histórica de Beethoven y la degradación del criterio musical como consecuencia de la penetración del gusto parisino.
En la primera parte, desde un inicio no demasiado interesante sobre la relación entre el gran artista y la nación alemana en el que aborda el problema del posible elemento nacional en la música de Beethoven, trata de establecer la peculiaridad de la música en relación a las demás artes. Wagner se pone aquí definitivamente en manos de Schopenhauer, lo que implicaba una revisión de la idea de drama musical –en la doctrina defendida hasta entonces por Wagner, la música quedaba subordinada al drama, la obra de arte del futuro, la forma reintegradora de las diversas artes–. Si, como quería Schopenhauer, la música es un arte superior a todos los demás porque sólo en ella habla directamente la voluntad, ¿qué otra cosa le quedaría al drama sino subordinarse a la música? Ésta es la cuestión a la que trata de responder Wagner con Beethoven en el plano doctrinal y con Parsifal en el plano artístico.
No me detendré a resumir lo que se dice en Beethoven sobre la música, entre otras cosas, porque sería repetir lo ya dicho antes al hablar de Schopenhauer y porque Wagner dice mucho peor y con mucha menos claridad lo que tan bien expresaba Die Welt als Wille und Vorstellung. Más interesante resulta analizar el modo en que el autor resuelve la aporía a la que parecía llevarle la sobrevaloración de la música en relación con la escena. La solución que se propone en Beethoven a la inacabable cuestión no es una simple vuelta a posiciones anteriores a Arte y Revolución, sino una enrevesada defensa de la legitimidad del drama musical en lugar de dedicarse a escribir sonatas, cuartetos o sinfonías.
La música, precisamente por la profundidad en la que se encuentra la fuente de la que surge, presenta una gran dificultad para su transmisión. No resulta inmediatamente comprensible para el receptor atrapado en el mundo del tiempo. Así, la música se experimenta como el oscuro rumor que trae el eco de la voluntad, pero requiere un elemento mediador que ayude a su percepción. Necesita del mundo engañoso de los fenómenos para poder llegar al receptor. La relación entre la música y el tiempo encierra una paradoja. El elemento de la música, la armonía de los sonidos, no pertenece al tiempo, carece de coordenadas temporales; sin embargo, para transmitir esa armonía, el músico ha de recurrir a la sucesión rítmica del tiempo. La música tiene que asociarse con la idea poética. Surge así el drama musical, cuya acción trasmite esa voz no reductible directamente a conceptos, a una forma en la que puede ser bien captada por el receptor. El drama se convierte así en portador de la voz de la voluntad, que reside en la música. En un escrito breve de la época de Beethoven Wagner denominará a sus dramas «actos de música que se hacen visibles»[73].
Pero el papel mediador del drama es posible como consecuencia de la afinidad única que existe con la música.
La música incorpora por completo el drama dentro de sí, porque el drama expresa la única idea del mundo que corresponde a la música. El drama sobrepuja las limitaciones de la poesía en una forma idéntica a cómo la música sobrepuja a todas las otras artes […] De la misma forma que el drama no pinta los caracteres humanos, sino que los deja presentarse directamente, la música nos da a través de sus motivos el carácter de todos los fenómenos […] de acuerdo con su más íntima esencia[74].
Por otro lado, de la misma forma que el drama tiene una naturaleza que le acerca a la música más que ninguna otra forma artística, la propia música tiene unas posibilidades de expresión dramática inalcanzables para cualquier forma puramente teatral. Las transformaciones de los motivos musicales, la forma en que Wagner crea en el drama musical un equivalente al desarrollo de sonata beethoveniano, no sólo tiene analogías con los procesos dramáticos, sino que el mismo drama sólo puede comprenderse plenamente a través de aquellas transformaciones. En Beethoven Wagner recurre al ejemplo elocuente de la Obertura Leonora III:
¿Quién puede escuchar esta pieza fascinante sin sentirse completamente convencido de que la música encierra también en sí el drama más perfecto? ¿Qué es la acción dramática del texto de la ópera Leonora más que una casi fastidiosa atenuación del drama experimentado en la obertura, como un comentario aburridamente explicativo de Gervinus a una escena de Shakespeare?[75].
De esta forma, la afinidad de fondo entre música y drama le permitiría a Wagner salvar parcialmente la concepción de drama musical como forma artística, pero ya no como obra de arte del futuro. La lente de Schopenhauer muestra un futuro indiferenciado del presente; el drama musical sólo puede ser ceremonia del consuelo, consuelo que no radica ya en la promesa redentora de la mujer, sino en el conocimiento de lo irremediable del abismo sobre el que está construida la identidad. En un pasaje de Beethoven Wagner cuenta una experiencia tristanesca que constituiría un argumento existencial en favor de la adopción radical de la estética de Schopenhauer:
En una noche de insomnio me asomaba al balcón junto al Gran Canal de Venecia. Como un sueño profundo, la legendaria ciudad de la Laguna se extendía ante mí en la sombra. Del más completo silencio se elevó la ruda queja de un gondolero despierto en su barca, esa queja con la que llamaba en la noche a la distancia, hasta que de la mayor lejanía le contestó la misma queja que venía del canal nocturno. Reconocí la antiquísima tristeza de la frase, que subyace también a los conocidos versos de Tasso, pero que es tan vieja como los canales de Venecia y sus habitantes. Tras solemnes pausas se animó finalmente el diálogo sonoro y pareció fundirse en armonía, hasta que lejos y cerca el sonido volvió a apagarse de nuevo en la somnolencia recobrada. ¿Qué podía decirme de sí misma la Venecia del día, iluminada por el sol, colorida y hormigueante, de lo que no me hubiera hecho consciente de forma infinitamente más profunda y directa ese sonoro sueño nocturno?[76].
Parsifal
Parsifal es el último drama de Wagner, pero no el último en ser concebido, sino el de gestación más dilatada. Desde el surgimiento de la idea hasta el estreno de la obra transcurrieron casi cuarenta años, y aunque la mayor parte de ese tiempo se dedicara a otras tareas, una y otra vez afloran en su trabajo elementos relacionados con lo que acabaría siendo Parsifal. El proyecto como tal surge en el verano de 1845 en Marienbad, pero ya antes estaba presente de forma vaga, por ejemplo en Tannhäuser, uno de cuyos protagonistas era el autor de Parzival en la vida real: Wolfram von Eschenbach. La Urform de Parsifal es incluso anterior. En Der fliegende Holländer aparecen por primera vez elementos esenciales de la obra final: la figura del condenado errante en busca de redención y la problemática del tiempo circular. Como he señalado ya, en Parsifal culminan ideas básicas de la estética romántica. Éstas se realizan en el Bühnenweihfestspiel de forma original e irrepetible[77]. Diez años después de Beethoven Wagner publica Religión y Arte, un texto que puede leerse como fundamentación teórica del Bühnenweihfestspiel. El párrafo inicial, ya aludido, afirma:
Se podría decir que allí donde la religión se hace artificiosa, está reservado al arte salvar el núcleo de la religión […] dando a conocer la verdad profunda que se esconde en sus símbolos míticos a través de su representación ideal[78].
La fe de las Iglesias se habría ido esclerotizando, sus antiguos símbolos llenos de vida se habrían convertido en dogmas. Las mismas formas artísticas que habían tratado de representar las ideas religiosas –las artes plásticas, la literatura o el teatro– se habrían visto atrapadas en ese proceso de esclerotización al atenerse a la apariencia de la realidad y a su concepto. Sólo la música sería capaz de presentar la realidad última, escondida tras las apariencias.
En sentido estricto, la música es el único arte que corresponde perfectamente a la fe cristiana […] La música nos dice: «es esto», porque supera toda escisión entre concepto y sensación, y esto a través de la forma sonora, incomparable con nada real, que no atiende en absoluto al mundo de las apariencias, que por el contrario se apropia