sazón de ello hoy por hoy, en que no aprieta el frío y está mucha de la maíz sin deshojar, y hay que deshojarla, porque lo primero es lo primero; pero déjate que corran días y empiece a empardecerse el cielo y a «rebombar» el pozón de Peña Sagra, ¡trastajo! y verás acudir gente a esta cocina, hasta haber noche de no caber en estos bancos, cada cual con su avío y con su tema... toda gente montuna, por de contado: puros jastialones. Hay que armarse a veces de mucho aguante, eso sí, porque en un rebaño, ¡zancajo! no todas las bestias son de una misma condición; pero las mejores de éste son las más; y con tal de no pedir castañas al camueso... Vamos, que te ha de entretener, si es que te avezas a ello... y Dios lo haga así.
—¡Pues no ha de jacerlu!—exclamó don Pedro Nolasco, asombrado de que se pusiera en duda lo que él tenía por indudable.
—A custodia matutina usque ad noctem speret Israel in Domino—confirmó don Sabas—, sin contar con lo que tengo dicho y no me cansaré de repetir: est Deus in nobis; y por eso no hay que desesperar de nada que sea honrado, conveniente al hombre de bien y conforme a la santa ley de Dios.
Cuando llegó el momento de irnos a cenar, preguntó don Pedro Nolasco muy sorprendido:
—¿Pero, cómo?... ¿No cenamos aquí?
—¡No señor!—respondió mi tío empujándonos hacia la puerta.
—Pero ¿por qué?—insistió aquél erguido sobre el fogón.
—Curiosón de los demonios—replicó el otro volviéndose hacia él desde la mitad de la cocina—. En primer lugar, a zoquete regalado no debieras ponerle tachas; y, por último, has de saberte, traga-aldabas del jinojo, que ni todos los tiempos corren unos, ni todos los hombres son iguales. ¿Me entiendes ahora?
Esto ocurría en el instante en que Chisco, por mandato de Tona, se acercaba a la pared que yo había tenido enfrente, a la cual estaba adaptado un tablero, soltaba la taravilla que le sujetaba por arriba, le hacía girar sobre el eje que tenía en el lado de abajo, y le dejaba en posición horizontal sostenido por un tentemozo. Pidiendo informes sobre el uso de aquel aparato, averigüé que era la mesa «perezosa» a quien había aludido mi tío en el comedor.
—Y ¿para qué la ponen ahora?—preguntéle.
—Para cenar los criados en cuanto nosotros nos larguemos de aquí—respondióme.
Me gustó el artefacto, que quedaba armado a muy corta distancia del fogón; tentóme la novedad aquella, y desde luego uní mi parecer al bien notorio de don Pedro Nolasco.
—Pues por mí—dijo mi tío con firme resolución—, que levanten los manteles de la otra mesa y los tiendan en ésta. Por regalarte el gusto, mandé que se cenara allá: ya sabes que el mío es muy diferente. Además, para lo que he de cenar yo... Conque si te gusta más esto...
Convinimos, a mis ruegos, en que por aquella noche quedaran las cosas como estaban, cenando en adelante en la perezosa y dejando la mesa del salón para la comida del mediodía; bajóse de su pedestal don Pedro Nolasco, y salimos de la cocina los cuatro comensales en ringlera, siguiendo a Tona que nos alumbraba el camino con el candil que había descolgado de la campana de la chimenea.
Y sucedió lo que yo estaba temiendo rato hacía, por lo que había ido observando alrededor de la lumbre y en los trajines de la repolluda cocinera; que la cena dispuesta en honor mío era para servir de espanto más que de tentación y de consuelo a un comensal de mis tragaderas, hecho y avezado a las sabrosas parvidades de la cocina mundana. Comenzando a contar por los cubiertos y dos cucharones de plata de anticuada forma, una torta de pan «casero», ocho vasos de cristal verdoso y un botellón muy negro, todo cuanto había y fue apareciendo sobre la mesa era macizo y grande y abundante hasta lo increíble. Primeramente, un cangilón de sopas de leche, después una fuente muy honda, de un potaje de nabos en ensalada; luego una tortilla de torreznos, seguida de una asadura picante, y, por último, una compota descomunal de manzanas, y mucho queso curado de ovejas. Lo único que escaseaba allí eran la luz y el calor, porque la de las mechas del velón casi se perdía en el negro espacio antes de llegar a la mesa, y el chamuscón que yo me había dado en la cocina sólo me servía en el comedor para sentir doblemente la glacial temperatura de aquel páramo.
El Cura, contra lo que yo esperaba de su tamaño, comía nada más que regularmente, y era limpio y reposado en el comer. Mi tío probaba de todo sin gustarle nada, y yo satisfice mi necesidad, más que apetito, de doce horas, casi tanto con la vista de tan copiosos alimentos, como con las parvidades que de ellos tomé... ¡Pero don Pedro Nolasco!... No tenía calo ni medida su estómago de buitre; devoraba hasta con los ojos; y mucho de lo que no le cabía en la boca mientras funcionaba su gaznate, corríale en regatos por el exterior hasta sumirse bajo la sobarba entre cuero y camisa, o mezclarse gota a gota con la mugre del chaleco.
Se habló poco en la mesa, y de esto poco la mayor parte fue de mi tío para decir injurias al glotón, que no le contestaba, ni creo que le oía, y para ponderarme su asombro por lo melindroso que le parecí en el comedor, y muy especialmente por el «plan» de cena mía, para en adelante, que le tracé. No podía comprender el buen señor que un mozo de mis años y con mi salud, no comiera cuanto se le pusiera delante a cualquier hora del día o de la noche. «Abundante y sustancioso» era la divisa del bien comer entre los hombres rumbosos del pelaje de mi tío.
Andando en esto y «regoldando» ya el gigante por no tener su estómago cosa de más jugo en que entretenerse, oyóse una campanada de reló hacia lo más obscuro y remoto de la estancia.
—¡Las diez y media!—dijo mi tío revolviéndose en el banco—. Me parece que ya es hora de que te dejemos en paz. El viaje te habrá molido bien los huesos, y tendrás ganas de tumbarlos en la cama. Por lo demás, no te creas: entre el laberinto del ganado abajo, y la tertulia de arriba después de rezar el Rosario, rara es la noche en que nos acostamos más temprano... Ya verás, ya verás, ¡pispajo! cómo sabemos vivir aquí, aunque montunos y pobres, a uso de pudientes de ciudad... Conque ¿entendístelo, Marmitón? Pues, ¡jorria! ya que estás jartu, y a su casa el que la tenga.
Levantámonos todos, dio gracias el Cura, respondímosle cumplida y devotamente, y se fue con don Pedro Nolasco, no sin haberme hecho volver a ver las estrellas con los apretones de manos que me dieron por despedida.
Poco tiempo después, encerrado yo en mi cuarto, paseábame a lo largo de él intentando pensar en muchas cosas sin llegar a pensar con fundamento en nada, no sé si porque realmente no quería, o porque no podía pensar de otra manera. Con esta oscuridad en mi cerebro y el continuo zumbar del río en su cañada, acabé por sentirme amodorrado, y me acosté.
Blanca de ropas y limpia como un sol era mi cama; pero ¡qué fría... y qué dura me pareció!
V
Sin embargo, dormí toda la noche de un solo tirón; pero soñando mucho y sobre muchas cosas a cual más extravagante. Recuerdo que soñé con el oso del Puerto; con desfiladeros y cañadas que no tenían fin, y tan angostas de garganta, que no cabía yo por ellas ni aun andando de medio lado. Obstinado en pasar huyendo de la fiera que me seguía balanceándose sobre sus patas de atrás y relamiéndose el hocico, tanto forzaba la cuña de mi cuerpo, que removía los montes por sus bases y oscilaban allá arriba, ¡muy arriba! las cúspides pedregosas, y hasta se desplomaban muchas de ellas sobre mí, pero sin hacerme daño. También soñé con mi tío bailando en la cocina, junto a la lumbre, unas seguidillas que cantaba la mujer gris tañendo una sartén muy grande; y después con don Pedro Nolasco, el cual comía becerros crudos y troncos de abedul y peñascos de granito con bardales, mientras iban comiéndome a mí, fibra a fibra y muy poco a poco, el Tedio y la Melancolía, un matrimonio de lo más horrible, que vivía en el fondo de un abismo sin salida por ninguna parte.
Quizás por haber sido éste mi último sueño de la noche, fue tan triste mi despertar por la mañana. ¡Porque fue triste de veras! Pero me había