Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


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añadió en voz baja:

      –Lo ha heredado de ella, lo ha heredado de ella.

      Iván le respondió, con una mueca de desprecio:

      –Su madre fue también la mía, ¿no?

      Su fulgurante mirada sacudió al viejo, que, aunque parezca extraño, se había olvidado en aquellos momentos de que la madre de Aliocha había sido también la de Iván.

      –¿También tu madre? —murmuró Fiodor Pavlovitch sin comprender—. ¿Qué dices?… ¡Diablo, pues es verdad! Su madre fue también la tuya… ¿Dónde tenía la cabeza?… Perdóname, Iván, pero… ¡Je, je!

      Enmudeció con una estúpida sonrisa de borracho. En ese momento se oyeron en el vestíbulo fuertes ruidos y gritos furiosos. Un instante después, la puerta se abrió y Dmitri Fiodorovitch irrumpió en la estancia. El viejo, aterrado, se arrojó sobre Iván y se aferró a él.

      –¡Viene a matarme! ¡Defiéndeme!

      CAPÍTULO IX

      LOS SENSUALES

      Grigori y Smerdiakov aparecieron en pos de Dmitri. Habían luchado con él en el vestíbulo para impedirle la entrada, cumpliendo las órdenes que Fiodor Pavlovitch les había dado días atrás. Aprovechando un momento en que Dmitri se detuvo para orientarse, Grigori dio un rodeo a la mesa, cerró las dos hojas de la puerta que conducía a las habitaciones del fondo y se colocó ante ella con los brazos en cruz, dispuesto a defender la entrada hasta agotar sus fuerzas. Al ver esto, Dmitri lanzó un grito que fue más bien un rugido y se arrojó sobre Grigori.

      –¡Eso quiere decir que ella está aquí, que se oculta en esas habitaciones! ¡Aparta, cretino!

      E intentó apartarlo con sus manos, pero Grigori lo rechazó. Ciego de rabia, Dmitri levantó el puño y golpeó al criado con todas sus fuerzas. El viejo se desplomó como una planta segada. Dmitri saltó por encima de su cuerpo y abrió la puerta. Smerdiakov había permanecido, pálido y tembloroso, al otro lado de la mesa, junto a Fiodor Pavlovitch.

      –¡Gruchegnka está aquí! —exclamó Dmitri—. Acabo de verla llegar, pero no he podido alcanzarla. ¿Dónde está, dónde está?

      El grito de «¡Gruchegnka está aquí!» produjo en Fiodor Pavlovitch un efecto inexplicable: su terror desapareció súbitamente.

      –¡Detenedlo, detenedlo! —gritó, echando a correr en pos de Dmitri.

      Grigori se había levantado, pero estaba aún aturdido. Iván y Aliocha salieron corriendo también, para alcanzar y detener a su padre. En la habitación contigua se oyó el ruido de un objeto que caía y se hacía pedazos. Era un jarrón de escaso valor, colocado sobre un pedestal de mármol, con el que había tropezado Dmitri.

      –¡Socorro! —gritó el viejo.

      Iván y Aliocha lo alcanzaron y, a viva fuerza, lo hicieron volver al comedor.

      –¿Por qué lo has perseguido? —dijo Iván, colérico—. ¿No ves que es capaz de matarte?

      –¡Iván, Aliocha: Gruchegnka está aquí! Dice que la ha visto entrar.

      Fiodor Pavlovitch jadeaba. No esperaba a Gruchegnka aquella tarde, y la repentina noticia de que había llegado trastornaba su razón. Estaba temblando; parecía haber perdido el juicio.

      –Eso no puede ser verdad —dijo Iván—. Si hubiese venido, la habríamos visto.

      –Tal vez ha entrado por la otra puerta.

      –La otra puerta está cerrada con llave y la llave la tienes tú.

      Dmitri reapareció en el comedor. Había encontrado cerrada aquella puerta y no le cabía duda de que la (lave estaba en el bolsillo de su padre. No había ninguna ventana abierta. Por lo tanto, Gruchegnka no había podido entrar ni salir por ninguna parte.

      –¡Detenedlo! —gritó Fiodor Pavlovitch apenas volvió a ver a Dmitri—. ¡Ha robado el dinero de mi dormitorio!

      Y desprendiéndose de las manos de Iván, se arrojó sobre Dmitri. Éste levantó las manos, cogió al viejo por los dos únicos mechones de pelo que le quedaban en la cabeza, uno a cada lado, sobre las sienes, lo zarandeó y lo arrojó violentamente contra el suelo. El viejo lanzó un agudo gemido. Iván, aunque más débil que Dmitri, lo cogió por los brazos y lo apartó de su padre, ayudado por Aliocha, que empujaba al agresor por el pecho con todas sus fuerzas.

      –¡Lo has matado, loco! —gritó Iván.

      –¡Es lo que merece! —exclamó Dmitri, jadeante—. Si no lo he matado, volveré para acabar con él, y vosotros no lo podréis salvar.

      –¡Fuera de aquí en seguida, Dmitri! —le dijo imperiosamente Aliocha.

      –Alexei, sólo en ti tengo confianza. Dime si Gruchegnka estaba aquí hace un momento. La he visto. Iba pegada a la cerca y ha desaparecido en esta dirección. La he llamado y ha huido.

      –Te juro que no ha venido y que aquí nadie la esperaba.

      –Pues yo la he visto… O sea que… En seguida sabré dónde está… Adiós, Alexei. Ni una palabra a Esopo sobre los tres mil rublos. Ve en seguida a casa de Catalina Ivanovna y dile: «Vengo a saludarla de su parte, a transmitirle sus más atentos saludos.» Y descríbele la escena que acabas de presenciar.

      Entre tanto, Iván y Grigori habían levantado al viejo y lo habían depositado en un sillón. Su cara estaba cubierta de sangre, pero el herido conservaba el conocimiento. Seguía creyendo que Gruchegnka estaba escondida en la casa. Dmitri le dirigió una mirada de odio al marcharse.

      –No me arrepiento de haber derramado tu sangre —le dijo—. Ten cuidado, vejestorio: domina tus sueños, porque también sueño yo. Te maldigo y reniego de ti para siempre.

      Salió presuroso de la habitación.

      –¡Está aquí, Gruchegnka está aquí! —murmuró el viejo con voz apenas perceptible. E hizo una seña a Smerdiakov.

      –¡No está aquí, viejo loco! —dijo Iván, ciego de ira—. ¡Lo que faltaba! ¡Se ha desvanecido! ¡Agua, una toalla! ¡Pronto, Smerdiakov!

      Smerdiakov salió corriendo en busca del agua. Se desnudó al viejo y se le llevó a la cama. Le envolvieron la cabeza con una toalla húmeda. El coñac, las emociones violentas y los golpes lo habían debilitado. Fiodor Pavlovitch cerró los ojos y quedó amodorrado apenas puso la cabeza en la almohada. Iván y Aliocha volvieron al salón—comedor. Smerdiakov recogió los restos del jarrón roto. Grigori permanecía junto a la mesa, sombrío el semblante y la cabeza baja.

      –Tú también debes ponerte un trapo mojado en la cabeza y acostarte —le dijo Aliocha—. El golpe que te ha dado mi hermano ha sido muy fuerte.

      –Se ha atrevido a pegarme —dijo Grigori amargamente.

      –Hasta a su padre ha golpeado —observó Iván con los labios contraídos.

      –Cuando era niño, lo lavaba. ¡Y me ha levantado la mano! —dijo Grigori.

      –Si no lo hubiese contenido —susurró Iván a Aliocha—, lo habría matado. Esopo tiene poca resistencia.

      –Que Dios le guarde —dijo Aliocha.

      –¿Por qué? —replicó Iván sin cambiar de acento y con el semblante contraído por el odio—. El destino de los reptiles es devorarse unos a otros.

      Aliocha se estremeció.

      –Desde luego —añadió Iván—, no permitiré que lo mate. Quédate aquí, Aliocha. Voy a dar un paseo por el patio. Empieza a dolerme la cabeza.

      Aliocha entró en el dormitorio y estuvo una hora junto al lecho de su padre, detrás del biombo. De pronto, el viejo abrió los ojos y le miró largamente, en silencio. Era evidente que se esforzaba por recordar. Su semblance reflejaba una extraordinaria agitación interna.

      –Aliocha —murmuró el viejo, receloso—, ¿dónde está Iván?

      –En el patio. Tiene dolor