Enrique Gavilán Domínguez

Otra historia del tiempo


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romanticismo, en consonancia con sus supuestos estéticos, introduce una devaluación relativa de la vista en favor del oído. Culminará en esta elevación schopenhaueriana de la música a forma suprema de conocimiento. Schopenhauer radicalizará la exaltación de lo acústico, no sólo en un sentido positivo, convirtiendo la música en un arte muy superior a todos los demás, expresión directa de la voluntad, sino también en su sentido negativo, apuntando al oído como el punto más vulnerable de un hombre sensible. En un pasaje que parece la nota a pie de página al tormento de la rueda del tiempo de Wackenroder, el filósofo contrapone la vista y el oído, subrayando la enorme diferencia en la perturbación potencial que nace del segundo en relación a la primera: «La gran perturbación que la capacidad de pensar sufre por los sonidos hace que las cabezas pensantes y en general las personas de espíritu, sin excepción, no puedan soportar absolutamente ruido alguno». De ahí deriva una medida de la espiritualidad de un hombre: «Alimento hace mucho tiempo la opinión de que la cantidad de ruido que se puede soportar sin molestia está en relación inversa a las capacidades espirituales, y así puede considerarse como la medida aproximada de éstas»[36].

      Final

      La paradoja de música y drama como encarnación de la estética romántica. el tiempo en Wagner

      Contra la opinión que el propio Wagner pudiera tener sobre el significado de su obra, vista desde hoy resulta mucho más importante por el modo en que consigue combinar y realizar ideas de otros que por lo que pueda haber allí de un pensamiento propio y coherente, realmente original o innovador. Pero a pesar de que no sea así en lo relativo a su formulación doctrinal, el conjunto de la obra de Wagner, entendida en su triple dimensión teórica, compositiva y escénica, se convierte desde la segunda mitad del siglo XIX en el punto de referencia de la música europea moderna y en estímulo clave de la reflexión estético-política. Su importancia deriva en parte de la insólita capacidad de asociar a unas realizaciones artísticas extraordinarias una teoría que, a pesar de sus debilidades, dotaba a esos dramas de una coherencia, al menos aparente, que les otorgaba un poder de convicción único.

      No resulta sencillo trazar un perfil nítido de la estética wagneriana. Esa dificultad no deriva solamente de las transformaciones que experimentó, sino también y sobre todo de sus deficiencias teóricas. A pesar de que sin duda Wagner fuera el músico de su época que de forma más decidida y sistemática trató de fundamentar teóricamente sus posiciones, ni su estilo ni su tendencia a cierto eclecticismo desordenado ni, sobre todo, la escasa clarividencia sobre su propia posición ayudan demasiado a reconstruir el dibujo exacto de sus ideas estéticas y el modo en que fueron evolucionando. A pesar de todo, esa teoría incoherente, caprichosa, a veces incompetente, casi siempre carente de la lucidez para reconocer su posición exacta en el laberinto filosófico del siglo XIX, iba a ejercer una influencia decisiva tanto sobre la creación artística de su autor como sobre el modo en que iba a ser comprendida. Como teórico, Wagner tiene mucho más de bricoleur que de alquimista. En sus reflexiones estéticas se puede sentir más la genialidad del cocinero amante del riesgo y la experimentación que la coherencia del químico de sólida formación, pero la falta de rigor en la combinación no hace menos sabrosas sus creaciones, aunque quizás resulten algo indigestas. El fuerte de Wagner reside en su capacidad para dar apariencia de coherencia y rigor a un bricolaje teórico, que en todo caso ponía de manifiesto el oído del músico para orientarse en medio de las corrientes más interesantes que circulaban por las arterias del siglo XIX. A la postre, su falta de escrúpulos teóricos le iba a posibilitar hermanar ingredientes en una mezcla que le hubiera resultado disparatada a un teórico más consciente. Paradójicamente, esa incompetencia le iba a permitir construir una mezcla con un poder de penetración social mucho más eficaz que otras doctrinas mejor elaboradas. En este sentido, el Nietzsche wagneriano ofrecería un ejemplo elocuente: un teórico mucho más competente atrapado, sin embargo, en la palabrería del maestro, hasta el punto de que el filósofo llega a entender mucho peor que Wagner sus ideas sobre la actualización de la tragedia griega en el drama musical.

      En todo caso, la principal razón para dedicarle un espacio tan amplio no deriva única ni principalmente de la influencia de sus teorías. La razón se encuentra mucho más en lo que la obra de Wagner tiene de plasmación acabada de la estética romántica. En sus dramas la redención de la rueda del tiempo se convierte en eje de la creación. El artista abandona el disfraz de anacoreta para presentarse bajo las más diversas caracterizaciones: marino errante, minnesänger arrepentido, caballero del cisne, dios turbulento pero buen lector de Schopenhauer, zapatero poeta, etcétera.