y sonidos, que flota sobre el oscuro océano insondable[22].
En cierta medida, la estética que inaguran los textos de Wackenroder dibuja la música como alternativa, como locus donde surgiría un ritmo diferente, un locus más auténtico, un templo en el curso del tiempo. La música crearía y proyectaría un tiempo diferente, que más adelante Schopenhauer transformará en latido directo de la voluntad.
En el último año de su corta vida, Wackenroder, con la colaboración al parecer poco importante de Ludwig Tieck, publica una obra que tendrá gran influencia sobre el romanticismo musical, Desahogos del corazón de un monje amante del arte[23]. El texto concentra y anticipa algunas ideas sobre la música que dominarían el siglo XIX. Su figura central, Joseph Berglinger, se situará junto a Johannes Kreisler, la criatura de Hoffmann, en el panteón de los músicos más célebres del movimiento romántico. El libro de Wackenroder se presenta como una miscelánea. La biografía de un músico ficticio, Josef Berglinger, modelo del artista romántico, sirve de marco para piezas de diversos géneros: ensayos, biografías de pintores famosos, etcétera. Tras la tempranísima muerte de Wackenroder, Tieck publicó un nuevo libro de su amigo, que continuaba el anterior, Fantasías sobre el arte para amigos del arte[24]. Esta segunda obra se presenta como una recopilación póstuma de escritos breves de Berglinger. En esa colección figura un cuento brevísimo, «Cuento mágico oriental de un santo desnudo»[25], que resume el centro de la concepción romántica: la música como redención, despertar, remedio contra el invencible sufrimiento del mundo, cuyo tormento se expresa ante todo como tiempo.
El relato cuenta la historia de un anacoreta trastornado por el ruido insoportable de la «rueda del tiempo», cuyo sonido expresa la imparable transitoriedad de todo y la inutilidad de todo afán. Su vida, dominada por la angustia, le resulta insoportable. Tampoco entiende los esfuerzos triviales de quienes se acercan a su soledad; en ocasiones reacciona de forma iracunda y brutal, atacando a quien ve por allí recogiendo hierbas. Tan sólo alguna hermosa noche, ante la visión de la luna, se detiene su angustia. Se reaviva entonces el anhelo (Sehnsucht, concepto central del romanticismo alemán) de una belleza nueva y desconocida[26]. Desesperado ante la imposibilidad de realizar ese sentimiento, vuelve al ruido insoportable de la rueda. Tras años de tormento, una noche pasa una barca con una pareja de enamorados por el río cercano a la cueva. De la barca surge una música etérea que asciende hacia el cielo[27], y con su sonido se desvanece por fin la insoportable rueda del tiempo. La figura del monje desaparece y en su lugar surge un espíritu que posee la belleza de un ángel, flota en el aire con los brazos extendidos hacia el cielo y, mientras baila al son de la música, se pierde entre las estrellas. Los amantes creen percibir en esa figura el genio del amor de la música[28].
El relato se presenta como una ficción creada a su vez por un autor ficticio –Joseph Berglinger– y publicada –como las Phantasien– póstumamente. Pero la simetría entre ficción y realidad, y el efecto de la primera sobre la segunda, son aún más profundos. A pesar de que la historia del anacoreta se presenta con un grado de alejamiento de lo real tan absoluto (inverosímil ficción dentro de una manifiesta ficción), su relación con la realidad está lejos de ser hipotética. En efecto, el texto de Wackenroder se convertiría en paradigma del romanticismo musical (musikalische Romantik).
La historia del monje desnudo, situada en un paisaje exótico, con un desenlace favorecido por la luna, la barca con los amantes en medio de la belleza de la noche, etcétera, parecen una antología de tópicos románticos. Forma parte también de la larga lista de relatos románticos de anacoreta, metáfora transparente del artista aislado e incomprendido en una sociedad dominada cada vez más por las leyes de hierro del mercado. La lista podría iniciarse con el Hyperion de Hölderlin, continuar con el propio Tieck –William Lovell– y seguir con un largo etcétera[29]. Pero la historia de Wackenroder fija también el proyecto estético de un arte que, tras conseguir la independencia de la religión, pretende convertirse en su sustituto y finalmente en una forma nueva de religión. La belleza de la noche en la que se realiza la transfiguración del anacoreta anticipa el hechizo del Viernes Santo (Karfreitagszauber) wagneriano, con una diferencia: en el relato de Wackenroder la naturaleza todavía no se ha escindido en mundo del Grial y jardín hechizado de Klingsor. Sin embargo, el núcleo de lo que Wagner pretende encerrar en la idea de Bühnenweihfestspiel está ya presente en la transfiguración del monje. Se ha señalado que el modelo es precisamente el episodio evangélico en el que Jesucristo cambia su forma externa, la «transfiguración», manifestando su esplendor a Pedro, Santiago y Juan, en lo alto de una montaña donde revela su rostro lleno de luz[30]. En Wackenroder el relato sufre dos transformaciones importantes. La primera es la supresión del componente propiamente religioso, en la línea romántica de superación de la religión en el arte. La epifanía de la divinidad se convierte en la imagen del bailarín sagrado que encarna el genio del amor de la música. En segundo lugar, lo sonoro adquiere un papel nuevo y decisivo en relación con el relato evangélico, en el que la transfiguración era puramente visual[31].
El sufrimiento que atormenta al monje es el tiempo. Sólo la música puede salvar del zumbido ensordecedor de la rueda:
Esta fantástica criatura no tenía descanso ni de día ni de noche; le parecía oír siempre sin descanso […] la rueda del tiempo con el zumbido de su giro […] No podía descansar, sino que se le veía día y noche en un movimiento sumamente forzado y violento, como una persona que se afana en hacer girar una rueda gigantesca[32].
De esta forma, una obra que se presenta como escrita por un músico ficticio, Berglinger, que no contiene una sola nota y que describe una música de la que sólo se nos dice que es «etérea», un canto acompañado por «dulces trompas y no sé qué otros instrumentos mágicos» de los que surge «un mundo flotante de sonidos», y cuyo autor real, Wackenroder, ni siquiera es músico, iba a convertirse en emblema de la música romántica. Su influencia no se limita al medio propiamente romántico de Jena o Heidelberg, y al efecto que las ideas de esos círculos tuvieron sobre la música y la cultura europeas, sino que va más allá. La lectura de Wackenroder marcó profundamente las ideas de Schopenhauer, cuya concepción de la música es una paráfrasis filosófica de la historia del monje desnudo. De esa manera, y a través de la obra de Schopenhauer, el relato de Wackenroder acabará incrustándose en los dramas musicales de Wagner. Podrían seguirse rastreando las ondas generadas por dicho relato, pero basta por el momento.
En todo caso, pocos ejemplos le habrían sido más útiles a Benjamin para ilustrar la relación entre la crítica y la obra de arte. Si, como afirma Novalis, la Antigüedad no existía, sino que había sido creada por la crítica posterior, la idea de la música romántica nacería de la imaginación de poetas, no de músicos, aunque esa concepción acabe despertando un intenso eco en las salas de conciertos. De la misma manera que Kreisler acaba inspirando el piano de Schumann, la música de Wackenroder reaparece en el Tristan wagneriano. El canto de la noche del acto II traslada el eco del monje desnudo con más claridad que las sinfonías de Brahms las ideas de Eduard Hanslick, por señalar un ejemplo de relación «normal» entre teoría musical y creación sonora.
La redención del tiempo a través de la música, idea central del romanticismo, es de naturaleza paradójica: salva del tiempo a través del tiempo. La música no anula el tiempo simplemente, sino que crea un tiempo diferente, un tiempo que penetra el espíritu y lo llena; bloquea así el efecto ensordecedor de la rueda que atormenta al monje desnudo. Surge una nueva conciencia de la duración,