que el ayuno riguroso no conduce a nada. Es un modo de razonar impío.
–Es verdad —suspiró el monje de Obdorsk.
–¿Has visto los diablos en ellos? —preguntó el padre Theraponte.
–¿En quién? —preguntó el forastero tímidamente.
–El año pasado, en Pentecostés, fui a las habitaciones del padre abad, y ya no he vuelto. Durante mi visita vi un diablo escondido en el pecho del monje, debajo del hábito: sólo le asomaban los cuernos. Otro monje llevaba uno en el bolsillo, desde donde acechaba con sus vivos ojos, porque yo le daba miedo. Otro religioso daba asilo en sus entrañas impuras a un tercer diablillo. Y; en fin, vi otro suspendido del cuello de un monje, que lo llevaba así sin advertirlo.
–¿De veras los vio usted? —preguntó el forastero.
–Sí, te lo aseguro: los vi con mis propios ojos. Al salir de las habitaciones del padre abad vi otro diablo que se ocultaba de mí detrás de la puerta. Era un mocetón de más de un metro, con un rabo grueso y leonado, cuya punta se había encajado en la rendija de la puerta. Yo cerré el batiente con fuerza y le pillé la punta de la cola. El diablo empezó a gemir y a debatirse. Yo le hice tres veces la señal de la cruz y él reventó como una araña aplastada por un pie. Debe de estar pudriéndose en un rincón; sin duda, apesta; pero ellos ni lo ven ni perciben el olor. Ya hace un año que no voy por allí. Sólo a ti, que eres forastero, te revelo estas cosas.
–Todo eso es horrible. Dígame, bienaventurado y eminente padre: se dice en tierras lejanas que usted está en relación permanente con el Santo Espíritu. ¿Es esto verdad?
–A veces desciende hasta mí.
–¿Bajo qué forma?
–Bajo la forma de un pájaro.
–¿De una paloma?
–No, el que se presenta así es el Espíritu Santo. Yo me refiero al Santo Espíritu, que es diferente. Éste puede descender a la tierra en forma de golondrina, de jilguero, de paro…
–¿Cómo puede usted reconocerlo?
–Lo reconozco cuando habla.
–¿Qué lenguaje emplea?
–El de los hombres.
–¿Y qué le dice?
–Hoy me ha anunciado la visita de un imbécil que me haría una sarta de preguntas tontas. Eres muy curioso, hermano. —Sus palabras son inquietantes, bienaventurado y venerado padre.
El monje de Obdorsk asintió con un movimiento de cabeza, pero en sus ojos, llenos de temor, había aparecido la desconfianza.
–¿Ves ese árbol? —preguntó el padre Theraponte tras una pausa.
–Lo veo, bienaventurado padre.
–Para ti es un olmo, pero para mí es otra cosa.
–¿Qué es? —preguntó el monje con ansiedad.
–¿Ves esas dos ramas? Pues por la noche suelen convertirse en los brazos de Cristo que se tienden hacia mí y me buscan. Yo los veo claramente, y entonces empiezo a temblar. ¡Es algo espantoso!
–¿Espantoso Cristo?
–Una noche me apresará y se me llevará.
–¿Vivo?
–Tú no sabes nada de la gloria de Elías. Se apodera de uno y se lo lleva.
Después de esta conversación, el monje de Obdorsk volvió a la celda que se le había asignado. Estaba perplejo, pero su corazón se inclinaba más hacia el padre Theraponte que hacia el padre Zósimo. Estimaba el ayuno por encima de todo, y no le extrañaba que un ayunador tan extraordinario como el padre Theraponte viera maravillas. Sus palabras parecían absurdas —esto era evidente—, pero Dios sabía lo que significaban. A veces, los más inocentes, inspirados por su amor a Cristo, hablan y obran de un modo todavía más extraño. Le complacía creer sinceramente en el diablo y en su cola apresada, y no como algo alegórico, sino como en una forma material. Además, desde su llegada al monasterio tenía gran prevención contra el staretismo, por considerarlo, como tantos otros, como una innovación nociva. Durante el día que había pasado en el monasterio había escuchado las secretas murmuraciones de ciertos monjes de ideas ligeras que se oponían al staretismo. Además, era un carácter fisgón que sentía una ávida curiosidad por todo. La noticia del nuevo milagro del padre Zósimo le sumió en una profunda perplejidad. Más tarde, Aliocha recordó las continuas apariciones de este curioso huésped entre los religiosos que rodeaban al starets y a su celda, de este monje que se introducia en todas partes, lo escuchaba todo a interrogaba a todo el mundo. Aliocha no le prestó demasiada atención en aquellos momentos, porque tenía otras cosas en qué pensar. El starets, que había tenido que acostarse de nuevo debido a su extrema debilidad, se acordó de pronto de Alexei y reclamó su presencia. Aliocha acudió a toda prisa. Alrededor del enfermo sólo estaban entonces el padre Paisius, el padre José y el novicio Porfirio. El viejo fijó en Aliocha sus fatigados ojos y le preguntó:
–¿Te esperan los tuyos, hijo mío?
Aliocha se turbó.
–¿No lo necesitan? ¿Has prometido a alguno de ellos ir a verlo hoy?
–He prometido ir a ver a mi padre, a mi hermano… y a otras personas.
–Pues vete, vete en seguida y no te preocupes por mi. No moriré sin haber pronunciado ante ti mis últimas palabras. Te las dirigiré a ti, hijo mío, porque sé que tú me quieres. Ve, ve a cumplir tu palabra.
Aliocha se dispuso a obedecer inmediatamente, aunque le dolía alejarse. La promesa de oír las últimas palabras de su maestro, de recibirlas como un legado, le enajenaba de alegría. Se dio prisa, a fin de poder regresar cuanto antes, una vez cumplidos sus compromisos. Cuando salió de la celda, el padre Paisius, que le acompañaba, le dirigió sin preámbulo alguno unas palabras que le impresionaron profundamente:
–Acuérdate siempre, muchacho, de que la ciencia del mundo, que se ha desarrollado extraordinariamente en este siglo, ha disecado nuestros libros santos y, tras un análisis implacable, no ha dejado en ellos nada en pie. Pero los sabios, enfrascados en la labor de disecar las partes, han perdido de vista el conjunto, con una ceguera realmente asombrosa. El conjunto se alza ante ellos tan inquebrantable como antes y el infierno no prevalecerá frente a él. El Evangelio cuenta con diecinueve siglos de existencia y vive tanto en las almas de los hombres como en los movimientos de las masas. Incluso subsiste, siempre inquebrantable, en las almas de los ateos destructores de todas las creencias. Pues esos que reniegan del cristianismo y se revuelven contra él permanecen, en el fondo, fieles a la imagen de Cristo, ya que ni su inteligencia ni su pasión han podido crear para el hombre una pauta superior a la trazada por Cristo. Toda tentativa en este sentido ha fracasado vergonzosamente. Acuérdate de esto, joven, ahora que tu starets te envía al mundo desde su lecho de muerte. Tal vez recordando este gran momento no olvides las palabras que te acabo de dirigir para bien tuyo, pues eres joven, y fuertes las tentaciones del mundo, tan fuertes que acaso tú no tengas la resistencia necesaria para hacerles frente. Y ahora márchate, pobre huérfano.
Dicho esto, el padre Paisius lo bendijo. Reflexionando sobre estos inesperados consejos, Aliocha comprendió que había hallado un nuevo amigo y un guía indulgente en aquel padre que hasta entonces le había tratado con rudo rigor. Sin duda, el starets, al sentirse a las puertas de la muerte, había encargado al padre Paisius el cuidado espiritual de su joven amigo. Aquella homilía atestiguaba el celo con que el religioso cumplía el encargo. El padre Paisius se había apresurado a armar al joven espíritu para la lucha contra las tentaciones, a preservar al alma joven que se le transmitía como un legado, levantando en torno de ella la muralla más sólida que le era posible construir.
CAPÍTULO II
ALIOCHA VISITA A SU PADRE
Aliocha empezó por ir a casa de su padre. Por el camino recordó que Fiodor Pavlovitch le había recomendado el día anterior que procurase entrar sin que Iván le viera.
«¿Por qué? —se preguntó—. Aunque me quiera hacer alguna