Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir


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que pasaba por frente á las casas del Ayuntamiento, y corria por las calles que ahora se llaman del Coliseo, hasta la gran acequia que circundaba la ciudad.

      Por la márgen derecha de la acequia siguieron hasta llegar á un puente que existia en la calle del Espíritu Santo, y allí franquearon el obstáculo.

      La noche iba aclarando, y los dos hombres, aunque con precaucion, caminaban de prisa y sin hablarse.

      Habia en la calle de la Celada una grande y magnífica habitacion, que indicaba la opulencia y el poder de sus dueños, y hácia aquella casa se dirigió sin vacilar el Oidor seguido de Martin.

      Cruzó sin pararse frente á la entrada principal, y continuó alejándose de ella hasta detenerse en una puertecilla que en un elevado muro habia, y que á juzgar por lo que alcanzaba á verse desde la calle y desde las azoteas vecinas, correspondia á un jardin ó á un corralon.

      Quesada arañó literalmente aquella puerta dos veces; en el interior se oyó tambien como si alguien arañase, y Quesada dió entonces un golpecito.

      La puerta se abrió como por encanto, sin hacer ruido ninguno.

      —¿Me esperáis aquí, ó preferís entrar?—preguntó el Oidor á Martin.

      —En todo caso—contestó el Bachiller—prefiero estar afuera, porque si su señoría tardase podria yo irme á ver al señor Arzobispo.

      —Bien, no tardaré.

      La puerta volvio á cerrarse y Martin quedó solo en la calle apoyado en el dintel.

      Un negro muy alto y muy fornido habia abierto al Oidor, y le guiaba en el interior de la casa; pero el Oidor parecia no necesitar aquel guía, segun la tranquilidad con que caminaba.

      Atravesaron un gran patio desierto, subieron una pequeña y angosta escalera, al fin de la cual habia un estrecho corredor.

      El negro iba descalzo y el Oidor procurando ahogar el eco de sus pisadas, andando sobre la punta de los piés.

      Pasaron algunas habitaciones desiertas tambien, y el negro llamó á una puerta entornada.

      —Adentro—dijo una voz tan dulce, como el gemido de una brisa.

      El negro empujó suavemente la puerta, se hizo á un lado dejando pasar respetuosamente al Oidor, y volvió á cerrar, quedando por fuera como de centinela.

      —Loado sea Dios—esclamó al ver á Quesada una dama que leía un libro, sentada en un sitial cerca de una mesa.

      —Doña Beatriz—esclamó Quesada, arrojándose á los piés de la dama, antes que ésta hubiera tenido lugar de levantarse.

      . . . . . . . .

      Martin permaneció cerca de un cuarto de hora sin moverse: estaba como confundido en el hueco de la puerta, y en la sombra del muro.

      Enfrente habia una casa baja con ventanas irregularmente colocadas.

      Martin creyó oir ruido dentro de aquella casa; y en efecto á poco se abrió la puerta, y tres hombres embozados hasta los ojos salieron de allí acompañados hasta la salida por una vieja que llevaba una vela, y por tres ó cuatro muchachas que se despedian de ellos, con una ternura demasiado espresiva.

      La luz que se desprendia de la puerta iluminó á Martin, y la vieja le alcanzó á ver.

      —¡Un hombre!—esclamó.

      —¿En donde?—preguntó uno de los embozados.

      —Enfrente, espiando,—dijo la vieja:—¡será el diablo!

      Las muchachas lanzaron un grito, y la luz se apagó.

      —Cierren—dijo una voz de hombre—nosotros iremos á reconocer.

      La puerta se cerró, los embozados que venian de una pieza iluminada vacilaron deslumbrados; pero Martin acostumbrado á la especie de penumbra que reinaba en la calle, se quitó precipitadamente el balandran, se lo envolvió en el brazo derecho como una adarga, y tiró de la espada.

      Martin conocia muy bien México para saber qué clase de mugeres vivian en aquella casa, y los parroquianos que la frecuentaban, que eran siempre camorristas, pendencieros y hombres de mala conducta, comprendió que el lance era indispensable.

      Los embozados rodearon á Martin con los estoques en las manos; pero el Bachiller era hombre que lo entendia en esto del manejo de las armas. Cubierta su espalda por el muro, y procurando no separarse de allí, el Bachiller tenia á sus enemigos á raya, y su espada como una víbora flexible y ligera, y sus movimientos rápidos pero estudiados abatian los estoques de sus contrarios, aprovechando los momentos para tirarles algunas puntas, y mas de una vez creyó Martin sentir que algo mas que el aire detenia su espada.

      Pero aquello no podia prolongarse hasta el amanecer. Martin sentia el cansancio, y sus adversarios lo comprendian, porque multiplicaban sus ataques: fatigado, jadeante, se contentaba ya con defenderse sin atacar.

      Entonces quiso hacer un gran esfuerzo y buscar su salvacion en la fuga, apretó la espada y se arrojó en medio de la calle lanzando un chillido agudo y semejante al que lanzan las lechuzas en lo alto de las torres durante la noche.

      Como por efecto de un conjuro, los tres embozados retrocedieron inclinando las espadas, y contestando con otro grito semejante. Martin se acercó á uno de ellos.

      —¡Mariguana!—esclamó Martin.

      —¡Garatuza!—esclamó el otro.

      Y todos se agruparon en derredor del Bachiller.

       Doña Beatriz de Rivera.

       Índice

      LA estancia en que habia penetrado el Oidor, estaba escasamente iluminada por dos bujías de cera, colocadas en candeleros de plata, sobre una grande y pesada mesa de madera pintada de negro, con grandes relieves y adornos dorados; en derredor de la estancia habia enormes sitiales semejantes en su adorno y construccion á la mesa, con respaldos y asientos forrados de rico damasco, color de naranja, y sobre una de las puertas se advertia un baldoquin del mismo color con una pequeña imágen de Santa Teresa.

      Doña Beatriz era una dama como de veintitres años, alta, pálida, con dos ojos negros y brillantes que resaltaban en la blancura mate de su rostro, su pelo negro estaba contenido por una toquilla blanca y sin adorno.

      Doña Beatriz vestia un traje negro de terciopelo con el corpiño ajustado, y con unas anchas mangas que desprendiéndose casi desde el hombro dejaban ver sus hermosísimos brazos torneados y mórvidos, y sus manos pequeñas y perfectamente contorneadas deslumbraban por la gran cantidad de anillos de brillantes que tenia en los dedos.

      Podia adorarse aquella muger, como el ideal de la belleza de aquellos tiempos. El Oidor permanecia de rodillas delante de Beatriz teniendo entre sus manos una de las manos de la jóven, y contemplando su rostro apasionadamente.

      —Alzad D. Fernando—dijo Beatriz, procurando levantarle suavemente—alzad, que por mas que me plazca miraros así, mas quiero veros á mi lado.

      —Doña Beatriz, pluguiera á Dios, que pudiese yo pasar mi vida, contemplandoos de esta manera, os amo tanto.

      —¿Me amais? ¿y no os amo yo tambien? ¿No sois vos el dueño de mi vida y de mi alma? Ah, D. Fernando, por vos atropello todos los respetos, y mirad, á esta hora de la noche no solo os permito llegar hasta aquí, sino que os llamo. ¿Quereis aun mas?

      D. Fernando, besó delirante la mano de Beatriz, y se levantó.

      —Aquí, aquí,—le dijo la jóven, indicando un sitial que estaba cerca del suyo,—aquí tomad asiento porque el dia avanza y tengo un negocio de que hablaros.

      D. Fernando acercó un poco