tú vete —dijo a Aliocha secamente—. Hoy no tienes nada que hacer en mi casa.
Aliocha se acercó a él para despedirse y le dio un beso en el hombro.
–¿Qué significa eso? —preguntó Fiodor Pavlovitch, sorprendido—. ¿Crees acaso que no nos vamos a ver más?
–No, no; lo he hecho sin pensar en nada.
–Yo también he hablado por hablar —dijo el viejo mirándole. Y gritó a sus espaldas—: ¡Oye, oye; vuelve pronto! ¡Te daré una sopa de pescado estupenda, no como la de hoy! Ven mañana, ¿oyes?
Apenas se hubo marchado Aliocha, volvió al aparador y se bebió medio vaso de coñac.
–¡Basta ya! —gruñó entre resoplidos.
Cerró el aparador y se guardó la llave en el bolsillo. Después, ya en el límite de sus fuerzas, se fue a la cama y en seguida se durmió.
CAPÍTULO III
ENCUENTRO CON UN GRUPO DE ESCOLARES
«Ha sido una suerte que mi padre no me haya hecho ninguna pregunta sobre Gruchegnka —se decía Aliocha mientras se dirigía a casa de la señora de Khokhlakov—. Si me hubiese preguntado, no habría tenido más remedio que contarle lo que pasó ayer.»
Juzgaba, no sin pesar, que durante la noche los adversarios habrían tomado fuerzas y sus corazones se habrían endurecido.
«Mi padre es irascible y malo. Continúa aferrado a su idea. Dmitri es también un intransigente y debe de tener algún plan. Es necesario que lo vea hoy mismo.»
Pero las reflexiones de Aliocha fueron interrumpidas por un incidente que, a pesar de su poca importancia, no dejó de impresionarle. Cuando estaba cerca de la calle de San Miguel, paralela a la Gran Vía, de la que está separada por un riachuelo —nuestra ciudad está llena de riachuelos—, distinguió en la parte baja, junto al puentecillo, un pequeño grupo de escolares de nueve a doce años como máximo. Regresaban a sus casas después de las clases. Unos llevaban la cartera en bandolera y otros a la espalda a modo de mochila; algunos llevaban abrigo; otros, una simple chaqueta. No faltaban los que llevaban botas con vueltas, esas botas que a los padres acomodados les gusta que exhiban sus mimados hijos. El grupo discutía acaloradamente, al parecer reunido en consejo. A Aliocha le habían encantado siempre los niños —como había demostrado en Moscú—, y aunque sus preferidos eran los pequeñuelos de no más de tres años, los escolares de diez a once también le atraían. De aquí que, a pesar de sus preocupaciones, decidiera abordarlos y entablar conversación con ellos. Al acercarse vio que tenían las caras congestionadas y una o dos piedras en la mano cada uno. Al otro lado del riachuelo, que se hallaba a unos treinta pasos, apoyada la espalda en una cerca, había otro colegial, con la cartera al costado. Tendría diez años a lo sumo. En su pálido semblante había una expresión de odio. Sus negros ojos llameaban. No apartaba la vista de sus camaradas —el grupo de seis escolares—, con los cuales estaba evidentemente enojado. Aliocha se acercó al grupo y, dirigiéndose a un muchacho de pelo rubio y rizado y cara colorada, que llevaba una chaqueta negra, le dijo:
–Cuando yo iba al colegio llevaba la cartera en el lado izquierdo. Así la podía abrir y cerrar con la mano derecha.Tú la llevas en el lado derecho, lo que me parece una incomodidad. Aliocha, aunque sin pensarlo, había iniciado la conversación con esta alusión a un detalle práctico. No debe proceder de otro modo el adulto que desee atraerse la confianza de un niño, y especialmente de un grupo de niños. Instintivamente, Aliocha había comprendido que había que hablar con toda seriedad y de cosas corrientes, a fin de colocarse en un plano de igualdad con aquellos muchachos.
–Es que es zurdo —contestó inmediatamente otro, que debía de frisar en los once años y cuya mirada expresaba resolución. Los otros cinco miraron a Aliocha.
–Tira las piedras con la mano izquierda —observó un tercero.
En este momento pasó una piedra junto a los niños, rozando al zurdo. Afortunadamente, aunque arrojada con destreza y vigor, no había dado en el blanco. La había lanzado el niño que estaba al otro lado del riachuelo.
–¡Hala, Smurov! —gritaron todos—. ¡A él!
El zurdo no necesitó más para replicar al agresor debidamente. Su piedra fue a dar en el suelo, lejos del objetivo. El adversario respondió con un guijarro que alcanzó a Aliocha en un hombro. A pesar de que el chiquillo estaba a treinta pasos de distancia, se veía que llevaba llenos de piedras los bolsillos de su gabán.
–Le ha tirado a usted porque usted es un Karamazov –dijeron los del grupo echándose a reír—. ¡Todos a la vez! ¡Fuego!
Volaron seis piedras al mismo tiempo. Alcanzado en la cabeza por una de ellas, el chiquillo cayó, pero se levantó al punto y respondió furiosamente. El bombardeo fue continuo por ambas partes. Casi todos los del grupo llevaban también los bolsillos llenos de piedras.
–¿No os da vergüenza, muchachos? —exclamó Aliocha—. ¡Seis contra uno! Lo vais a matar.
Y corrió a situarse delante del grupo, exponiéndose a los proyectiles, con objeto de proteger al muchacho del otro lado del río. Tres o cuatro suspendieron el combate momentáneamente.
–¡Es él quien ha empezado! —gritó agriamente el chico que llevaba una blusa roja—. Hace un rato, cuando estábamos en clase, ha herido a Krasotkine con un cortaplumas. Le ha hecho sangre. Krasotkine no ha querido decírselo al profesor. Hay que darle una paliza.
–¿Por qué, si a vosotros no os ha hecho nada?
–Además, le ha dado a usted una pedrada en el hombro —gritó uno de los niños—. Ahora le está mirando a usted para tirarle una piedra. ¡Hula! Todos contra él. ¡No falles, Smurov!
El bombardeo se reanudó, esta vez implacable. El combatiente solitario recibió una pedrada en el pecho. Lanzó un grito, se echó a llorar y huyó cuesta arriba, hacia la calle de San Miguel. Uno del grupo gritó:
–¡«Barbas de Estropajo» ha tenido miedo y ha echado a correr!
–Usted no sabe, Karamazov, lo traidor que es. Matarlo sería poco.
–¿Es un soplón?
Los chicos cambiaron miradas burlonas.
–Si va usted por la calle de San Miguel —continuó el mismo muchacho—, atrápelo. Mire: se ha parado y le está mirando. Le espera.
–Sí, le está mirando —dijeron los demás.
–Pregúntele si le gustan los estropajos de cáñamo. No deje de preguntárselo.
Todos los chicos se echaron a reír. Aliocha se quedó mirándolos y los niños lo miraron a él.
–No vaya; le hará algo malo —dijo noblemente Smurov.
–Amigos míos, no le hablaré de estropajos de cáñamo, pues sin duda es lo que vosotros le decís para mortificarlo. Lo que haré es procurar enterarme por él mismo de por qué le odiáis tanto.
–¡Entérese, entérese! —gritaron los niños entre risas.
Aliocha cruzó el riachuelo por el puentecillo y subió la cuesta bordeando la empalizada, en direción al detestado colegial.
–¡Cuidado! —le gritó uno de los del grupo—. ¡Mire que no le teme! ¡Le atacará a traición como a Krasotkine!
El chico le esperaba sin moverse. Cuando llegó cerca de él, Aliocha se encontró ante un niño de nueve años, débil, endeble, de rostro ovalado, pálido y enjuto, cuyos ojos, oscuros y grandes, le miraban con odio. Llevaba un viejo abrigo que se le había quedado corto. Parte de sus brazos sobresalían de las mangas. En su pantalón, a la altura de la rodilla, había un gran remiendo, y en su zapato derecho, sobre el dedo pulgar, un agujero disimulado con tinta. Los bolsillos del abrigo reventaban de piedras. Aliocha se detuvo a dos pasos de él y le miró con expresión interrogadora. El rapaz, deduciendo de la mirada de Aliocha que éste no tenía intención de pegarle, se envalentonó y fue el primero en hablar.
–¡Yo solo contra