años. Su piel era blanquísima, con tonalidades de un rosa pálido; el óvalo de su rostro, un poco anchor la mandíbula inferior, un tanto saliente; el labio superior era delgado; el inferior, prominente, como hinchado y mucho más enérgico. A esto había que añadir una magnífica y abundante cabellera de color castaño, unas cejas oscuras y unos ojos admirables, de un gris azulado, protegidos por largas pestañas. El hombre más indiferente, más distraído, el más extraviado entre la multitud durante el paseo, no habría dejado de detenerse ante este rostro y no habría podido olvidarlo en mucho tiempo.
Lo que más impresionó a Aliocha fue su expresión infantil a ingenua. Tenía miradas y alegrías de niña. Se acercó a la mesa, alborozada, alegre, impaciente y curiosa, como si esperase algo. Su mirada alegraba el alma. Aliocha lo notó. Además, había en ella un algo que no se sabía lo que era, pero que se percibía: aquella suavidad de movimientos, aquella ligereza felina de cuerpo, que, no obstante, era poderoso y robusto. Bajo su chal se dibujaban unos hombros llenos y unos senos firmes de mujer joven. En aquel cuerpo se presumían las formas de la Venus de Milo, pero con proporciones un tanto excesivas.
Los conocedores de la belleza rusa que hubieran contemplado a Gruchegnka, habrían predicho con plena convicción que cuando frisara en los treinta, aquella belleza, fresca aún, perdería la armonía: desaparecería la nitidez de sus facciones, se formarían rápidamente arrugas en la frente y alrededor de los ojos; el cutis se marchitaría, enrojecería tal vez. En una palabra, que Gruchegnka tenía esa belleza que parece otorgar el diablo, esa hermosura efímera tan frecuente en las mujeres rusas.
Aliocha, naturalmente, no pensaba en estas cosas, pero, aunque encantado, se preguntaba contrariado y como a pesar suyo: «¿Por qué arrastrará de ese modo las palabras y no hablará con naturalidad?»
A Gruchegnka le parecía sin duda bonito arrastrar las sílabas y darles una entonación cantarina. Sin embargo, esto no era sino un hábito de mal tono, que revelaba una educación deficiente y una falsa noción de las normas sociales.
Este modo de hablar afectado parecía a Aliocha incompatible con aquella expresión ingenua y radiante, con el alegre a infantil centelleo de aquellos ojos.
Catalina Ivanovna la hizo sentar frente a Aliocha y besó más de una vez los labios sonrientes de aquella joven como si estuviese enamorada de ella.
–Es la primera vez que nos vemos —explicó, y añadió ilusionada—: Alexei Fiodorovitch, yo quería verla, conocerla, y estaba dispuesta a ir en su busca, pero ella ha acudido a mi primera llamada. Tenía la seguridad de que lo arreglaríamos todo; lo presentía. Me rogaron que renunciara a dar este paso, pero yo preveía el resultado y no me equivoqué. Gruchegnka me ha explicado sus intenciones con todo detalle. Ha venido a mí como un ángel bueno y me ha traído la paz y la alegría.
–Lo que ocurre es que usted no me ha despreciado, mi querida señorita —dijo Gruchegnka con su dulce sonrisa y en tono humilde.
–¡No diga esas cosas, mi encantadora amiga! ¿Despreciarla yo? Voy a besar otra vez ese labio tan lindo. Parece hinchado, pero yo haré que lo parezca más aún… Mire cómo se ríe, Alexei Fiodorovitch. Se le alegra a uno el corazón mirando a este ángel.
Aliocha enrojeció y se estremeció ligeramente.
–Es usted muy generosa, mi querida señorita, pero yo no creo merecer estas muestras de cariño.
–¡No cree merecerlas! —exclamó con la misma vehemencia Catalina Ivanovna—. Ha de saber, Alexei Fiodorovitch, que tiene ideas fantásticas, independientes, pero también un corazón digno, dignisimo. Es noble y generosa, ¿sabe usted, Alexei Fiodorovitch? Pero tuvo una desgracia, se apresuró a sacrificarse a un hombre tal vez indigno, o, por lo menos, ligero. Amaba a un oficial y le entregó todo su ser. De esto hace ya mucho tiempo, cinco años. Y el oficial la olvidó y se casó con otra. Se quedó viudo y entonces le escribió y se puso en camino. Sepa usted que es al único hombre que ha amado. Llega, y de nuevo Gruchegnka es feliz, después de cinco años de sufrimiento. ¿Qué se le puede reprochar, quién puede envanecerse de haber obtenido sus favores? Ese comerciante, ese viejo impotente, era para ella un amigo, un protector. La encontró desesperada, atormentada, abandonada. Quería arrojarse al agua y ese viejo la salvó.
–Me defiende usted con demasiado calor, mi querida señorita; se excede usted un poco —se humilló de nuevo Gruchegnka.
–¿Que yo la defiendo? ¿Quién soy yo para defenderla y qué necesidad de defensa tiene usted? Gruchegnka, querida Gruchegnka, déme su mano. Mire esta manita gordezuela, esta mano deliciosa, Alexei Fiodorovitch. Ella me ha traído la felicidad, ella me ha resucitado. Voy a besarla… Así, así…
Besó tres veces, como enajenada, aquella mano, verdaderamente encantadora pero tal vez demasiado gordezuela. Gruchegnka se dejaba mimar, riendo nerviosamente y sin dejar de observar a su «querida señorita».
«Se exalta demasiado», pensó Aliocha. Y enrojeció. Estaba intranquilo.
–Usted, mi querida señorita, quiere avergonzarme: por eso me besa la mano delante de Alexei Fiodorovitch.
–¿Yo avergonzarla? —dijo Catalina Ivanovna con cierto estupor—. ¡Ah, querida! ¡Qué poco me conoce usted!
–Tampoco usted me conoce a mi, mi querida señorita. Soy peor de lo que usted supone. No tengo corazón; soy caprichosa. He conquistado a Dmitri Fiodorovitch sólo para burlarme de él.
–Pero usted irá a salvarlo: me lo ha prometido. Usted le dirá francamente que desde hace mucho tiempo ama a otro hombre que está dispuesto a casarse con usted…
–¡Ah, no! Yo no le he prometido nada de eso. Es usted quien lo ha dicho, no yo.
–Habré entendido mal —murmuró Catalina Ivanovna, palideciendo ligeramente—. Usted me ha prometido…
–No, no, mi angelical señorita —la interrumpió Gruchegnka con su invariable expresión alegre, placentera, inocente—, yo no le he prometido nada. Ya ve, mi honorable señorita, como soy mala y voluntariosa. Todo lo que me gusta hacer, lo hago. Tal vez es verdad que hace un momento le he hecho la promesa que usted dice, y ahora me pregunto: «¿Y si Mitia volviera a gustarme?» Pues una vez me gustó durante una hora. Acaso vaya a decirle que se quede en mi casa desde hoy… Ya ve si soy inconstante.
–Hace unos momentos hablaba usted de otro modo —dijo Catalina Ivanovna.
–Sí, pero soy una tonta; mi corazón es débil. ¿Qué pasaría si lo compadeciera sólo al pensar lo mucho que lo he hecho sufrir?
–No esperaba que…
–¡Ah, señorita! ¡Cómo resplandece su bondad y su nobleza a mi lado!… Acaso ahora, al conocer mi carácter, deje de quererme. Déme su mano —le pidió cariñosamente, y se la llevó a los labios, con gesto respetuoso—. Voy a besarle la mano, señorita, como usted me la ha besado a mi. Usted me ha dado tres besos. Yo habría de darle trescientos para saldar la cuenta. Así lo haré, y después, sea lo que Dios quiera. Tal vez seré su esclava y la complaceré en todo, aunque no exista ningún convenio ni promesa. Déme su mano, déme su linda mano, mi querida señorita.
Se llevó lentamente la mano a los labios con el propósito de «saldar la cuenta». Catalina Ivanovna no retiró la mano. Había concebido cierta esperanza ante la promesa de Gruchegnka —a pesar de lo vagamente que la había expresado— de «complacerla en todo». La miraba a los ojos con ansiedad y vela en ellos una invariable expresión ingenua y confiada, una alegría serena… «Acaso sea demasiado ingenua», se dijo Catalina Ivanovna al sentir aquella sombra de esperanza. Pero Gruchegnka, después de llevarse lentamente la «linda manecita» a los labios, ni siquiera la rozó con ellos y quedó pensativa, reteniéndola entre las suyas.
De pronto, arrastrando las palabras y con su voz melosa, dijo:
–Lo he pensado bien, ángel mío, y he decidido no besarle la mano.
Y lanzó una alegre risita.
–Como usted quiera —dijo Catalina Ivanovna, estremeciéndose—. ¿Pero qué ha pasado?
–Acuérdese bien de esto: usted me ha besado la mano y yo