Vicente Riva Palacio

Monja y casada, vírgen y mártir


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nada, y sin embargo, jamas les faltaba dinero; la casa que habitaban era de su propiedad.

      Algunas noches se habian visto embozados y damas, llegar á la casa y entrar en ella, los vecinos le tenian una especie de respeto ó de miedo á aquella muger, pero algunas veces se atrevian á ir á espiar por las rendijas de las mal ajustadas ventanas, y nunca lograron descubrir nada.

      Alguno llegó á pegar sus ojos á esas rendijas despues de haber visto entrar una dama, y solo vió á Anselmo y á María sentados delante de una vela, haciéndose señas imposibles de interpretarse.

      Sin embargo, en aquella casa habia una cosa que no se ocultaba al público, que era quizá lo que mas horrorizaba á los vecinos, y en la cual no cuidaban de intervenir los familiares de la Inquisicion.

      Anselmo y María domesticaban y criaban toda clase de animales, pero con mas predileccion víboras de cascabel, de las que tenian una respetable coleccion en jaulitas de madera que ellos mismos hacian.

      Algunas veces por las tapias del corral, los curiosos veian que mientras la Sarmiento se dedicaba á sus oficios domésticos, los dos hermanos sentados al sol, y dando gruñidos semejantes á los de los perros, cuando están contentos, se ocupaban en dar de comer á seis ú ocho enormes víboras de cascabel.

      Aquellos horrorosos reptiles salian de sus jaulas, subian por los brazos de Anselmo, se acomodaban en el torneado seno de la muchacha, arrimaban sus caras chatas al rostro de María, como un gato que hace fiestas, lanzando un silbidillo agudo, y moviendo su lengua ahorquillada con una rapidez asombrosa.

      —Ah descreidos, en esas habeis de morir—decian los vecinos.

      Pero no llegaba á sucederles nada, y los mas cristianos les imputaban que tenian «compacto con el diablo.»

      Habia entrado ya la noche, cuando Martin llegó á la casa de la Sarmiento y llamó.

      —La paz de Dios sea en esta casa—dijo.

      —Amen—contestó la Sarmiento—¿qué se os ofrece, caballero?

      —Venia en busca del Ahuizote—dijo Martin con un tono brusco.

      —No ha venido hoy, pero siéntese usarcé señor Bachiller Don Martin de Villavicencio Salazar.

      —Calle, ¿y de dónde conoceis vos mi nombre?

      —Si buscais al Ahuizote y sabeis que ellos vienen por acá, ¿qué milagro será que os conozca?

      —Teneis razon, y supuesto que entre nosotros no hay misterio, ¿podeis decirme adónde hallaré al hombre que busco?

      —Costumbre tiene de venir aquí todas las noches á las oraciones, porque gusta mucho de esa muchacha—dijo la Sarmiento señalando á María, en quien no habia reparado bien el Bachiller.

      —Oh, y por mi fé que es una preciosa mulata, buenas noches, hermosa.

      —Es sorda y muda—dijo la Sarmiento.

      —¡Qué lástima!—esclamó Martin—con que esta es la propiedad del Ahuizote.

      —Poco á poco, le gusta y es todo, pero nada mas, que María es niña, y á ella no le hace gracia el indio, vereis.

      La Sarmiento hizo una seña á María, que seguia los movimientos de los interlocutores, con sus ojos hermosos y llenos de inteligencia y de vida.

      La muchacha contestó con un gesto de profundo desdén. Anselmo alzó los ojos, vió la seña, y una débil sonrisa se dibujó en su boca.

      María era una muchacha tan perfectamente formada que parecia una Vénus de bronce, y como solo traia una camisa bastante descotada, su cuello, su pecho y sus hombros ostentaban toda su belleza y su morvidez; el brillo de sus ojos, y el carmin fresco de sus labios tenian una hermosura infernalmente provocativa. Los galanes del rumbo envidiaban á las víboras, y el Bachiller, hubiera sido de la misma opinion, si hubiera sabido las escenas que nosotros conocemos.

      —¿Y creeis que vendrá esta noche el Ahuizote?—dijo Martin.

      —Si he de decir la verdad, creo que no.

      —¡Demonio!—dijo con impaciencia Martin.

      —¿Qué quereis?—esclamó la vieja tan inmediatamente, que el Bachiller se espantó como si el demonio de veras hubiera contestado á su llamamiento.

      —¿Sois vos acaso el demonio, que así contestais cuando se le nombra?

      —No, pero tan impaciente os miro, que os ofrecia mis servicios.

      —¿Sabeis qué clase de negocio tiene entre manos el Ahuizote esta noche?

      —No lo sé, pero decidme si gustais, cuál es el que á vos os preocupa, que entonces mas fácil me será deciros lo que va á acontecer.

      —¿Sereis bruja por ventura?

      —¿Sereis vos familiar del Santo Oficio para requerirme?

      —Nada menos que eso.

      —Pues bien, decidme si quereis saber algo, que yo procuraré serviros, y no os mezcleis en asuntos ajenos.

      —Quisiera saber de un hombre á quien se pretende asesinar en esta noche.

      —Un vuestro enemigo.

      —Por el contrario, amigo mio.

      —¿Sois de los nuestros?—dijo la Sarmiento, lanzando el grito de una lechuza.

      —Sí—dijo Martin, contestándole con el mismo grito.

      —Seguidme.

      La Sarmiento encendió un candil de cobre, hizo una seña á los sordo-mudos, y se dirigió á la cocina, seguida de Martin.

      En uno de los rincones habia una cuba vacía, que apartó la muger con gran facilidad, y debajo una gran losa con un anillo de fierro oculto por un monton de basura.

      La Sarmiento tiró del anillo, se levantó la losa, y á la luz del candil, se descubrió la entrada de un subterráneo y los primeros escalones de un caracol de piedra.

      —Bajad—dijo la Sarmiento, mostrando la entrada á Martin.

      Martin vacilaba.

      —Bajad y no tengais miedo—insistió la vieja.

      Para que un hombre resista á la palabra «miedo» salida de la boca de una muger, aun cuando esta muger sea una harpía, se necesita que este hombre, esté como se decia en aquellos tiempos: «dejado de la mano de Dios.»

      Martin entró sin vacilar al subterráneo, y la Sarmiento le siguió cerrando tras sí la entrada.

      Descendieron como veinte escalones, y el Bachiller se encontró en una gran bóveda, que á lo que pudo ver con la escasa luz del candil, daba paso á otras varias de la misma especie.

      Entonces la bruja se puso delante de él, y le dijo:

      —Aquí sí yo os guiaré, porque no conoceis el terreno, seguidme.

       Cómo el negro Teodoro probó que no necesitaba de armas.

       Índice

      EL Oidor era hombre de un valor á toda prueba, no de los que se animan ante el peligro, sino de los que lo buscan y lo desafian. Un peligro le amenazaba aquella noche en la calle, y sentia una necesidad, una especie de vértigo para buscarlo y encontrarlo cuanto antes.

      Don Fernando estaba enamorado, y todos los enamorados han sido, y serán siempre, lo mismo. Doña Beatriz sabia que se tramaba su muerte, y Don Fernando se hubiera creido deshonrado si hubiera dejado de salir á la calle esa noche; creeria Doña Beatriz que habia tenido miedo.

      Además,