Teodoro levantando un puñal del suelo.
Don Fernando guardó su espada y se puso en marcha seguido del negro que llevaba á cuestas al herido, avanzaron un poco y se oyó un rumor de pasos: eran dos hombres que traian la direccion opuesta y con los que debian encontrarse.
—¡Ah de los que van!—dijo uno de los dos.
—¡Alto los que vienen!—contestó Don Fernando sacando la espada.
A la luz de la luna se vieron brillar los estoques de los que venian. Teodoro puso en el suelo con mucho cuidado al herido, y se colocó al lado de Don Fernando.
—¿Quién va?—dijo una voz.
—Oidor de la Real Audiencia—contestó Quesada adelantándose.
—Mi señor Don Fernando de Quesada.
—Señor Bachiller—contestó el Oidor.
—Loado sea Dios, que encuentro á su señoría, porque en alas del temor, hemos venido en su busca. ¿Ha tenido su señoría.........?
—Un mal encuentro; pero á Dios gracias que con el refuerzo de Teodoro, ni yo tuve por qué sentir, ni ellos por qué alegrarse: mirad.
—Teneis un cautivo.
—Es la proeza de Teodoro, pero retirémonos que no seria prudente que así nos viesen.
—Si no le disgusta á usía, me tomaré la licencia de acompañarle.
—No cabe disgusto en lo que causa satisfaccion: acompañadme.
Teodoro alzó su carga y los cinco llegaron á la casa del Oidor.
—Ahora, señor Bachiller, dijo el Oidor, tócame mi turno de ofreceros en esta noche la hospitalidad que á tales horas, témome que no encontreis abierta vuestra habitacion.
—De grado acepto—contestó Martin—y no temo incomodar á su señoría, porque algunas cosas tengo que poder comunicarle.
—Pues pasad.
—Permítame usía despedir á este compañero.
El Bachiller habló algunas palabras con el embozado que le acompañaba, y éste se retiró, haciendo una profunda carabana al Oidor.
El negro habia permanecido firme cargando á su hombre.
Cuando estuvieron dentro ya de la casa y cerrado el zaguan, el Bachiller dirigiéndose al herido, dijo:
—¿Y de éste, qué dispone su señoría?
—Lo veremos.
Un lacayo trajo un candil.
—No lo conozco—dijo Martin.
—Yo sí—agregó el Oidor,—y sobre todo por la librea. Es un paje de la casa de Don Pedro de Mejía; por mi fé que no perdona mi señor Don Alonso medio de oponerse á la fundacion.
—¿Creeis?
—Estoy seguro.
—Encargaos de ese hombre—dijo á sus criados Don Fernando, y subid vosotros conmigo—agregó dirigiéndose á Martin y á Teodoro.
X.
Lo que habia visto y sabido el Bachiller en la casa de la Sarmiento.
LA Sarmiento guiaba alumbrando á Martin en el subterráneo; en el fondo de la segunda bóveda habia una mesa cubierta con una bayeta negra, vieja, y llena de manchas y de agujeros.
Las bóvedas eran un confuso depósito de objetos raros y horribles, esqueletos, cráneos, animales vivos ó disecados, cajas y vasijas de figuras estrañas, armas, vestidos, libros, papeles, bolsas y sacos de todos tamaños, hornillos y braceros, yerbas, flores, ramas y troncos de árboles, pero así, como perdiéndose, ocultándose entre sombras sin contornos, sin precision, como desvaneciéndose unos objetos en los otros.
Martin era hombre de talento, y procuró no mostrarse admirado de nada.
—Valiente coleccion de porquerías guardais aquí—dijo á la Sarmiento.
La vieja volvió el rostro para verle, entre admirada y colérica.
—¡Qué entendeis vos de todo esto!—contestó—sentaos.
El Bachiller se sentó en un sillon de baqueta negra sin bra zos, y que tenia un respaldo alto, que casi terminaba en punta.
—Hablemos—dijo la Sarmiento.
—Ante todo, permitidme que os diga que con perdon del Santo Oficio, tanto creo en las brujas, como creer en el Purgatorio, y así podeis escusaros de intentar conmigo hechizos, que será perder vuestro tiempo.
—Mas convencido quedareis al salir de aquí, de vuestra ignorancia, que yo lo estoy de que teneis que acabar vuestra vida en las cárceles secretas del Santo Tribunal.
—No me digais eso ni de chanza, que de la Inquisicion tengo tanta fé de que existe como de Dios.
—Producciones teneis para salir con el sambenito.
—Dejemos eso y vamos á lo que me habeis prometido.
—Vamos—decis que se trata de asesinar esta noche á un hombre.
—Sí.
—¿Y quereis saber si morirá hoy ó muy pronto?
—Holgárame de saber la verdad.
—Bien, ¿teneis sobre vos alguna prenda suya?
El Bachiller se registró.
—Ninguna.
—Entonces escribid su nombre en este pergamino.
La bruja presentó un pequeño pedazo de pergamino al Bachiller, tomó éste una pluma y puso el nombre del Oidor.
La bruja encendió un candil de forma estraña.
—¿Qué es eso?—preguntó Martin.
—Es un candil que se alimenta con sangre humana, y la mecha está sacada de sudario de un ajusticiado.
El Bachiller se sonrió con desprecio. La bruja tomó el pergamino y lo acercó á la llama, el pergamino se incendió produciendo una luz blanca y hermosa.
—Este hombre está enamorado y correspondido.
—¿En qué lo conoceis?
—En la luz blanca.
Luego se apagó repentinamente.
La Sarmiento recogió las cenizas.
—Este hombre no poseerá á la muger que ama.
—¿Por qué?
La luz se apagó de repente, y las cenizas quedaron negras.
La Sarmiento trajo una gran bandeja de acero y mezcló alli diferentes líquidos, pero siempre quedaban trasparentes y limpios.
—Poned cuidado—dijo al Bachiller—si al arrojar las cenizas en esta agua se pone roja inmediatamente, vuestro amigo morirá hoy de mala muerte; si no, cada burbuja de aire que salga será un mes de vida que le quede, hasta que el agua cambie de color y entonces morirá, si el agua se torna verde, su muerte será tranquila; si roja, morirá de mala muerte.
Martin no creia, y sin embargo, estaba trémulo y su corazon latia con una violencia terrible y no se atrevia á separar los ojos de la vasija.
La bruja dijo entre dientes algunos conjuros y arrojó en el agua las cenizas.
Martin contuvo hasta la respiracion; la Sarmiento tenia las manos estendidas