Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir


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vivia entonces muy diferentemente de como hoy se vive. A las ocho de la noche, casi nadie andaba ya por las calles, y solo de vez en cuando se percibía el farolillo de un alcalde que iba de ronda, ó la luz con que un escudero ó un rodrigon alumbraban el camino de un oidor, de un intendente, ó de una dama que volvia de alguna visita. Los perros vagabundos se apoderaban de las calles desde la oracion de la noche, y atacaban como unas fieras á los transeuntes.

      Los truanes y los ladrones tenian carta franca para pasear por la ciudad; la policía de seguridad estaba solo en las armas de los vecinos.

      Era la media noche del 3 de Julio de 1615. Una menuda lluvia se desprendia sobre la ciudad, y producia un rumor ténue y acompasado; no se veia en todas las calles ni una luz, las puertas y las ventanas estaban cerradas, y parecia no vivir ninguno de los treinta y siete mil habitantes que componian entonces la poblacion.

      De repente, en el silencio de la noche, se oyó el ruido de un gran cerrojo, y poco despues la puerta principal del palacio del arzobispo, se abrió dando paso á una extraña comitiva.

      Era una especie de procesion fantástica de sombras negras precedidas por un hombre embozado en una larga capa, con un ancho sombrero negro, sin plumas ni toquillas, y que llevaba en la mano izquierda un farol, y en la derecha un nudoso baston.

      Seguíale una especie de cleriguillo, envuelto en un balandran negro, y con un sombrero semejante al de su conductor, y luego cuatro hombres que cargaban voluminosos envoltorios de indecisas formas.

      Apenas salió el último de los cargadores, la puerta del palacio volvió á cerrarse, y de uno de los balcones se escuchó una voz que decia:

      —¡Martin, Martin!

      La comitiva se detuvo.

      —Mucho cuidado; y sobre todo, mucho sigilo.

      —Descuide su señoría ilustrísima, contestó el hombre del balandran; y luego, dirijiéndose á los demás, les dijo con tono imperativo: ¡Adelante!

      Todos se pusieron en camino, llevando siempre de guía al del farol.

      Llegaron hasta la esquina de la calle que hoy se llama cerrada de Santa Teresa, y allí siguieron por toda la calle, torcieron luego por la otra, que tambien lleva el nombre de Santa Teresa, y con direccion á la del Hospicio, que se llamaba entonces de las Atarazanas, y se detuvieron á pocos pasos frente á una casa de gran apariencia, á juzgar por el tamaño de la puerta.

      El hombre del balandran dió tres golpes, pero tan lijeros, que parecia imposible que nadie los hubiera escuchado, y sin embargo, un momento despues, una voz de muger preguntó desde adentro:

      —¿Quién va?

      —Nuestra Madre Santa Teresa, contestó el del balandran.

      —¿Qué quiere?

      —Su casa.

      Se oyó el ruido de la llave que entraba en la cerradura, y luego que volteaba rechinando sobre el enmohecido pasador, sonaron las trancas de madera, y gimiendo los goznes, se abrió toda la gran puerta de par en par, y la comitiva penetró en el portal de la casa á la luz del farol del guía, y de un candil de barro que tenia en la mano la muger que habia abierto.

      Era una beata como de cincuenta años, vestia un hábito de San Francisco, de lana burda, y tenia cubierta la cabeza con una especie de toca de estameña negra.

      Las palabras cambiadas al traves de la puerta, debian ser algunas señas convenidas, porque la beata dejó pasar á todos sin hacer pregunta alguna, y sin manifestar la menor admiracion, y luego cerró cuidadosamente el zaguan.

      El hombre del farol penetró en la casa seguido de los cargadores, y el del balandran quedó esperando á que pasaran, para hablar con la beata.

      —Señora Cleofas, ¿nadie ha sentido nada?

      —No; que todo el mundo duerme tranquilamente, hace mas de cuatro horas.

      —Muy bien, su Ilustrísima desea que nadie sepa nada y ya se sabe, cuando su Ilustrísima lo dispone, es necesario cumplir.

      —Vaya usarcé sin cuidado, señor Bachiller.

      —Oigame vuesa merced, Señora Cleofas, que si dentro de un rato vienen á llamar con la misma contraseña que yo he traido, no se detenga en abrir, que debe ser sin duda su Señoria el señor Quesada, Oidor de esta Real Audiencia.

      —Descuide usarcé, que no haré esperar al señor Oidor.

      El Bachiller, como le habia llamado la beata, se ajustó al cuerpo su balandran y se dirijió al interior de la casa.

      Aunque la noche es oscura y lluviosa nosotros no necesitamos de luz para ver, y procuraremos hacer una descripcion del edificio.

      Era un inmenso patio enlosado, y entre las mal ajustadas losas, brotaba la yerba en grande abundancia; en el medio habia una gran fuente de azulejos, en derredor de la cual se veian como veinte piedras colocadas de manera que servian de lavadero de ropa á los vecinos, y de las ventanas y de grandes clavos asegurados en las paredes, se tendian mecates elevados del suelo por morillos delgados y sueltos, y que servian para secar al sol la ropa que se lavaba en aquellas piedras.

      Debia haber allí un gran vecindario segun el número de puertas, de ventanas, y de escaleras que se descubrian por todas partes. Pero todo el mundo dormia profundamente, porque no se escuchaba rumor de ninguna especie, y solo en el fondo, al traves de las hendiduras de una puerta, se veia una luz dentro de una habitacion.

      Hácia allí se dirijió el Bachiller, y llegó, no sin haber tropezado muchas veces con los mecates que servian de tendedero.

      Empujó sin ceremonia la puerta y entró en la habitacion.

      El hombre del farol y sus compañeros se ocupaban afanosamente en poner un altar en el fondo de una gran sala.

      El altar se levantaba como por encanto: sotabanco y gradas estaban ya en su lugar, y cubiertos con un riquísimo brocado. La imágen de Santa Teresa ocupaba el centro de la grada alta, y candeleros y blandones, y ramilletes de plata y oro, cubrian las demás.

      —De prisa camina la obra, señor Justo.

      —Sí señor Bachiller—contestó el que habia traido el farol, y que era un hombre como de sesenta años, pero robusto y fuerte.—Hace mas de cuarenta y cinco años que soy sacristan, y no será la práctica la que me falte, ya verá su merced.

      —Antes de amanecer estará ya aquí su Ilustrísima el Señor Arzobispo, y es necesario que no falte nada.

      El sacristan sin contestar, siguió trabajando; y el Bachiller se arrebujó en el sitial que estaba destinado para el Arzobispo, y se puso á meditar.

      Habia trascurrido así como media hora, cuando la puerta se abrió repentinamente, y un nuevo personaje se presentó en el salon.

      El recien venido era un hombre en la fuerza de la edad viril; su rostro enjuto tenia las señales de una vejez próxima, apresurada no por el vicio, sino por el estudio y la vigilia; un bigote negro y con las puntas levantadas, y una piocha larga y en figura de una coma, daban á su rostro un aire resuelto.

      Vestia una ropilla negra de terciopelo con gregüescos y calzas del mismo color, un sombrero negro al estilo de Felipe II, y ferreruelo tambien negro, completaban su equipo, sin que le faltara una larga espada de ancha taza, y una daga de gancho, pendientes de un talabarte negro ceñido con una brillante hebilla de oro.

      El Bachiller se levantó precipitadamente y se dirijió á su encuentro.

      El recien venido sacudió su sombrero y su ferreruelo, empapados con la lluvia de la noche.

      —Dios os guarde—dijo.

      —Señor Oidor, contestó el Bachiller, supongo que no habrán hecho esperar á su señoría, porque yo advertí......

      —No, señor Bachiller; la pobre beata velaba, como buena cristiana. ¿Y qué