relativamente abrigado de las consecuencias del nuevo régimen comercial; los altos costos de transporte marítimo iban a poner a su eventual mercado consumidor a salvo de la concurrencia metropolitana. En cambio esta tuvo efectos devastadores para otros rubros más lucrativos de la agricultura subandina: el vino de Cataluña, el aceite y las frutas secas de toda España eran en Buenos Aires más baratos que los frutos de esa apartada región de su virreinato. Pero no sólo en Buenos Aires: todo el Interior, y aun el Alto Perú, se vio anegado por una plétora de producción que produjo un descenso catastrófico de precios. La competencia despiadada entre las distintas comarcas andinas, en lucha por un mercado súbitamente estrechado, parecía abrir una perspectiva de decadencia irremediable.
El sector más septentrional del Interior andino era Catamarca, conjunto de valles paralelos, muy mal comunicados entre sí, más anchos que en Salta (y por lo tanto con franjas semidesérticas más amplias entre las estrechas vegas de los ríos y las faldas montañosas). El más grande de estos valles es el que da nombre a la región; aun él no demasiado extenso y consagrado desde tiempos prehispánicos a la agricultura, sustenta una población excepcionalmente densa, dedicada a la huerta y el viñedo. En los valles menores (Santa María, Andalgalá, Belén) y a medida que aumenta la altura, el trigo y la crianza de ganados –o su invernada en praderas artificiales– adquieren creciente importancia. Para su producción agrícola, Catamarca encuentra mercado casi único en Tucumán; los pequeños oasis del oeste proveen de grano a la llanura tucumana, dedicada a cultivos más rendidores; desde toda Catamarca el vino se orienta hacia la región vecina, donde la cercanía le permite defenderse mejor de la concurrencia de sus rivales más meridionales, San Juan y Mendoza. El aguardiente –para el que Catamarca no tiene rival– alcanza mercados más lejanos, aunque con dificultad creciente. Otro producto del valle capitalino conserva aún una parte de su pasada importancia; en Catamarca se conserva todavía el cultivo del algodón, que en el resto del Interior no ha sobrevivido a los derrumbes demográficos del siglo XVII. El algodón catamarqueño, bajo forma de tejidos de uso cotidiano para los más pobres, encuentra hasta 1810 salida en el Interior y el Litoral; sin duda la exigua producción no amenaza el predominio de las telas peruanas, pero sobrevive sin dificultad a su lado. La crisis del algodón llegará luego de 1810; la del vino y el aguardiente es treinta años anterior, y con ella sucumbe la estructura comercial tradicional. Para sobrevivir en el nuevo clima económico, es preciso vender cada vez más barato, y son los propios productores quienes, en largas peregrinaciones, llevan a vender sus vinos y licores. La desaparición del viejo sector hegemónico no abre aquí el paso a un grupo de propietarios de tierras; en los valles de población desbordante la propiedad se halla demasiado dividida para ello. En la vida catamarqueña domina una institución rica y respetada: la orden franciscana, establecida desde la conquista, luego de una efímera evangelización jesuítica, representada por un antiguo e ilustre convento de la capital y por un santuario ya célebre en todo el Interior, el de la Virgen del Valle.
El valle de Catamarca se abre progresivamente hacia el sur, hasta transformarse en una llanura cada vez más ancha, limitada por la precordillerana sierra de Velazco y al este por las serranías centrales de Córdoba y San Luis. En medio de esa llanura desértica un macizo montañoso aislado, que dibuja en el paisaje la figura de una gigantesca fortaleza, crea multitud de diminutos oasis consagrados sobre todo a la ganadería. Son los Llanos de La Rioja, tierra poblada desde muy antiguo, que se beneficia también ella desde principios del siglo XIX con el ascenso ganadero, y aún más con la intensificación del tráfico en el Interior. Hacia ella se dirigen pobladores de las vecinas zonas agrícolas; de la cercana San Juan emigra quien será uno de los mayores hacendados de la región y padre de su máximo caudillo, Facundo Quiroga. La tierra se puebla y se enriquece; al ganado menor, que predomina en todo el Interior, se agrega ahora el mular, exportado en parte al Perú y Chile, utilizado sobre todo por los trajineros llanistas que cruzan con sus arrias todo el Tucumán y Cuyo, que conocen bien las rutas de Chile y el Perú, que alcanzan a Buenos Aires…
En las laderas orientales de la sierra de Velazco, abiertas hacia los Llanos, se encuentra la ciudad de La Rioja, una aldea sin vida, punto de tránsito hacia una región del todo distinta, la Rioja occidental, hecha de valles precordilleranos, con oasis diminutos consagrados a la agricultura y los más expuestos alfalfares de invernada. Esta Rioja de la montaña es socialmente más arcaica que la de los Llanos; sus valles agricultores están poblados aún en buena parte por indios, agrupados en pueblos de tributarios; la diferenciación de los vecinos pueblos de españoles, que no parece apoyarse en disparidades étnicas o culturales, es sin embargo rica en consecuencias jurídicas y sociales. Pero también quienes jurídicamente son españoles y libres de tributos viven en La Rioja muy oprimidos por sus señores. Toda la región es de gran propiedad; si en los Llanos un ritmo más vivo de la economía y un conjunto de actividades menos directamente vinculadas con la tierra hacen más soportable el dominio señorial, en La Rioja occidental este cae con peso insoportable sobre la plebe resignada; la modesta riqueza de la clase señorial impide que se den aquí los contrastes tan característicos de Salta, pero todavía a mediados del siglo XIX la suerte de los campesinos del oeste riojano parecerá más dura que la de los salteños. Los señores campesinos llenan con sus rivalidades la historia local, ya agitada en tiempos coloniales; las estructuras urbanas son débiles; la capital aparece como miserable aun para aquellos que sólo tienen como término de comparación las ciudades vecinas, apenas dignas de ese nombre. Las posibilidades de avance del oeste riojano están vinculadas con su pequeño Potosí del Famatina; pero sólo lentamente irá surgiendo a lo largo del siglo XIX un centro de actividad minera en Chilecito, que nunca logrará justificar las esperanzas que desde la revolución va a suscitar.
Al sur de La Rioja las sierras cordobesas y llanistas se continúan en las de San Luis; la ganadería, que provee de carnes a las vecinas de San Juan y Mendoza y envía algunos cueros al Litoral, la muy difundida tejeduría doméstica, los reducidos cultivos de huerta completan el breve censo de actividades de la región puntana, insuficientes para sustentar a una población en descenso; también San Luis, como Córdoba, como Santiago, proporciona su contingente humano al Litoral en ascenso.
Entre San Luis y los Andes, San Juan y Mendoza están destinadas a ser –como dirá orgullosamente el más ilustre de los sanjuaninos– “las dos únicas provincias agrícolas del país”. Adosadas a los altísimos picos de la cordillera, no separada de esa latitud de la llanura litoral por alturas considerables y por lo tanto fuente de ríos más importantes que los que nacen de las sierras precordilleranas y pampeanas, las regiones de Mendoza y San Juan tienen por núcleo dos oasis mucho más vastos que los surgidos al margen de esas sierras; estos oasis están consagrados al cultivo de regadío cuyos primeros rudimentos vienen de tiempos prehispánicos. Mendoza, en la ruta entre Buenos Aires y Chile, por la que trajinan anualmente a comienzos de siglo mil doscientas carretas,[14] es un centro comercial importante, que resiste mejor que su vecina del norte las consecuencias de la crisis viñatera. Pero el vino no es el único rubro de producción mendocina: hay también una agricultura del cereal, una explotación ganadera dedicada más que a la producción al engorde de ganados para consumo local y para Chile. Todas estas actividades están bajo la dirección de un grupo dominante de comerciantes y transportistas, que logra equilibrar las pérdidas aportadas por el comercio libre a la agricultura local con las ventajas implicadas en la reorientación atlántica de la economía chilena.
Se ha dicho ya que San Juan no es tan afortunada. La que ha comenzado por ser ciudad más importante de la región cuyana entra en decadencia acelerada en 1778. Ni la situación al margen de las rutas practicables por carretas –que obliga a emplear mulas para el comercio sanjuanino–, ni la distancia, habían cerrado antes del comercio libre el camino del Alto Perú, de Tucumán, de Córdoba, de Buenos Aires al aguardiente y al vino de San Juan. Luego del derrumbe de precios que produjo la libertad comercial, sólo era posible, en San Juan como en Catamarca, el comercio ejercido en pequeña escala (y también con ínfima ganancia) por los propios cosechadores, que recorrían los centros de consumo, hasta Salta (cargando consigo el agua necesaria para cuarenta días de travesía del desierto), hasta el Potosí, hasta Tucumán, Santa Fe, Buenos Aires, donde los arrieros sanjuaninos abrían ventas improvisadas, con gran desesperación de los recaudadores, que no sabían qué