificante.
Grigori se quedó mirando al orador con ojos desorbitados y expresión estúpida. Aunque no comprendía del todo lo dicho por Smerdiakov, había captado una parte de aquel galimatías y tenia el gesto del hombre que acaba de dar una cabezada contra la pared. Fiodor Pavlovitch apuró su copa y se echó a reír ruidosamente.
–¡Qué hombre, Aliocha, qué hombre! Es un casuista. Sin duda tiene tratos frecuentes con jesuitas, ¿verdad, Iván? Hueles a jesuita, Smerdiakov. ¿Quién te ha enseñado esas cosas? Pero mientes desvergonzadamente, casuista; mientes y divagas. No te áflijas, Grigori: lo vamos a hacer polvo. Responde a esto, burro: admito que no faltas ante los verdugos, pero has abjurado interiormente y tú mismo has reconocido que al instante ha caído sobre ti la excomunión. Pues bien, no creo que en el infierno acaricien la cabeza a un excomulgado. ¿Qué dices a eso, mi buen padre jesuita?
–Es indudable que he abjurado desde el fondo de mi corazón; sin embargo, si hay pecado en ello, el pecado es muy venial.
–¡Eso es falso, maldito! —dijo Grigori.
–Escúcheme y juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch —continuó Smerdiakov impertérrito, consciente de su victoria, pero como mostrándose generoso con un adversario vencido—. Juzgue por usted mismo. En las Escrituras se dice que si uno tiene fe, aunque sea por el valor de un grano, y ordena a una montaña que se precipite en el mar, la montaña obedecerá sin la menor vacilación. Pues bien, Grigori Vasilievitch, ya que yo no soy creyente y usted cree serlo hasta tal punto de insultarme sin cesar, pruebe a decir a una montaña que se arroje, no ya al mar, que está muy lejos de aquí, sino simplemente a ese río infecto que pasa por detrás de nuestro jardín, y verá usted como la montaña no se mueve ni se produce el menor cambio en ella, por mucho que usted grite. Esto quiere decir, Grigori Vasilievitch, que usted no tiene verdadera fe y que, para desquitarse, abruma a su prójimo con sus invectivas. Supongamos que nadie en nuestra época, nadie absolutamente, desde la persona de más elevada posición hasta el último patán, puede arrojar las montañas al mar, exceptuando a uno o dos hombres que hacen vida de santos en los desiertos de Egipto, donde no se les puede encontrar. Si es así, si todos los demás carecen de verdadera fe, ¿es posible que éstos, es decir, la población del mundo entero, excepto los dos anacoretas, reciban la maldición del Señor? ¿Es posible que el Señor no perdone