esto hasta nueva orden. Se dice que las cartas no ruborizan. ¡Qué error! Estoy segura de que en este momento tanto usted como yo estamos como la grana. Querido Aliocha, le amo, le amo desde mi infancia, desde Moscú, desde cuando usted era muy diferente de como ahora es. Mi corazón lo ha elegido para que nos unamos y acabemos juntos nuestros días. Pero es condición precisa que deje usted el monasterio. Respecto a nuestra edad, esperaremos el tiempo que la ley exige. Transcurridos estos años, yo ya estaré curada y bailaré. Sobre esta cuestión no hay la menor duda.
Ya ve que lo tengo todo pensado, pero hay algo que no me puedo imaginar: lo que usted pensará de mí al leer estas líneas. Esta mañana me he reído y he bromeado hasta enojarle, pero le aseguro que antes de coger la pluma he orado ante la imagen de la Virgen y ha faltado poco para que me echara a llorar.
Mi secreto está en sus manos. Cuando usted venga mañana a verme, no sé si me atreveré a mirarle. Dígame, Alexei Fiodorovitch: ¿qué pasará si, al verle, no puedo contener la risa como me ha sucedido esta mañana? Me tomará usted por una burlona despiadada y dudará de la sinceridad de mi carta. Por eso le ruego, querido, que no me mire demasiado directamente a la cara cuando venga: podría echarme a reír al verle metido en ese hábito tan largo. Sólo de pensarlo se me hiela el corazón. Le ruego que al principio dirija usted la vista a mi madre y a la ventana.
Ya ve usted: le he escrito una carta de amor. ¿Qué he hecho, Dios mío? Aliocha, no me desprecie. Si he obrado mal y le causo algún trastorno, perdóneme. Ahora mi reputación, tal vez perdida, está en sus manos.
Seguro que hoy lloraré. Adiós, hasta nuestra terrible entrevista.
LISE.
P. D.: Aliocha, no deje de venir, no falte.
Aliocha leyó dos veces esta carta sin salir de su sorpresa. Se quedó pensativo. Al fin sonrió dulcemente. Se estremeció: esta sonrisa le pareció una falta. Pero un momento después apareció de nuevo en sus labios la sonrisa de felicidad. Guardó la carta en el sobre, hizo la señal de la cruz y se acostó. En su alma había renacido la calma.
«Señor, perdónalos a todos. Protege a esos desgraciados, a esos seres inquietos. Guíalos, manténlos en el buen camino. Tú que eres el Amor, concédeles a todos la alegria.»
Y Aliocha se sumió en un sueño apacible.
SEGUNDA PARTE
LIBRO IV: ESCENAS
CAPÍTULO PRIMERO
EL PADRE THERAPONTE
Aliocha se despertó antes del alba. El starets ya no dormia y se sentía muy débil. Sin embargo, quiso levantarse y sentarse en un sillón. Conservaba la lucidez. Su rostro, aunque consumido, reflejaba un gozo sereno; su mirada alegre, bondadosa, atraía.
–Tal vez no vea el final de hoy.
Quiso confesarse y comulgar en seguida. Su confesor habitual era el padre Paisius. Después le administraron la extremaunción. Acudieron los religiosos. La celda se fue llenando poco a poco. Había amanecido. Después del oficio, el starets quiso despedirse de todos y a todos los abrazó. Como la celda era tan poco espaciosa, los que llegaban primero tenían que salir para que pudieran entrar los otros. El starets volvió a sentarse y Aliocha permaneció a su lado. Hablaba a instruía en la medida que le permitían sus fuerzas. Su voz, aunque débil, era todavía muy clara.
–Después de instruiros con mis palabras durante años, esto se ha convertido en mí en una costumbre tan inveterada, que, a pesar de lo débil que estoy, mis queridos padres, callar sería para mi más penoso que hablaros.
Así bromeaba el starets, mirando con ternura a los que se apiñaban en torno de él. Aliocha se acordó en seguida de algunas de sus palabras. Aunque la voz del padre Zósimo conservaba la claridad y cierta firmeza, su discurso resultó bastante deshilvanado. Habló mucho, como si en aquellos últimos momentos quisiera manifestar todo lo que no había podido decir durante su vida. Su propósito era no sólo instruir, sino compartir con todos su alegría y las delicias de su éxtasis, y expansionar por última vez su corazón.
–Amaos los unos a los otros, padres míos —decía (según los recuerdos de Aliocha)—. Amad al pueblo cristiano. Nosotros no somos más santos que los laicos por el mero hecho de haber venido a encerrarnos entre estos muros; al contrario, todos los que están aquí demuestran, por el mero hecho de su presencia, y así deben reconocerlo, que son peores que los demás hombres… Y cuanto más viva el religioso en su retiro, más claramente habrá de ver esta verdad. De otro modo, no valdría la pena que hubiera venido aquí. Cuando comprenda que no sólo es peor que todos los laicos, sino culpable de todo y hacia todos, culpable de todos los pecados colectivos a individuales, cuando esto suceda, y solamente cuando suceda, habremos conseguido la finalidad de nuestra unión. Pues han de saber, padres míos, que nosotros, seguramente, somos culpables aquí abajo de todo y hacia todos, no solamente a través de la falta colectiva de la humanidad, sino también de las faltas de cada hombre frente a todos sus semejantes. Este conocimiento de nuestra culpa es la coronación de la carrera religiosa, como es, por lo demás, la de todas las carreras humanas. Pues el religioso no es un ser aparte, sino la imagen de lo que deberían ser todos los hombres. Sólo cuando tengáis conciencia de ello, vuestro corazón se sentirá penetrado de un amor infinito, universal, insaciable. Entonces cada uno de vosotros será capaz de conquistar el mundo entero con su amor y de borrar los pecados con sus lágrimas. Que cada cual penetre en sí mismo y se confiese incansablemente. No temáis por vuestro pecado, por convencidos que estéis de él, con tal que os arrepintáis…, pero no pongáis condiciones a Dios. Os digo una vez más que no os enorgullezcáis ante los pequeños ni ante los grandes. No odiéis a los que os rechazan y os deshonran, os insultan y os calumnian. No odiéis a los ateos, a los maestros del mal, a los materialistas; no odiéis ni a los peores de ellos, pues muchos son buenos, sobre todo en vuestra época. Acordaos de ellos en vuestras oraciones: Decid: «Salva, Señor, a esos por los que nadie ruega; salva a esos que no quieren rogar por Ti.» Y añadid: «No te dirijo este ruego por orgullo, Señor, pues yo soy tan vil como todos ellos…» Amad al pueblo cristiano, no abandonéis vuestro rebaño a gentes extrañas, pues si os adormecéis en vuestros afanes, de todas partes vendrán a robar vuestro ganado. No os canséis de explicar al pueblo el Evangelio. No os entreguéis a la avaricia. No os dejéis seducir por el oro y la plata. Tened fe, mantened en alto y con mano firme vuestro estandarte…
El starets no se expresó exactamente así, sino de un modo más confuso. La exposición anterior se basa en las notas que Aliocha tomó acto seguido. A veces, el padre Zósimo se detenía como para tomar fuerzas. Jadeaba y permanecía en una especie de éxtasis. Todos le escuchaban con afecto, aunque a algunos les sorprendieran sus palabras y les parecieran oscuras. Después, todos las recordaron.
Aliocha dejó la celda por un momento y quedó sorprendido ante la agitación general, ante la actitud de espera de toda la comunidad hacinada en la celda del starets y en torno de ella. Esta espera era en algunos ansiosa y en otros grave y serena. Todos daban por seguro que se produciría algún prodigio inmediatamente después de la muerte del starets. Aunque esta creencia tenía un algo de frivolidad, incluso los monjes más severos participaban en ella. El semblante más grave era el del padre Paisius.
Aliocha había salido de la celda porque un monje le dijo de parte de Rakitine que éste le traía una carta de la señora de Khokhlakov. En ella la dama daba una noticia que llegaba con gran oportunidad. El día anterior, entre las mujeres del pueblo que habían acudido a rendir homenaje al starets y recibir su bendición, figuraba una viejecita de la localidad, Prokhorovna, viuda de un suboficial, que había preguntado al starets si se podía incluir en los rezos por los difuntos a su hijo Vasili, que se había trasladado a Siberia, a Irkutsk, por asuntos del servicio, y del que no tenía noticias desde hacía un año. El starets se lo había prohibido severamente, diciéndole que semejante proceder sería poco menos que un acto de brujería. Pero, indulgente ante la ignorancia de la pobre vieja, había añadido unas palabras de consuelo «como si leyera en el libro del porvenir» —así se expresaba la señora de Khokhlakov—. El starets había dicho a la viejecita que su hijo vivía, que no tardaría en llegar o en escribirle, y que ella, por lo tanto, no tenía más que esperarle en