Jose Maria de Pereda

Peñas arriba


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porque estos suelos de castaño viejo son fríos como ellos solos... ¿eh? Pues esta lacenuca, o como la llaméis vosotros «allá», a la cabecera de la cama, para poner la luz encima y meter adentro... ¿ves? el ingrediente éste, no pienso yo que te estorbe... ni tampoco esta sillona del rincón... ven acá, ven acá a verla... Como somos mortales y nadie está libre de un apuro, y las noches son tan largas ahora, y los carrejos tan obscuros y tan fríos y no los conoces tú mayormente... En fin, no hay que decirte más. Pues bueno: aquí tienes perchas, con su guardapolvo correspondiente, clavadas en la pared... y en la de enfrente ese armario desocupado, en que puedes meter una tienda de ropa... Me parece,¡pispajo! que por mucha que traigas, entre él y la cómoda y las perchas, con sobras te ha de caber... Para tus rezos, porque alguno usarás, como buen cristiano que eres, al meterte en la cama y al salir de ella, ahí tienes, a la cabecera, a Dios Nuestro Señor en cruz, y la benditera al lado, con su agua correspondiente, y su ramuco de laurel bendito, por si quieres rociarla por el cuarto; porque el demonio no descansa un punto, y se cuela por el ojo de una cerradura. Aquí el palanganero con todos los avíos de limpieza... y todavía sobra campo para otro tanto más... Y con esto, lo dicho: en tu casa estás. Lo que te estorbe, fuera con ello; si algo deseas y no lo tienes, pídelo, que, como lo haya a mano, tuyo será... Y ahora te dejo en paz y a tus anchuras. Cuando acabes, avisa, que en la cocina estamos.

      Y se fue, zarandeando el farol en una mano y requiriendo con la otra el abrigo que se le deslizaba de los hombros; pero tosiendo mucho y muy anheloso de respiración. Aquel cuerpo caduco y herido de muerte ya, no podía resistir sin grandes quebrantos y protestas los ajetreos en que le empeñaba la vivacidad del espíritu encerrado en él.

      Mientras anduve trajinando en aquél mi aposento, pensé mucho, y no todo de color de rosa. La última parte de mi viaje, de noche y lloviznando; los pasillos negros de la casona; la cocina tan grande, tan oscura al principio, de tan extraño aspecto después a la luz de la enorme fogata; el pelaje y las cosas de mi tío; la mujer gris aparecida de repente; el tenebroso páramo del comedor, explorado a la luz mortecina del farolillo de cuatro cristales empañados por la roña; el silencio de «afuera»... peor que el silencio absoluto: un rumor lejano e intermitente, bronco, algo por el estilo del que puso espanto en el esforzado pecho de Don Quijote cierta noche en las proximidades de Sierra Morena, y el otro silencio de la casa en cuanto cesaba de hablar mi tío, me habían impresionado de mala manera. Lo mejor del cuadro era mi habitación, amplia, sin llegar a lo enorme, como su colindante y la cocina, blanca y bien provista de muebles; pero ¡qué frío se sentía en ella! ¡Y aún no había empezado el mes de noviembre! Instintivamente palpé el espesor de las ropas de mi cama; y aunque era muy considerable, retiré la colcha de damasco rojo y puse en su lugar mi pesada manta de viaje en dos dobleces. Sentía los pies helados, y me calcé unas zapatillas forradas de piel; y no me envolví el cuerpo en un abrigo ruso de que iba provisto, porque estaba resuelto a darme otro chamuscón en la cocina inmediatamente. En lo que llamaba sala mi tío, además de la puerta que comunicaba con el comedor, había otras dos que debían corresponder a otras tantas fachadas de la casa. Por curiosidad abrí el ventanillo o «cuarterón» de una de las hojas del claro más próximo a mí, y todo lo vi negro, negrísimo, al través de un mezquino cristalejo; abrí después la hoja entera, que daba a un balcón con repisas de piedra, y aún me pareció más negro que antes lo que de este modo se veía. En cambio, los rumores que desde adentro se percibían lejanos y con intermitencias, desde allí resultaban continuos, más acentuados y más próximos. Debía producirlos el río despeñándose a corta distancia de la casona. A este murmurio incesante que casi era bramido ya, servía de fastidioso acompañamiento el golpeteo de la lluvia, vertida en el suelo por las canales del tejado. Me daba esta «música» gran tristeza y cerré la puerta del balcón más que de prisa.

      Al salir a la salona con el candelero en la mano, me encontré con la mujer gris ocupada en poner la mesa, a la luz de un velón de tres mecheros, colgado de un listón de madera, sujeto por una de sus extremidades a una vigueta del techo. No era antipática, ciertamente, la cara de aquella sirviente; y bien mirada, hasta se hallaban en ella vestigios de haber sido guapa en sus mocedades. Expresábase con un laconismo que tenía ciertos matices clásicos, y respondía con agrado a las preguntas que me arriesgué a hacerla, por hablar de algo y alegrar un poco el tedioso colorido de mis ideas. Así supe que se llamaba Facia; que desde muy joven servía en casa de mi tío y que en ella pensaba morir, si esa era la voluntad de su amo, a quien quería y respetaba como a padre y señor, y aun con eso no le pagaba bastante los grandes beneficios que le debía. Él y su señora la habían recogido huérfana y desamparada, dándola desde entonces buena enseñanza y poco trabajo, pan abundante, y lo que vale más que eso, cariño y sombra. Todo esto me lo iba declarando como a la descuidada, en periodos cortados y sin mirarme a la cara, pero reflejando en la suya cierta expresión de dulzura melancólica que la hacía muy interesante, mientras se movía lentamente de acá para allá, poniendo aquí un plato después de pasarle con un lienzo blanquísimo, y allí un vaso o un tenedor. De este modo, y echando yo la conversación hacia ese lado, llegó a decirme que su amo había tenido siempre una salud «de fierru», hasta que una noche, pocos meses hacía, después de una semana de resfriado que no le privó de andar por el mundo, se había despertado «ajuegándose de anseo, con un jirvor de pecho, un color de cera en la cara, y un mirar de espanto en los ojos que desaflegía». Salió de aquello, pero para no levantar cabeza. «Tristezón y acobardao», ya era otro hombre. La tos le sofocaba de noche, y se pasaba en vilo la mitad de ellas. «Entróle malenconía» de las más negras; y si llego a no acudir yo a su lado, se va «como los sospiros». «Con ello y con too», Dios sabía hasta dónde llegaría el carro sin atollarse para siempre.

      Y la pobre mujer, con los ojos empañados, apenas hallaba voz en su garganta para decirme esto. ¡A buena puerta había llamado yo para curarme de tristezas!

      Agravadas las que había sacado de mi habitación con el contagio de las de Facia, apartéme de ella con dos fórmulas de consuelo, que para mí hubiera querido yo, y fuime en derechura a la cocina.

       Índice

      Estaba allí mi tío, sentado en el sillón de cabecera, y a su izquierda, en el banco que le seguía inmediatamente, un señor Cura muy corpulento, con balandrán de paño, gorro de terciopelo raído, y entre manos una cachavona muy recia; frontero a los dos, con la lumbre entre ambos, otro personaje más corpulento aún que el señor Cura, de cabeza canosa y gorda, cara cetrina y ojos muy saltones; en el mismo banco, pero a respetuosa distancia de este sujeto, Chisco secándose el barro de sus perneras a la lumbre; y junto a ella, y acurrucada en el suelo sin estorbar a nadie, con una cuchara de palo en la mano derecha, y en la izquierda el mango de una sartén colocada sobre las trébedes, una mocetona de ojos azules, hermoso y abundante pelo rubio y cuerpo bien metido en carnes.

      Al aparecer yo en la cocina, cesó el recio clamoreo de la empeñada conversación que me había parecido disputa desde el pasadizo inmediato, y todas las personas del grupo se encararon conmigo de repente. Descubríme yo entonces y avancé algunos pasos hacia la meseta del fogón.

      —¡Hola, hola!—exclamó mi tío al verme—. Ya vienes en busca de la gracia de Dios, ¿eh? Me alegro, hombre, me alegro... A ver, toma, cógele... Bien que tú no puedes, porque estás ocupada... Tú, Chisco, cógele ese candelero que trae en la mano... Vaya—añadió mirando alternativamente al Cura y al hombrón del otro banco—, aquí le tenéis ya: éste es mi sobrino Marcelo, el hijo de mi difunto hermano Juan Antonio. ¿Eh? ¿Qué tal? ¿Qué hay que pedirle en estampa ni en ropaje?... Mira—me dijo a mí—, estos señores vienen a visitarte...

      Entonces se enderezaron a una los aludidos, que me parecieron dos gigantes, particularmente el seglar, que metía la cabeza hasta los hombros dentro de la campana de la chimenea; pero ni el Cura se quitó el gorro, ni el otro el chambergazo con que tapaba una parte mínima de la blanquísima greña que se le desbordaba por todo el perímetro de la cabezota. Me dieron sendos apretones de manos, que me hicieron ver las estrellas; y mientras volvían a sentarse, a mis ruegos, y me sentaba yo también a los de mi tío entre él y el señor Cura, continuó