En estas condiciones las medidas estabilizadoras tomadas por el Cabildo, regulador de la agricultura del cereal (y orientadas más que a asegurar la prosperidad de los productores a mantener los precios a niveles tolerables para los consumidores) tienen muy limitado éxito. Las disposiciones son las tradicionales en el arsenal administrativo metropolitano y colonial: prohibición de exportaciones, reglamentación estricta de las transacciones, con prohibición de vender trigo fuera de ciertos lugares y a quienes no sean tahoneros o panaderos… Contra lo que suponen estudiosos acaso excesivamente prevenidos.[21] no parece que estas prohibiciones satisfagan los deseos secretos de los comerciantes de granos. Pero en el nuevo clima intelectual aportado por la Ilustración se tiende a verlas con hostilidad: la libertad de exportación de granos, asegurando precios constantemente altos, favorecería una expansión de la producción agrícola y una abundancia de granos todavía desconocida. También en este punto se hace valer la condena que en nombre de la teoría económica vigente es formulada contra toda política de precios bajos y estables: se cree que su consecuencia necesaria es escasez y carestía.
Pero los más lúcidos representantes de la nueva economía saben que las cosas no son tan sencillas:[22] el trigo rioplatense es demasiado caro (porque los salarios rurales son excepcionalmente altos) para que pueda ser exportado sino en momentos excepcionales; el resultado de la libre exportación sería entonces una acentuación y no una atenuación del desequilibrio del mercado cerealero local. Los hechos –luego de que la revolución conceda la libertad de exportar– van a confirmar las previsiones de Vieytes; durante decenios el cereal local no podrá competir con el extranjero, y sólo podrá reservársele un lugar en el mercado interno mediante prohibiciones de importar.
En todo caso la agricultura sobrevive pese a tantos elementos negativos; esto tiene causas muy comprensibles. La explotación ganadera había sido primero destructiva; hacia 1750 el éxito mismo de las expediciones contra las vacadas sin dueño obligará a un nuevo tipo de explotación sobre la base de rodeos de estancia. Pero a partir del comercio libre el ganado manso sufre un proceso de explotación destructiva que recuerda al que terminó con el cimarrón: hacia 1795 hay ya motivos para creer que terminará por faltar ganado en Buenos Aires. Ese estilo de explotación ha sido fuertemente censurado, a más de un siglo de distancia, por estudiosos del siglo XX, y no hay duda de que en él se manifiesta ya una tendencia peligrosa a regular el ritmo de producción por el de una demanda externa muy variable; en estos comienzos de la nueva economía rioplatense, abierta al mercado mundial, se advierte ya cuáles serán sus rasgos negativos.
Pero hay también otras razones para esta política suicida: la ganadería de la campaña de Buenos Aires comenzaba a sufrir la dura competencia de la entrerriana y oriental. Allí había aún ganados sin dueño, tierra libre de las trabas jurídicas y económicas que dos siglos de colonización habían creado en la orilla derecha del Paraná y el Plata. A fines del siglo XVIII Francisco de Aguirre puede ya señalar el predominio de la Banda Oriental en cuanto a cueros se refiere y observar que la campaña porteña “es miserable en comparación de la de Montevideo”,[23] la carencia de leñas y aguas y la amenaza indígena, razones que Aguirre aduce para explicar esa comparativa pobreza, no son sin dudas las únicas. De todos modos la campaña porteña no es ya el lugar óptimo para la ganadería.
Luego de 1795 la situación toma un nuevo cariz. La guerra desordena la explotación de cueros y frena la expansión ganadera: las alternativas de años de frenéticas exportaciones, destinadas a aprovechar una apertura de la ruta oceánica, que se sabe efímera, y años de clausura en que las pilas de cueros desbordan las barracas y se erigen al aire libre, engordando a ejércitos de ratas; esas alternativas son mejor resistidas por la ganadería de las tierras nuevas que por la porteña. En Buenos Aires, como en Santa Fe, la cría de mulas, menos necesitada de hombres y tierras que la vacuna, tiende a expandirse más que esta. Al mismo tiempo la guerra deja también circunstancialmente aisladas a zonas tropicales fuertemente consumidoras de cereales: antes de alcanzar el mercado hindú, como querría Lastarría,[24] el trigo rioplatense toma el camino de Cuba, el Brasil, la isla Mauricio… He aquí, entonces, algunas buenas razones para la supervivencia de una agricultura que condena a quienes la practican a una extrema miseria.
Pese a esa coyuntura desfavorable, la ganadería seguía siendo el centro de la vida económica de la campaña porteña. La estancia es el núcleo de la producción ganadera, que en ella se combina en casi todas partes con la agricultura cerealera; desde las ya mencionadas tierras eclesiásticas del norte hasta las explotaciones más nuevas del arco de lagunas al norte del Salado, en tierras de Navarro y Monte, las sementeras se extienden en las estancias, según una tendencia que ya en 1790 el Cabildo denuncia como peligrosa por la subsistencia de la ganadería vacuna. En la estancia, una población reunida solamente por la posibilidad de hallar trabajo, sin vínculos familiares ni afincamiento local, se consagra a una tarea que juzga liviana: las faenas en la estancia primitiva, salvo algunas oportunidades fijadas en su sencillo calendario, no exigen en efecto esfuerzos demasiado prolongados. Pero esas tareas especiales (doma, yerra) suelen estar a cargo de muy respetados especialistas que recorren la campaña de estancia en estancia y reciben salarios sin proporción con los de los peones permanentes; esta población itinerante tiene muy poco en común con la de los despreciados braceros agrícolas.
Los peones comparten su labor con esclavos negros (que tienen frecuentemente a su cargo la explotación agrícola), bajo la dirección de capataces que –delatando su vinculación con la población esclava, mejor afincada– suelen ser mulatos y alguna vez negros libres. Se ha dicho ya que la mano de obra necesaria para una explotación ganadera es escasa; según testimonios contemporáneos basta un hombre cada mil cabezas.[25] Más exigente es la explotación en lo referido a las condiciones del suelo: es necesario tener aguas permanentes; los arroyos y en el sur las lagunas no sólo sirven para abrevar el ganado sino que son imprescindibles para acorralarlo en el momento de separar los rodeos.
Junto con la estancia se da una más reducida explotación ganadera, de dueño de tropillas y majadas sólo parcialmente sustentadas en tierras propias, que se manejan arrendando u ocupando baldíos. Esta explotación ganadera menor es vista con gran suspicacia por los grandes propietarios y las autoridades: se ve en ella una fachada legal para el robo y el comercio ilícito.[26] Otra razón para la enemistad con que se la considera: es un centro de atracción para una mano de obra ya excesivamente escasa y por lo tanto cara. Se manifiesta aquí también un rasgo duradero de la vida rural rioplatense: el hambre de tierras de los grandes propietarios, su tendencia al monopolio fundiario, es menos la búsqueda de propiedades cada vez más extensas que el intento constante de cerrar desemboques al trabajo humano, que juzgan colocado en situación ya excesivamente favorable. Esta actitud se continúa en la simpatía por los proyectos de trabajo forzado, mejor o peor disimulado, en los que por otra parte abundará la literatura de los economistas rioplatenses a comienzos del siglo XIX.
El cuadro que antecede no se corresponde totalmente con el tradicional, tanto en lo que toca a la despreocupada riqueza de la campaña porteña como a la abundancia que en ella reinaría en medio de un primitivismo todavía intocado. En efecto, esa campaña se desarrolla más lentamente que las tierras nuevas de más allá del Paraná y el Plata; la dura concurrencia económica de esas regiones que se abren a la colonización contribuye a crear en la vida rural porteña algo de tenso y difícil.
Más allá del Paraná perduran, en un clima económico nuevo, las circunstancias que reinaban en Buenos Aires hasta 1750. Allí todavía conviven la ganadería de rodeo y las cacerías del cimarrón; en esa tierra sin dueño pueden labrarse grandes estancias: en la margen oriental del Paraná son los propietarios santafesinos quienes se adueñan de la tierra en torno a la Bajada, frente a la ciudad de Santa Fe; en la occidental del Uruguay la mayoría de los propietarios que vienen de Buenos Aires, mientras la colonización organizada desde Madrid