Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir


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      —Blanca, hija mia,—dijo Doña Beatriz—hace tanto tiempo que no te veo, que temiendo por tu salud estaba.

      —¡Ah! madrina, sois tan buena conmigo, que no sé ni cómo demostraros mi gratitud.

      —Ven, hija mia, siéntate, estás algo desmejorada, acaso habrás estado enferma.

      —No, madrina, pero ya sabeis, sufro tanto, tanto, soy tan desgraciada.........

      —Don Pedro de Mejía, tu hermano, ¿sigue siendo tan indiferente contigo?

      —Pluguiese al cielo, señora, que así fuese, ahora......... ¿pero estamos completamente solas?

      —Solas, Blanca; háblame sin temor, ábreme tu corazon.

      —¡Ay! hace tanto tiempo que no confio á nadie mis pesares, que tiemblo como si álguien nos escuchara.

      —Habla, hija mia, nadie te escuchará.

      —Ya sabeis cuán grande ha sido la indiferencia de Don Pedro mi hermano para conmigo desde nuestros mas tiernos años: huérfana de padre y madre, solo en vos encontré cariño y amparo, y he pasado mi vida sola, siempre sola, sin una ilusion, sin un cariño, sin una esperanza, mi hermano procurando siempre alejarme del mundo, impidiéndome siempre que vea á nadie, que hable con nadie, sin consentirme mas amistad que la vuestra. Siempre seguida, siempre cuidada, siempre vigilada por dos dueñas de su confianza, mi existencia era triste, muy triste pero tranquila, cuanto deseaba comprar ó tener, tanto se me daba inmediatamente, con tal de que continuara viviendo en el encierro y en el retraimiento, pero ahora.........

      Blanca limpió dos lágrimas que se desprendieron de sus hermosos ojos. Doña Beatriz la abrazó con la ternura de una madre, y besó su frente.

      —¿Qué sucede ahora? ¿eres mas desgraciada? ¿te pasa algo de nuevo? dímelo, hija mia, sabes cuánto te quiero.

      —¡Ay! sí señora, de algun tiempo á esta parte, Don Pedro usa conmigo de los mas crueles é indignos tratamientos, me obliga ya á no salir de una sola pieza, no me permite ya que me sirvan mas que las dos dueñas, me niega cuanto le pido, mis alimentos son ya escasos y malos, y ha llegado...... á levantar la mano contra mí.

      —¿A levantar su mano contra tí?

      —Sí señora, porque insistia yo en venir á veros.........

      —¡Pobre Blanca!......... ¿pero cómo es que veniste?

      —Aproveché el momento en que no estaba, y esponiéndome á todo, he querido hablaros, porque se trata de una persona para vos muy cara.

      —¿De quién, hija mia, de quién?

      —De Don Fernando de Quesada.

      —¿De Don Fernando? ¿le amenaza acaso algun peligro?

      —Sí señora, oid y haced de mi noticia el uso que querais, nada me importa que sepan que yo os la he traido, vos habeis sido la única persona que por mí se ha interesado sobre la tierra, á vos debo, señora, el sacrificio de mi vida, si es necesario, oidme: hoy al medio dia, mi hermano Don Pedro y Don Alonso de Rivera, vuestro hermano, han concertado para esta noche, la muerte de Don Fernando de Quesada.

      —¿Su muerte, ¡Dios mio! su muerte? ¿y cómo? ¿cómo?

      —No podré daros mas pormenores, que solo alcancé á escuchar que mi hermano decia al vuestro:—«¿está convenido?»—y Don Alonso contestaba:—«Don Fernando morirá esta noche, y vos sereis el esposo de Doña Beatriz.»

      —¡Él muerto!......... ¡yo su esposa!......... ¡Sangre del Redentor!.........

      —No os aflijais así, madrina, ante todo recordad que la noche avanza, enviad á avisar á Don Fernando que se precava, en tanto que yo vuelvo á mi casa, y si algo supiere, os doy mi palabra que lo sabreis, aun cuando entendiese perder la vida.

      —¡Ah! gracias, gracias, voy á enviarle un aviso: ¿pero á dónde, á dónde?

      —Os dejo, señora, porque en este momento necesitais de todo vuestro tiempo, y de toda vuestra libertad. Adios, adios, señora.

      —Adios, Blanca, hija mia, que Dios te guarde.

      Blanca descendió las escaleras, y á la mitad de ellas, se encontró con dos hombres que subian. Blanca vaciló y se puso pálida: aquellos dos hombres eran Don Alonso de Rivera y Don Pedro de Mejía.

      —Por la carroza he conocido que mi hermana estaba de visita en esta casa,—le dijo Don Pedro,—y deseaba preguntarle si se acostumbra que una jóven salga sin licencia de su casa.

      —Deseaba visitar á mi madrina......... contestó la jóven.

      —Retírese á su casa la doncella inmediatamente, y espere que sabré reprimirla.

      Y diciendo esto Don Pedro, se subió acompañado de Don Alonso, y Blanca, encendida de vergüenza, y con el llanto en las mejillas, subió á la carroza.

      No hemos cuidado de describir á Doña Blanca, y es fuerza que el lector la conozca.

      Diez y seis años tenia, y era esbelta como el tallo de una azucena, con esas formas que la imaginacion concibe en la Venus del Olimpo, con esa gracia de la muger que amamos, el óvalo de su rostro formaba en su barba uno de esos hoyos que son siempre un hechizo, su pelo y sus ojos negros, como las mugeres del medio dia y su cutiz sonrosado y fresco.

      Doña Blanca era un ensueño, una ilusion vaporosa, espiritual, parecia deslizarse al andar, como las náyades en la superficie de los lagos, era de esas mugeres que la imaginacion concibe, pero que ni el pincel, ni la pluma pueden retratar.

      Si amais á una muger con todo el fuego de vuestro corazon, procurad describírsela á un amigo, y os desafio á que quedeis contentos de esa descripcion, y á que no os parezca el retrato pálido y triste.

      De Doña Blanca casi no podia decirse cómo vestia, porque las mugeres que impresionan parece que van cubiertas con un velo de nubes, y ante una belleza semejante no se piensa en detalles, deslumbra, ciega, preocupa.

      —Mal la pasaremos,—decia á Doña Blanca una de las dueñas.—Don Pedro está azás mohino, y vos, Doña Blanca, nos habeis comprometido.

      —Callad, Doña Mencia,—contestó Doña Blanca—que muchas son ya mis penas, para que yo os consienta que os tomeis la libertad de reconvenirme; dejad á D. Pedro mi hermano ese trabajo, y cuidad de no meteros sino en lo que á vos atañe.

      La vieja no contestó, y la carroza siguió caminando hasta la calle de Ixtapalapa; allí entró en una de esas soberbias casas que tenian y aun conservan todo el aspecto de unos palacios.

      La calle de Ixtapalapa, era esa larga y recta calle que hoy tiene en sus cuadras muy distintos nombres, y comprendia todas las que se estienden desde la garita de la Villa, hasta la de San Antonio Abad.

      En aquellos tiempos no habia calles del Reloj, ni calles del Rastro, todas se conocian con el solo nombre de calle de Ixtapalapa.

      Las calles que ahora se llaman Reales del Rastro, fueron las primeras en donde comenzaron á fabricar sus habitaciones los principales conquistadores, y por eso las casas de esa calle, en lo general tienen ese aire de antigüedad y de fortaleza.

      Muchos años despues, cuando se colocó el reloj de Palacio, se les dió el nombre de calles de Reloj, á las que se dirigen al Norte de la ciudad.

      Pero volvamos á nuestra historia.

      La carroza que conducia á Blanca entró en el patio de una de esas grandes casas de la calle Real de Ixtapalapa, el escudero volvió allí á poner el estribo, y Doña Blanca, seguida siempre de sus dueñas, subió y se encerró en su habitacion, á esperar llorando la vuelta de su hermano D. Pedro de Mejía.

       En donde el negro Teodoro y el Bachiller ponen en juego