Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir


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á una de sus doncellas.

      —Haced que venga luego Teodoro—la dijo—y que nadie nos interrumpa.

      La doncella salió.

      En nuestros tiempos y con las costumbres modernas, una muger no se atreveria á encerrarse con un hombre, aunque este fuera un negro, por temor á ese ¿qué dirán?

      Pero entonces un negro, un esclavo no era un hombre, y una dama no temia nunca por su reputacion, aun cuando aquel negro pasase la noche en su mismo aposento; ¡tanta era la distancia á que los colocaba el color, que ni la misma calumnia se atrevia á acercarlos!

      Teodoro se presentó, Teodoro era el negro confidente de los amores de Don Fernando y de Doña Beatriz, el negro de elevada estatura que hemos conocido al entrar con D. Fernando, por la puerta falsa de la casa de Doña Beatriz.

      —Teodoro—dijo la jóven—un peligro de muerte amenaza esta noche á Don Fernando, y si á él le sucediera algo, yo moriria.

      —Mande la señora; su esclavo está pronto á obedecerla: ¿qué dispone?

      —¿Serás capaz de hacer lo que te encargue?

      —La señora sabe que no tengo mas voluntad que la suya, ¿acaso no le debo la vida y la felicidad, no soy su esclavo, mas por la gratitud, que por el dinero en que me ha comprado?

      —Pues bien, Teodoro, hoy espero la muestra de esa gratitud; corre al Arzobispado, y dile al Bachiller Martin de Villavicencio, que busque á Don Fernando, que le diga que quieren asesinarle esta noche, que por mi amor se guarde, y dile que le muestre como seña de que el recado yo le envio, esta sortija que él bien conoce.

      Doña Beatriz desprendió de uno de sus dedos una hermosa sortija con una cruz de gruesos brillantes, y se la dió á Teodoro.

      —¿No mas eso tengo que hacer?—preguntó Teodoro.

      —No mas—contestó Doña Beatriz—¿por qué lo preguntas?

      —Es que eso me parece hacer muy poco, cuando mi ama está tan afligida.

      —¿Pues qué piensas tú?

      —Si la señora mi ama me lo permite, yo seguiré á Don Fernando toda la noche, y le responderé á mi ama que nadie tocará uno de sus cabellos, hasta que Teodoro haya espirado.

      —¿Harás eso? preguntó conmovida Doña Beatriz.

      —Mi ama lo verá si lo permite. ¿Acaso Teodoro el negro no debe á la señora la vida?

      —Te lo permito y te lo mando, vé.

      El negro se inclinó reverentemente y salió de la estancia.

      El Bachiller Martin de Villavicencio dormia en su cuarto, reponiéndose de la mala noche pasada la víspera; el Arzobispo le habia dado, por decirlo así, vacaciones, y el Bachiller las aprovechaba: su Ilustrísima, aunque eran ya las oraciones, no volvia del Palacio del Virey.

      Llamaron á su puerta, y el Bachiller se levantó.

      —Calle—dijo—me he dormido á las dos y son horas ya de las oraciones—¡adelante!

      Habian vuelto á llamar. Teodoro entró con la gorra en la mano.

      —Teodoro, ¿tú aquí? ¿qué manda mi señora Doña Beatriz?

      —Mi ama, señor, me manda deciros que os sirvais avisar inmediatamente al señor Oidor Don Fernando de Quesada, que por el amor que la tiene, se guarde, porque en esta noche se tiene concertado el asesinarlo.

      —¿Asesinarlo? ¿pero quién, cómo, en donde?

      —Creo que mi ama tambien lo ignora, porque si no, me hubiera dicho que os lo dijera, para evitar el golpe.

      —Pero Don Fernando creerá que es una conseja; ¿por qué Doña Beatriz ni aun escribió?.........

      —Don Fernando os creerá, señor, porque para eso me manda deciros mi ama que os envia esta sortija que mostrareis por seña al señor Oidor.

      —¿Pero á tí nada te encargó para evitar una desgracia?

      —Yo velaré por mi señor D. Fernando toda la noche, y pasarán por el cadáver del negro Teodoro, antes que hacerle mal.

      —Muy bien, ¿tienes armas por si se ofrece el caso?

      —¿Armas? los esclavos no podemos usarlas, y menos despues del motin del Juéves Santo.

      —Tienes razon, pero entonces ¿qué puedes hacer?

      —El negro Teodoro no necesita del cuchillo, ni de la espada—dijo Teodoro con desden, y acercándose indiferentemente á uno de los balcones, tomó entre sus manos dos de los hierros del barandal, y sin esfuerzo aparente de ninguna especie, los reunió, como si hubieran sido débiles cañas.

      —¡Jesucristo!—esclamó el Bachiller admirado—tienes una fuerza espantosa.

      —Poco habeis visto—contestó con frialdad Teodoro—me voy si vos no mandais otra cosa.

      —¿Adónde vas?

      —A buscar á Don Fernando, para guardarlo toda la noche.

      —Acompáñame que voy tambien á buscarle.

      —Obedeceré porque así me lo mandais, pero al vernos juntos pudieran maliciar.

      —Dices bien, ¿sabes que tienes mucho talento para ser negro?

      —Dios me lo ha dado así.

      —Bien, vete y cuidado.

      El negro salió sin replicar.

      El Bachiller se dirijió por su parte á la tienda del Zambo en la plaza, y de donde le vimos sacar una espada. Aquella tienda era un cuartejo de pésima apariencia; no tenia sino un pequeño armazon en donde se ostentaban algunas vasijas de barro y algunas reatas por toda mercancía, y una mesa sucia y vieja que hacia el oficio de mostrador.

      Martin entró á la tienda, y se dirijió á tomar asiento en una mala cama que habia detrás del aparador. El Zambo lo seguia humildemente.

      —Vamos á ver—dijo Martin—¿sabes que alguno de los nuestros, tenga ajustado trabajo para esta noche?

      —Solo el ahuizote me ha dicho que esta noche le tenga listas tres espadas buenas y tres dagas.

      —¿Y de qué se trata?

      —No he podido averiguar.

      —¿Quiénes le acompañan?

      —Lo ignoro, pero no deben ser de los nuestros, porque él no me dijo nada, sino que me advirtió que vendria él solo por las tres espadas.

      —¿Cómo sabremos?

      —Solo hablando al mismo ahuizote.

      —¿Dónde podré hallarle?

      —En casa de la bruja Sarmiento á la oracion de la noche.

      —Iré allá; tenme preparadas á mí tambien tres buenas espadas y tres dagas para esta noche, toma.

      El Zambo alargó la mano, y Martin puso en ella algunas monedas de plata.

      Apesar de la riqueza casi fabulosa, de las minas de oro y plata de la Nueva España, los colonos no conocian ni usaban en sus mercados monedas de oro. Los reyes de España habian prohibido su acuñacion, y hasta el año de 1676 se consintió á la casa de moneda de México, labrarla y ponerla en circulacion, pregonándose y celebrándose la real cédula, saliendo á caballo los ministros de la casa de Moneda, con atabales y bajo de arcos, en medio de una gran solemnidad.

      Las monedas de plata no eran redondas como ahora, sino de formas irregulares.

      El Bachiller Martin salió de la tienda.

      —Primero—pensó—iré