Enrique Gavilán Domínguez

Otra historia del tiempo


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histórica de Beethoven y la degradación del criterio musical como consecuencia de la penetración del gusto parisino.

      En la primera parte, desde un inicio no demasiado interesante sobre la relación entre el gran artista y la nación alemana en el que aborda el problema del posible elemento nacional en la música de Beethoven, trata de establecer la peculiaridad de la música en relación a las demás artes. Wagner se pone aquí definitivamente en manos de Schopenhauer, lo que implicaba una revisión de la idea de drama musical –en la doctrina defendida hasta entonces por Wagner, la música quedaba subordinada al drama, la obra de arte del futuro, la forma reintegradora de las diversas artes–. Si, como quería Schopenhauer, la música es un arte superior a todos los demás porque sólo en ella habla directamente la voluntad, ¿qué otra cosa le quedaría al drama sino subordinarse a la música? Ésta es la cuestión a la que trata de responder Wagner con Beethoven en el plano doctrinal y con Parsifal en el plano artístico.

      No me detendré a resumir lo que se dice en Beethoven sobre la música, entre otras cosas, porque sería repetir lo ya dicho antes al hablar de Schopenhauer y porque Wagner dice mucho peor y con mucha menos claridad lo que tan bien expresaba Die Welt als Wille und Vorstellung. Más interesante resulta analizar el modo en que el autor resuelve la aporía a la que parecía llevarle la sobrevaloración de la música en relación con la escena. La solución que se propone en Beethoven a la inacabable cuestión no es una simple vuelta a posiciones anteriores a Arte y Revolución, sino una enrevesada defensa de la legitimidad del drama musical en lugar de dedicarse a escribir sonatas, cuartetos o sinfonías.

      Pero el papel mediador del drama es posible como consecuencia de la afinidad única que existe con la música.

      Por otro lado, de la misma forma que el drama tiene una naturaleza que le acerca a la música más que ninguna otra forma artística, la propia música tiene unas posibilidades de expresión dramática inalcanzables para cualquier forma puramente teatral. Las transformaciones de los motivos musicales, la forma en que Wagner crea en el drama musical un equivalente al desarrollo de sonata beethoveniano, no sólo tiene analogías con los procesos dramáticos, sino que el mismo drama sólo puede comprenderse plenamente a través de aquellas transformaciones. En Beethoven Wagner recurre al ejemplo elocuente de la Obertura Leonora III:

      De esta forma, la afinidad de fondo entre música y drama le permitiría a Wagner salvar parcialmente la concepción de drama musical como forma artística, pero ya no como obra de arte del futuro. La lente de Schopenhauer muestra un futuro indiferenciado del presente; el drama musical sólo puede ser ceremonia del consuelo, consuelo que no radica ya en la promesa redentora de la mujer, sino en el conocimiento de lo irremediable del abismo sobre el que está construida la identidad. En un pasaje de Beethoven Wagner cuenta una experiencia tristanesca que constituiría un argumento existencial en favor de la adopción radical de la estética de Schopenhauer:

      Parsifal

      La fe de las Iglesias se habría ido esclerotizando, sus antiguos símbolos llenos de vida se habrían convertido en dogmas. Las mismas formas artísticas que habían tratado de representar las ideas religiosas –las artes plásticas, la literatura o el teatro– se habrían visto atrapadas en ese proceso de esclerotización al atenerse a la apariencia de la realidad y a su concepto. Sólo la música sería capaz de presentar la realidad última, escondida tras las apariencias.