Jose Maria de Pereda

Peñas arriba


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      Dentro de todo este marco, que parecía una contradanza de colosos encapuchados, se extendía una tierra de labor tijereteada en pedazos, de pradera y de boronales, los primeros de un verde aterciopelado, y los segundos con la nota pajiza que les daban los tallos secos, aún no cortados, del maíz recién cogido. Entre mi observatorio y esta mies, que descendía en rampa hacia los montes de enfrente, y muy inclinada al mismo tiempo hacia el río, un pedregal erizado de malezas y surcado de senderos y camberas de comunicación con el pueblo, cuyas casitas se veían, hechas un rebaño, en lo más alto de la mies, con la iglesia en medio, que parecía, y lo era en sustancia, su pastor. En todos aquellos edificios, con las fachadas muy lavaditas y las puertas y ventanas de par en par, veía yo otras tantas caras de seres desdichados y enfermizos, con la boca y los ojos muy abiertos, ávidos de aire y de luz que les iban faltando. Y entre aquellas caras las había de varias expresiones, desde el patético compasible, hasta el cómico y el grotesco. Daba gana de echar a algunas de ellas una limosna, para calmarles las angustias del estómago, o un sombrero de desecho para sustituir la ruinosa chimenea, y a todas un asidero para sostenerse, sin rodar hasta el monte, en la postura violenta en que yo las veía.

      Tan embebido me hallaba en este linaje de visiones, que ni siquiera me enteraba de los informes que iba dándome mi tío sobre cada cosa de las principales del cuadro. Parecíame todo el valle, relativamente a la altura de su marco, de una pequeñez asfixiadora, y considerábame caído de las nubes en el fondo de un dedal enorme. ¿Qué idea tendría Chisco de la Gloria celestial, cuando la ponía solamente un punto más arriba que aquello en la escala de lo hermoso y admirable?

      ¡Dios eterno, qué envidia tuve entonces a los pájaros porque volaban!

      —Dígame usted, tío—preguntéle de golpe, y sin reparar en que le cortaba a lo mejor un entusiástico discurso precisamente sobre la anchura y salubridad del valle—, ¿por dónde se sale de aquí?

      —¿Jacia ónde?—me preguntó él a su vez.

      —Pues... hacia... hacia fuera, hacia el mundo, vamos—respondíle yo aturullado como un chicuelo imprudente, temeroso de que me descubriera los pensamientos que me habían arrancado la pregunta.

      —¡Jacia el mundo!—repitió él soltando una carcajada—. Pues me hace gracia la ocurrencia, ¡pispajo! ¿Estamos aquí en el limbo, o qué?

      —He querido decir—repuse celebrando con una risotada contrahecha la pregunta de mi tío—, que cuáles son las salidas principales...

      —Ya, ya: ya te había calado yo el pensamiento—respondióme él, dejando de pronto el aire jaranero—, sino que como la ocurrencia tuya se acaldaba bien en una chanza, y yo soy así... Pues te diré: una de las salidas principales es el camino por donde tú has venido anoche, éste de al lado nuestro.

      —Corriente.

      —Y la otra es la que se ve allá abajo, a la mano izquierda: la misma salida del río. ¿No ves un camino que va por encima de él siguiendo toda la ladera? El puente está aquí a la izquierda, entre aquellos jarales. Puede que le confundas con ellos por lo viejo que es... Pues por ese camino se va...

      —¿Hasta dónde?

      —¡Hasta dónde!... ¡Trastajo! hasta la mar, si te conviene.

      —Bien; pero ¿por dónde?

      —Pues río abajo, río abajo... de pueblo en pueblo. ¿Quieres que te los nombre uno a uno?

      —No hay necesidad.

      —Hasta que llegas a un camino real. Si quieres seguirle por la derecha, porque te jale lo mundano, le sigues; y si te contentas con menos, le cruzas; y no apartándote de la vera del río, en un dos por tres darás con los jocicos en la mar... Mira, hombre, aquí donde me ves y con los años que tengo, no llegan a cuatro las veces que he estado en Santander. La primera con tu tía, recién casado con ella. Entonces no había el camino real de que te hablo, que es de ayer, y había que ir a buscarle más lejos. Íbamos a caballo, como siempre se ha ido desde aquí por los pudientes. Ella, en un sillón de terciopelo azul y clavillos sobredorados, con las galas de novia, a la moda de entonces. Campaba de veras, porque era guapetona de firme... ¡trastajo, si lo era! No nos comía la prisa y jicimos noche en la villa de San Vicente, que al otro día abrió puertas y ventanas para vernos salir... Mira, hombre, poco más de un mes antes había salido de España, a tiro limpio, el último ladrón de los de Pepe Botellas... Cabalmente. Pues bueno: paramos poco en la ciudad, porque no nos gustó aquello. La segunda vez fue a raíz de lo del veintitrés, con un pariente de los de Promisiones, que deseaba, como yo, ver cómo andaban las cosas del mundo, después de la taringa que habían llevado los botarates de la «Pitita». ¡Cuartajo, qué cumplida se la dieron... y qué merecida la tenían los arrastrados! Pues la tercera fue ayer, como quien dice, no más que por el gusto de saber por mí propio qué era eso del camino de fierru que acababa de estrenarse... Y para de contar, después de enterarte de que no pasan de doce las que he salido del valle más allá de dos leguas... Y te aseguro que nunca que dormí fuera de él, jice sueño con arte, y toda comida que no sea la de mi casa, me ha sabido siempre a condumio sin sustancia; y en no viendo yo estos picachones encima de la cabeza por donde quiera que ando, me hago cuenta que no veo cosa de gusto ni de traza, y hasta la mar de la costa me parece una pozuca, comparada con las anchuras de este valle... De las casas en ringle no se me hable, ¡trastajo! porque solamente de mentarlas me falta la respiración y me ajoga el hipo... La verdad, Marcelo... Cada uno a lo suyo, y con su cada cual. Y a este respective, has de saberte que hay en este valle gentes que se caen de viejas sin haber salido de él más allá de lo que corre de una «alentá» un perro con asma. Y se morirán tan satisfechas como si murieran de jartura del mundo que tú conoces: igual que ha de pasarme a mí en el día de mañana. Créeme, hijo: cuanta menos carga de antojos se saque de esta vida, más andadero se encuentra el camino de la otra. Hay quien jalla la mina cavando en un rincón de su huerto, y hay quien no da con ella revolviendo la tierra de media cristiandad. Ahora, tú dirás quién es más afortunado de los dos y más digno de envidiarse... ¡Cascajo! y vamos adelante con la historia, que como dé yo en irme por los atajaderos. ¿Dónde habíamos quedado con ella? ¿Qué más deseas saber?

      —Por de pronto—respondíle, maravillado de aquélla su vivacidad de imaginación y soltura de «pico», que parecían incompatibles con la dolencia que le acababa—, si se ensancha el paisaje más allá del boquete por donde se cuela el río.

      —Al contrario—respondióme—: en cuanto doblas el recodo, vuelven a encalabrinarse los picachos a la vera del río, tan pronto a un lado como a otro, cuando no a los dos a un tiempo. Anchuras de éstas no se encuentran hasta el camino real: medio día de rodar, agua abajo, en una caballería de buenos pies; un paseo, como quien dice, y de los cortos... Enfrente de ese boquete tienes aquel otro de la mano derecha, por donde se mete una tira que va a acabar en punta allá dentro. ¿Le ves? al pie mismo de la montaña manchada de verde por arriba. Pues por ese callejo hay otra salida que va trepando por los breñales... en fin, hombre, hazte cuenta que en cada resquebrajo que veas en un monte de éstos, hay un sendero por donde andan estas gentes como por el portal de la iglesia, y se pasean y toman el aire y recrean la vista los hombres desocupados y sanos de pecho, como tú. Ya verás, ¡trastajo! ya verás lo que es bueno.

      —Así lo espero—respondí faltando a la verdad de lo que pensaba—. Y diga usted—añadí apuntando al mismo tiempo con el dedo hacia allá—, ¿qué significa aquella mancha verde en que ya me había fijado yo antes que usted me la mencionara?

      —¡Oh!—contestóme alzando los dos brazos a un tiempo—, ¡eso es la gran riqueza del lugar, amigo! Eso es el «Prao-Concejo» de aquí, porque también hay otros pueblos que tienen el suyo correspondiente; pero no como el nuestro. ¡Quia! ¡Pispajo, ya le quisieran! Es de todos y cada uno de estos vecinos: un caudal de yerba que se reparte «por adra» todos los años. Ya verás, ya verás qué romería se arma el día de la siega, si te coge aquí el primer agosto que llegue...

      —Pero ¿cómo demonios—pregunté verdaderamente asombrado de lo que me contaba mi tío—, se puede segar en aquel precipicio, ni bajar al valle lo que en él