Федор Достоевский

El Idiota


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alegro de ver que es usted cortés y no tan…, tan original como me habían dicho. Ea, siéntese así, frente a mí —dijo la generala cuando entraron en el comedor, señalando un asiento al príncipe—. Quiero verle bien. Alejandra, Adelaida, ocupaos del príncipe. ¿No es cierto que dista mucho de estar tan… enfermo? Tal vez no sea necesario ponerle la servilleta al cuello… Diga, príncipe: ¿le ponen una servilleta bajo la barbilla cuando se sienta a comer?

      –Creo que se hacía así cuando yo tenía siete años; pero ahora, cuando como, despliego la servilleta sobre las rodillas.

      –Como debe ser. ¿Y los ataques?

      –¿Los ataques? —repitió Michkin con cierta sorpresa—. Actualmente sólo los sufro rara vez. Pero en adelante no sé. Me han dicho que este clima me sentaría peor.

      Lisaveta Prokofievna continuaba inclinando la cabeza después de cada palabra del visitante.

      –Habla bien —hizo notar a sus hijas—. Estoy sorprendida. Así que todo eran necedades y mentiras, como siempre… Coma, príncipe, y relátenos su vida. ¿Dónde nació usted? ¿Dónde le educaron? Quiero saberlo todo: me interesa usted mucho.

      Michkin le dio las gracias y mientras comía con excelente apetito recomenzó la narración hecha ya varias veces durante aquella mañana. La generala estaba cada vez más satisfecha. Las muchachas escuchaban con bastante atención. Se trató de averiguar qué parentesco existía entre ellos. El príncipe conocía bastante bien la serie de sus antepasados, pero del cotejo de los respectivos árboles genealógicos resultó que el parentesco entre él y la generala era casi nulo. Sus respectivos abuelos y abuelas hubieran podido considerarse primos lejanos a lo sumo. Esta árida conversación agradó mucho a Lisaveta Prokofievna, a quien le placía hablar de sus antepasados sin que casi nunca se le presentara ocasión de hacerlo. En consecuencia estaba de muy buen humor cuando se levantó de la mesa.

      –Venga a nuestro saloncito —dijo— y nos llevarán el café allí. Tenemos una habitación común —explicó al príncipe mientras salían del comedor—: mi saloncito, en el que todas nos reunimos y nos ocupamos en nuestros quehaceres cuando estamos solas. Alejandra, mi hija mayor, toca el piano, cose o lee; Adelaida pinta paisajes y retratos (y nunca concluye ninguno) y Aglaya no hace nada. Yo tampoco hago casi nada: nunca termino ninguna labor. Ya hemos llegado, príncipe. Ahora siéntese junto al fuego y cuéntenos algo. Deseo ver en qué forma sabe relatar. Quiero convencerme de sus aptitudes y, así, cuando vea a la anciana princesa Bielokonsky le hablaré de usted. Me propongo que todos se interesen en su favor. Vamos, cuente.

      –¿No comprendes que es muy original contar una historia así, maman? —observó Adelaida preparando su caballete y tomando sus pinceles y su paleta para trabajar en un cuadro comenzado largo tiempo atrás.

      Alejandra y Aglaya se sentaron en un mismo divancito y, cruzándose de brazos, se dispusieron a escuchar la conversación. El príncipe notó que era objeto de la atención general.

      –Si se me pidiese de ese modo, yo no contaría nada —dijo Aglaya.

      –¿Por qué no? ¿Qué hay de extraño en ello? ¿Por qué no había el príncipe de contarnos algo? ¡Para eso tiene lengua! Quiero saber cómo habla. Vaya, díganos alguna cosa. Explíquenos qué le ha parecido Suiza, cuál fue su primera impresión… Veréis qué pronto empieza y cómo se explica bien.

      –La impresión que sentí fue muy fuerte… —comenzó Michkin.

      –¿Veis, veis? ¡Ha empezado! —exclamó la generala dirigiéndose a sus hijas.

      –Al menos déjale hablar, maman —repuso Alejandra—. Este príncipe podrá ser un gran socarrón, pero no un idiota —añadió, en un cuchicheo, al oído de Aglaya.

      –Hace rato que me lo parece así —contestó Aglaya—. Y es muy desagradable verle desempeñar esta comedia. ¿Qué interés le moverá?

      –La primera impresión fue muy fuerte —repitió Michkin—. Cuando me condujeron al extranjero, mientras atravesábamos las diferentes ciudades de Alemania, yo me limitaba a mirarlo todo en silencio. Recuerdo que no hacía pregunta alguna. Acababa de sufrir una serie de ataques muy violentos y cada uno más que sufría, cada recrudecimiento de mi enfermedad, tenía la virtud de sumirme en una atonía completa. Entonces perdía la memoria en absoluto, y aunque mi espíritu permanecía despierto, el desarrollo lógico de mi pensamiento quedaba interrumpido, si vale la expresión. No me era posible unir entre sí más de dos o tres ideas. Cuando los accesos pasaban, me sentía tan bien y tan fuerte como ustedes me ven ahora. Recuerdo que sentía una tristeza insoportable, que tenía ganas de llorar, que estaba siempre inquieto y, en cierto modo, como asombrado. Me encontraba extraño a cuanto veía. Sí, extraño de un modo que me anonadaba. Y me acuerdo de que ese marasmo se disipó del todo al llegar a Basilea, en Suiza. La circunstancia que lo eliminó fue el hecho de escuchar el rebuzno de un asno que se hallaba tendido en el suelo, en la plaza del mercado. El asno me impresionó extremadamente; su vista me causó, no sé por qué, un placer extraordinario… Y mi cerebro recobró en el acto su lucidez.

      –¿Un asno? ¡Qué raro! —observó la generala. Pero luego, mirando con irritación a sus hijas, que habían comenzado a reír, añadió—: Aunque, después de todo, no tiene nada de raro. Muchas personas sienten cariño hacia los asnos. Eso se veía ya en los tiempos mitológicos. Diga, príncipe.

      –Desde entonces siento gran afecto por los jumentos, casi simpatía. Comencé a informarme sobre ellos, ya que antes no los conocía en absoluto. No tardé en comprobar que son animales muy útiles, laboriosos, robustos, pacientes y económicos. En resumen, aquel asno me hizo tomar cariño a toda Suiza y mi tristeza desapareció como por encanto.

      –Todo eso es bastante extraño… Pero dejemos el pollino y pasemos a otro tema. ¿Por qué te ríes, Aglaya? ¿Y tú, Adelaida? El príncipe ha hablado del pollino con mucha elocuencia. Lo ha visto personalmente. Y tú, en cambio, ¿qué has visto en tu vida? ¿Acaso has estado siquiera en el extranjero?

      –Yo también he visto asnos, maman —dijo Adelaida.

      –Y yo he oído a uno —añadió Aglaya.

      Hubo nuevas risas, a las que el príncipe se sumó.

      –Esta actitud está muy mal en vosotras —dijo la generala—. Perdónelas, príncipe. Aunque se ríen, son buenas muchachas. Siempre estoy discutiendo con ellas, pero las quiero mucho. Son frívolas, atolondradas, locas…

      –Yo hubiera hecho lo mismo en su lugar —aseguró Michkin, risueño—. Pero, eso aparte, el jumento es un ser bueno y útil.

      –Y usted, príncipe, ¿es bueno también? —interrogó la generala—. Sólo se lo pregunto por curiosidad…

      Aquella interrogación produjo un nuevo estallido de carcajadas.

      –¡Otra vez se acuerdan de ese maldito asno! —exclamó Lisaveta Prokofievna—. ¡Y yo que no pensaba en él para nada! Crea, príncipe, que no he tratado de hacer ninguna…

      –¿Alusión? ¡Oh, lo creo!

      Y el príncipe rio de todo corazón.

      –Hace bien en reírse. Ya veo que es usted un buen muchacho —dijo la generala.

      –No tan bueno a veces —denegó Michkin.

      –Yo soy buena también —aseveró inopinadamente la Epanchina— y, si quiere creerme, incluso le diré que soy buena siempre. Es mi único defecto, porque no se debe ser buena en todas las ocasiones. Me disgusto a veces con mis hijas y con mi marido; pero lo más lamentable es que nunca soy más buena que cuando estoy enfadada. Así, antes de entrar usted, yo me había irritado y adoptado el aire de no comprender ni poder comprender nada. Eso me pasa a veces: soy como una niña. Aglaya me dio una lección. Te la agradezco, Aglaya. En fin, todo esto no tiene importancia. Yo no soy tan necia como pudiera creerse y como mis hijas quisieran dar a entender. No me falta carácter y no soy vergonzosa. Lo digo sin mala intención. Ven aquí y dame un beso, Aglaya. Basta, basta —dijo a Aglaya que le besaba con sincero cariño el rostro y las manos—. Continúe, príncipe. ¿Se acuerda