a besar la mano de Gruchegnka, ha obedecido al cálculo, a la astucia? No, se sentía realmente prendada de ella, mejor dicho, no de ella, sino de su propio sueño, de su propio anhelo, tan sólo porque este sueño y este anhelo eran suyos. Aliocha, ¿cómo has podido librarte de esas mujeres? Habrás tenido que huir recogiéndote el hábito, ¿no? ¡Ja, ja, ja!
–Dmitri, sin duda no has pensado en la ofensa que has inferido a Catalina Ivanovna al contar a Gruchegnka la visita que te hizo. Gruchegnka ha dicho en la cara a Katia que iba a traficar furtivamente con sus encantos. ¿Puede haber un insulto peor?
La creencia de que su hermano se reía de la humillación sufrida por Catalina Ivanovna atormentaba a Aliocha, aunque estaba completamente equivocado.
–Es verdad —dijo Dmitri, frunciendo las cejas y dándose una palmada en la frente.
Hasta ese instante no había pensado en ello, aunque Aliocha se lo había contado todo: el insulto y el grito de Catalina Ivanovna dirigido a Aliocha, al calificar a Dmitri de hombre despreciable.
–Sí, es verdad —dijo Dmitri—; debí de hablar a Gruchegnka de lo ocurrido aquel «día fatal», como ha dicho Katia. Sí, se lo conté todo: ahora me acuerdo. Fue en Mokroie, mientras cantaban los tziganes. Yo estaba ebrio. Pero lloraba y me humillaba ante la imagen de Katia. Gruchegnka me comprendía y lloraba también… ¿Cómo no había de llorar? Pero entonces lloró y ahora clava un puñal en el corazón. Así son las mujeres.
Y quedó pensativo, con la cabeza baja.
–Sí, soy un miserable —dijo de súbito, tristemente—. Aunque lo contara llorando, el asunto es el mismo. Dile que acepto su apelativo si esto puede consolarla. En fin, dejemos esto. El tema no es precisamente alegre. Sigamos cada cual nuestro camino. No quiero volver a verte hasta que llegue el último momento. Adiós, Alexei.
Estrechó la mano de Aliocha y, sin levantar la cabeza, como un fugitivo, se dirigió a la ciudad a largos pasos. Aliocha le siguió con la mirada. No podía creer que se marchara de veras. En efecto, pronto se detuvo y volvió sobre sus pasos.
–Espera, Alexei: tengo que decirte algo más, algo que sólo tú debes saber. Mírame a la cara. Oye: aquí, aquí, se está fraguando una infamia, algo execrable.
Y al decir « aquí», Dmitri se golpeaba el pecho con expresión extraña, como si la infamia anidara en su corazón o pendiera de su cuello.
–Tú ya me conoces, ya sabes que soy un bribón consumado. Pues bien, te aseguro que por mucho que haya hecho y por mucho que pueda hacer, nada iguala en villanía a la infamia que llevo ahora dentro de mi pecho. La podría reprimir, pero no lo haré: ya lo sabes. Prefiero cometerla. Te lo había contado todo excepto esto. No me atrevía. Podría detenerme y, así, recobrar el día de mañana la mitad de mi honor, pero no renunciaré: se cumplirá mi negro destino. Tú eres testigo de que hablo por anticipado y con plena lucidez. ¡Perdición y tinieblas! ¿Para qué explicártelo? Ya lo sabrás a su tiempo. El lodo es como una furia. Adiós. No reces por mí: ni te merezco ni te necesito. Apártate de mi camino.
Y se alejó, esta vez definitivamente.
Aliocha se dirigió al monasterio… «¿Qué ha dicho? ¿Que no le veré más?» ¡Qué extraño le parecía todo aquello!… «Tendré que ir mañana a buscarlo. ¿Qué habrá querido decir?»
Contorneando el monasterio, se dirigió a la ermita. Le abrieron la puerta aunque no se dejaba entrar a nadie a aquellas horas. Entró en la celda del starets con el corazón palpitante. ¿Por qué se habría marchado? ¿Por qué lo habrían lanzado al mundo? En la ermita todo era paz y santidad; allá abajo sólo había agitación y esas tinieblas donde el hombre se extravía.
En la celda estaban el novicio Porfirio y el padre Paisius. Éste había ido a enterarse del estado del padre Zósimo, que empeoraba por momentos, como supo Aliocha con verdadero espanto. La charla nocturna no se había podido celebrar. Ordinariamente, después del oficio, antes de entregarse al descanso, la comunidad se reunía en las habitaciones del starets. Los religiosos le iban exponiendo en voz alta las faltas cometidas durante el día, sus malos pensamientos, sus tentaciones, incluso sus disputas con otros monjes si las habían tenido. Algunos hacían sus confesiones arrodillados. El starets absolvía, calmaba, aleccionaba, imponía penitencias, bendecía y daba licencia para marcharse. Los enemigos del starets se alzaban contra estas confesiones fraternales: veían en ellas una profanación del sacramento de la confesión, casi un sacrilegio, aunque, en realidad, eran otras cosas. Se argumentaba ante las autoridades diocesanas que tales reuniones, lejos de alcanzar sus fines, eran una fuente de pecados, de tentaciones. Algunos elementos de la comunidad iban a disgusto a estas charlas, y si acudían, era para que no se les tuviera por orgullosos o por rebeldes. Se contaba que algunos monjes se ponían de acuerdo anticipadamente. «Yo diré que me he disgustado contigo esta mañana y tú lo confirmarás.» Procedían así para tener algo que decir y salir del paso. Aliocha sabía que, a veces, las cosas ocurrían de este modo. También sabía que muchos estaban indignados por la costumbre de que las cartas, incluso las de los padres, que llegaban a los religiosos, se entregaran primero al starets, el cual las abría y leía antes que sus destinatarios. Pero entiéndase, esta práctica era voluntaria: los religiosos eran muy dueños de no acatarla o de someterse a ella con humildad edificante. Ciertamente, no estaba exenta de cierta hipocresía. Pero los religiosos más convencidos, los de más edad y experiencia, afirmaban que aquellos que entraban en el monasterio para entregarse sinceramente a Dios hallaban en esta obediencia, en esta abdicación, un provecho saludable, y que los que murmuraban contra tal proceder no tenían vocación y habría sido mejor que se quedaran en el mundo.
–Se debilita, se adormece —murmuró el padre Paisius al oído de Aliocha—. No nos atrevemos a despertarlo. Además, ¿para qué lo hemos de despertar? Ha estado despierto cinco minutos y ha pedido que transmita su bendición a la comunidad, con la súplica de que ruegue a Dios por él. Tiene el propósito de volver a comulgar mañana por la mañana. Se ha acordado de ti, Alexei. Ha preguntado dónde estabas y le hemos dicho que te habías marchado a la ciudad. «Lo bendigo —ha murmurado—. Su puesto está allí, no aquí.» Cuentas con su amor y su solicitud. ¿Comprendes el honor que esto significa para ti? ¿Por qué te asignará un sitio en el mundo? Sin duda, algo presiente en tu destino. Si vuelves al mundo, Alexei, ha de ser para cumplir una misión impuesta por tu starets y no para entregarte a la agitación y a las vanidades de la vida mundana.
El padre Paisius se marchó. Alexei no dudaba de que el fin del starets estaba próximo, aunque aún pudiese vivir un día o dos. Se juró que, a pesar de los compromisos contraídos por su padre, la señora y la señorita Khokhlakov, su hermano y Catalina Ivanovna, no dejaría el monasterio hasta el último momento de la vida del starets. Su corazón ardía de amor, y Aliocha se reprochaba amargamente haber olvidado, mientras permanecía en la ciudad, a aquel ser que había dejado en su lecho de muerte y a quien veneraba por encima de todo. Pasó al dormitorio, se arrodilló y se prosternó junto al lecho. El starets estaba sumido en un apacible reposo; apenas se percibía su respiración; su rostro tenía una expresión serena.
Aliocha volvió a la pieza inmediata, donde aquella mañana se había celebrado la reunión familiar en presencia del starets. Se limitó a quitarse las botas y se tendió sobre el duro sofá de cuero, donde acostumbraba dormir, utilizando sólo una almohada. Hacía mucho tiempo que había renunciado al use del colchón, aquel colchón mencionado por su padre. Además de las botas, sólo se quitaba el hábito, que le servía de cubierta. Antes de acostarse se arrodilló y pidió a Dios, en una ferviente plegaria, que le iluminase; ansiaba volver a sentir la paz interior que experimentaba invariablemente después de haber loado y glorificado al Todopoderoso, cosa que hacía siempre en sus oraciones de la noche. La alegría que entonces se apoderaba de él le proporcionaba un sueño apacible. Mientras rezaba, notó en el bolsillo el sobre de color de rosa que le había entregado la doncella de Catalina Ivanovna cuando corrió tras él hasta alcanzarle. Se sintió turbado, pero ello no le impidió llegar al fin de sus rezos. Cuando hubo terminado, abrió el sobre no sin cierta vacilación. Contenía una carta dirigida a él y firmada por Lise, la hija de la señora de Khokhlakov, la muchacha que se había burlado de él aquella mañana en presencia del starets:
Alexei