abundante, los guaraníes eran dueños indisputados del terreno, y seguían cultivando su yerba y su algodón y tejiendo sus telas, en las misiones meridionales, sobre el Uruguay, la expansión guaraní chocó bien pronto con la española: a pesar de todas las prohibiciones las tierras misioneras eran pobladas por hacendados de Buenos Aires y Montevideo que se tallaban en esas vastas extensiones enormes estancias de ganados. Hallamos aquí el clima típico del Litoral a principios del siglo XIX: una acelerada expansión económica deja atrás las posibilidades de institucionalización jurídica como las del avance demográfico; una confusa y revuelta realidad humana es la consecuencia necesaria de ello.
Santa Fe era, en el Litoral, otro factor del sistema jesuítico; como tal había entrado en crisis a mediados del siglo XVIII. En decadencia como centro de comercio terrestre y fluvial, Santa Fe conoce sin embargo una prosperidad creciente gracias a la ganadería. En la diminuta ciudad no hay ya actividad artesanal alguna; pese a los altos precios que se pagan por el trigo y el maíz, no hay casi agricultura en su jurisdicción; el comercio –excepto el ganadero, en manos de los mismos criadores– no da excesiva riqueza ni prestigio: de él viven diez o doce tenderos españoles y algunos pulperos indios y negros, más numerosos pero de ínfimo giro.[18] He aquí un aspecto de la ruralización creciente de la vida santafesina; otro aspecto, los santafesinos, que son cada vez más prósperos, están cada vez menos dispuestos a gastar dinero en la educación de sus hijos. Porque Santa Fe se enriquece; luego de la guerra con Inglaterra, que separa al Río de la Plata de sus mercados europeos, la cría de ganados para cueros se detiene en su expansión (lo que significa que cesan las matanzas, y el vacuno, dejado a sus propias reservas, se multiplica velozmente), pero Santa Fe, aprovechando su relativa cercanía del Interior y las viejas rutas que con él la unen, se enriquece con la cría y el comercio de mulas, que los grandes productores llevan a vender, en arrias inmensas, hasta Salta y Potosí. Son estas actividades las que dominan la economía santafesina; el mayor de los hacendados-mercaderes, Candioti, dirigirá a la comarca en su primera experiencia autónoma, luego de la revolución. Pero, como un sustrato bajo la nueva estructura ganadera, Santa Fe conserva la memoria de lo que fue; la iglesia tiene en la vida santafesina un peso que no tendrá en el Litoral de colonización más reciente, y la provincia, solidaria en intereses con este, tiene otra solidaridad más secreta con las tierras de vieja colonización, que contribuirá a dar un matiz propio a su actuación en el período independiente. Otro elemento de peso en la vida santafesina: la fuerza militar que defiende, al norte, una línea de fortines contra los indígenas situados en peligrosa cercanía de la ciudad.
Al sur de Santa Fe, en la orilla derecha del Paraná y el Plata, se encuentra la campaña de Buenos Aires, a la que un esfuerzo reciente ha logrado despejar sólidamente de indígenas hasta el Salado. Al norte de la capital una llanura ondulada, rica en arroyos; al sur, la pampa absolutamente horizontal, abundante en lagunas. A estas diferencias geográficas la colonización ha agregado otras. La campaña porteña está marcada por las huellas del largo proceso a través del cual fue poblada: al norte (San Nicolás, San Pedro, Pergamino, Areco…) se han formado estancias medianas, en las que la agricultura combina con la ganadería (los testimonios que nos quedan a través de los libros de administración de bienes eclesiásticos –confirmados por otros de carácter más impresionista– no señalan casos especiales sino típicos). La zona del oeste (Morón, Luján, Guardia de Luján) es de predominio agrícola y de propiedad por lo general más dividida (la explotación lo está necesariamente); al sudoeste (Lobos, Navarro, Monte) se da la transición hacia formas de explotación mixta, en unidades más extensas que en el norte, mientras que al sur (San Vicente, Cañuelas, Magdalena) el predominio es ganadero. Estas divisiones son necesariamente esquemáticas; marcan una tendencia a la diferenciación local más bien que oposiciones totales. En todo caso la mayor extensión de las propiedades en el sur delata una colonización más nueva (aunque una corriente de colonización igualmente reciente extiende la pequeña propiedad agrícola hacia el oeste, a partir de Luján); el norte es tierra de menores posibilidades de expansión, de población más asentada y más refractaria a las innovaciones.
Sobre esas diferencias intenta actuar como elemento nivelador el esfuerzo oficial de colonización que, a partir de 1782, establece una orla de poblaciones destinadas por sus fundadores a la agricultura, mediante la cual se busca asegurar la línea de frontera contra el indio. Este esfuerzo continuado más allá del Paraná y del Plata trae labriegos peninsulares –primero asignados a una fracasada colonización de la Patagonia– a la campaña rioplatense. Pero si los pueblos que así se fundan están destinados a larga y a menudo próspera vida, muy frecuentemente no tienen ni aun en sus comienzos carácter agrícola. La relación entre agricultura y ganadería es en efecto demasiado compleja para que la acción del poder político pueda influir de manera decisiva en ella. Si por una parte fracasan los esfuerzos para extender la agricultura, por otra esta muestra una vitalidad inesperada dentro del área en que ha surgido. Los observadores de principios del siglo XIX anuncian melancólicamente la desaparición de los labrantíos porteños; este anuncio está lejos de cumplirse, y sólo a mediados del siglo dos hechos nuevos –la concurrencia de la harina norteamericana y la expansión de la ganadería de ovinos y del tambo– limitarán el predominio agrícola en el oeste de la campaña porteña. La agricultura tiene su centro en los distritos occidentales, con algunos islotes menores (por ejemplo San Isidro, al norte de la capital y sobre el Río de la Plata, zona triguera muy estimada a fines del siglo XVIII). Los labradores luchaban con dificultades muy graves. No todos eran propietarios (los publicistas de comienzos del siglo aceptaban como generalización válida que los cultivadores de tierras relativamente cercanas a Buenos Aires eran arrendatarios; la generalización parece, sin embargo, excesiva).[19] Aun los propietarios debían entregar parte importante de sus frutos como diezmo y primicia; necesitaban además el auxilio temporario (para siembra y cosecha) de una mano de obra escasa, cara y muy poco rendidora (campesinos llegados todos los años como emigrantes temporarios de Santiago del Estero, Córdoba y San Luis, braceros de la capital, desocupados y vagos arrestados por la fuerza pública).[20] He aquí un rasgo constante de la vida campesina litoral: el trabajo asalariado tiene en ella un papel necesario, aun tratándose de los propietarios más pobres. La carestía de la tierra y la carestía del trabajo son dos dificultades importantes; otra aun más grave es la carestía del dinero. Particularmente grave porque el Litoral –y aun el agrícola– vive precozmente en régimen de economía de mercado; si puede pensarse que los labradores se alimentan con recursos propios y no comprados, no sólo la mayor parte de su producción está destinada al consumo urbano sino que –en la situación desfavorable en que se encuentran respecto de los comerciantes– un sistema de compras anticipadas y ventas a crédito de semilla para siembra se injerta en el mismo proceso productivo, colocando a los labradores en la misma situación que en el Interior conocen curtidores y tejedoras respecto de sus mercaderes. Con el agravante de que aquí sólo el alimento diario escapa a los circuitos comerciales: la tela con que se cubren los labradores, los enseres (extremadamente modestos) para vivienda y trabajo son comprados con dinero. Pese a que en su mayor parte los agricultores son inmigrantes del Interior, sus mujeres abandonan demasiado pronto el trabajo en el telar; la producción para el mercado, con sus azares marcados desfavorablemente de antemano por la dependencia de los productores respecto de los comercializadores, ocupa casi toda la actividad de los labradores. Dentro del marco de esa misma economía buscan alivio a sus penurias acudiendo al transporte como actividad complementaria: los pueblos agrícolas del oeste –Luján, Pilar, Guardia de Luján, luego Chivilcoy– son los pueblos de carreteros; esta duplicación de funciones se debe, según un agudo observador contemporáneo, a los escasos rendimientos de la agricultura. Al revés de lo que ocurre en el Interior, donde el transporte se halla en manos de los más ricos propietarios y mercaderes, dueños de verdaderas flotas de carretas, en Buenos Aires son enjambres de carreteros, dueños de uno o dos vehículos, los que llevan a la ciudad la voluminosa cosecha de cereales, y emprenden por añadidura la aventura de la ruta norteña.
La agricultura sobrevive entonces penosamente; dominada por comerciantes de granos y harina fuertemente inclinados a la especulación, se ve por añadidura