que escapa de los moldes académicos, fundando su propia técnica. Por añadidura Boulez, que es un director que no dirige todos los tipos de música, es un paladín de Berlioz, siempre lo ha defendido y gusta de dirigirlo.
Berlioz, a quien consideramos uno de los padres de la dirección orquestal moderna, se imagina a sí mismo al frente de la orquesta ficticia que protagoniza estas Tertulias y describe su apatía respecto a las obras abiertamente mediocres que se ve obligado a dirigir. Se me hace curioso el ponerme ante el dilema de pensar cuál sería mi reacción si me encontrase en aquellos años de 1840 dirigiendo en un foso a unos músicos que se aburren tanto como los que describe Berlioz. En principio, creo que no sería capaz de hacer como el director de la orquesta que ocupa estas páginas, que mientras sigue con un ojo la música de las óperas anodinas y grises que se encuentra dirigiendo, sonríe con el otro, de forma cómplice, a los animados relatos que allí se narran. Pero por otro lado, si verdaderamente lo que allí se interpretase no lograra despertar en mí ni siquiera el más mínimo interés, creo que me quedaría con las ganas de escuchar todas esas narraciones a las que se entregan con afán los protagonistas de las Tertulias de la orquesta.
Pablo Heras-Casado
Introducción
Hector Berlioz es, indudablemente, una de las glorias nacionales de las que pueden presumir los franceses. De forma atinada, Teophile Gautier le consideraba, junto a Victor Hugo y Délacroix, uno de los integrantes de la «Trinidad artística» del romanticismo de su gran nación. Nació el 11 de diciembre de 1803 en la pequeña localidad de La Côte Saint André, en el departamento de Isère (Francia). David Cairns[1] menciona la acumulación de una especie de energía genética en el alma del pueblo durante los años de agitación revolucionaria, que se liberó violentamente en la etapa del Consulado (1799-1804). De este modo, tan sólo en el espacio de un lustro vio la luz una prodigiosa generación de artistas franceses encabezada por Balzac, Victor Hugo, Dumas, George Sand, Délacroix y Berlioz. El juicio del tiempo ha corroborado la certeza de la afirmación de Gautier. En la actualidad, las más importantes salas de concierto del mundo entero, incluyendo las españolas, programan las obras berliozianas, que son recibidas con un perenne entusiasmo. Romeo y Julieta, La condenación de Fausto, Los troyanos, Harold en Italia, sus oberturas… (omitimos a propósito citar su sinfonía más célebre y más interpretada, para que «unos fantásticos árboles no impidan ver un espléndido bosque») son partituras que arrancan apasionados bravos cada vez que se interpretan, a pesar de no gozar de la popularidad de las de un Verdi o un Beethoven.
No obstante, la faceta artística de Berlioz no se limita a la composición musical. Podemos afirmar con rotundidad y sin temor alguno a caer en equivocación que, si hay entre los compositores de toda época uno que destaque de forma clara como escritor, ése es Berlioz. Si bien Wagner destacó por la expresión en prosa de sus ideas estéticas, Schumann y Debussy por la fantasía de su pluma en su crítica musical y tal vez Tchaikovsky en su epistolario íntimo, Berlioz es el único con verdadera vocación de escritor. Como tal, no sólo es capaz de expresarse en prosa sobre asuntos musicales, sino que posee inspiración y fantasía para elaborar sus relatos y dotarlos de una forma artística. Sin embargo, dicha faceta es aún poco conocida incluso entre los lectores franceses. El hecho de que la práctica totalidad de sus miles de páginas escritas giren en torno al tema musical, provocó que su obra en prosa fuese pronto considerada bajo la etiqueta de literatura especializada, es decir, apriorísticamente dirigida a un conjunto reducido de lectores que fuesen al tiempo aficionados a la música. El mismo Berlioz indicó que «si alguien quisiere realizar traducción de mis obras a otros idiomas, deberá contar con mi visto bueno», pues temía que con su producción literaria ocurriese lo mismo que con la musical, es decir, que se llevasen a cabo interpretaciones alejadas de la intención original del autor. En este sentido, con el fin de respetar al máximo su voluntad, del mismo modo en que lo haríamos en la interpretación musical de una de sus partituras, en la presente traducción no sólo hemos vertido todo el celo posible en respetar su intención, sino que se ha tratado de reproducir la disposición tipográfica original de títulos, subtítulos y texto que él mismo aprobó. Con toda modestia, quien escribe estima que su conocimiento del pensamiento del autor, al que ha dedicado ya varios años de investigación, le permite abrir una nueva ventana a una obra tan maravillosa como Las tertulias de la orquesta, probablemente la obra literario-musical más sobresaliente de la historia, que bien merece ser descubierta al público hispanohablante. Hasta la fecha, los estudios realizados en español sobre el compositor continúan siendo muy escasos y las traducciones de sus obras literarias son prácticamente ilocalizables. Únicamente sus Memorias y Les grotesques de la musique han sido traducidas a nuestro idioma y, con suerte, podrían ser halladas si se rebusca en anticuarios.
En la semana de junio que transcurre entre las festividades de San Juan y San Pedro del año 1852, Berlioz atravesaba el canal de La Mancha de regreso a París. Durante la travesía, al tiempo que asomaban a su recuerdo las recientes experiencias de su fructífera tercera estancia en Londres, su cabeza iba repasando las condiciones del inminente contrato que habría de firmar el primero de julio con el editor Michel Lévy. La primera edición, en la que se basa en su mayor parte (junto a la edición corregida de 1854) el texto de la presente edición en español, ocupaba el espacio de unas cuatrocientas cincuenta cuartillas en el equipaje de su autor y conoció una tirada de mil quinientos ejemplares. Los diferentes episodios, a los que concede la pertinente denominación de soirées, fueron escogidos y recopilados de entre los artículos de crítica musical que llevaba publicando desde hacía casi dos décadas. El título que pensó Berlioz en un principio fue el de Cuentos de la orquesta, en la línea de los Cuentos de Canterbury de Chaucer o de los cuentos de E. T. A. Hoffmann, que gozaban de gran popularidad. No hubiera sido un título desacertado, pues se trata, en la tradición de Boccaccio o de Don Juan Manuel, entre otros, de una serie de relatos hilvanados en torno a un grupo de personajes, los músicos de una orquesta de ópera, quienes, situados fuera del ángulo de visión del público, se dedican a la lectura en alta voz durante la representación de óperas de escasa calidad. El título escogido fue finalmente el de Les soirées de l’orchestre, cuya traducción más literal al español sería la de Veladas de la orquesta. No obstante, el lector considerará, según avance en su lectura, que el término «veladas» no es el más adecuado, pues no engloba todas las acepciones del original y su uso en español es, frecuentemente, bastante forzado e incluso, en nuestra opinión personal, empapada de subjetividad y posiblemente equivocada, un tanto cursi. Así pues, llegamos a considerar que el término «tertulias» constituye un título, no sólo más propiamente berlioziano, sino también más dinámico y certero en cuanto a la amplitud del francés soirées, y sin duda mucho más adecuado en el uso conversacional de la lengua en nuestro idioma.
El estilo literario de Berlioz, ágil y alejado de los excesos sentimentales propios de la literatura decimonónica, sorprenderá al lector que tenga la suerte de acercarse a él por vez primera por su agudeza y sentido humorístico. Detrás del ceño fruncido con que le muestran los retratos de Courbet o Signol, se escondía un tipo divertido y extremadamente agudo que no puede reprimir su sentido del humor cuando se expresa por escrito. De este modo, no sólo el planteamiento del libro ya es disparatado, pues no parece posible que unos músicos de orquesta se dediquen a contarse historias en el foso ante la media sonrisa cómplice del director (que también escucha atentamente), sino que en cada una de las tertulias introduce multitud de chistes, juegos de palabras y detalles de punzante ironía.
Ya hemos indicado que el origen musical de la mayoría de sus narraciones es otra característica de la prosa berlioziana. Del mismo modo que el significado programático invade sus composiciones instrumentales, pues el autor es, por vocación, un narrador, el contenido musical viene a impregnar toda su producción literaria. Así pues, su literatura está basada en los usos y costumbres musicales de su tiempo; en las experiencias que haya podido vivir en París, en Italia o en el Imperio germánico; o simplemente en relatos cuyo trasfondo es esencialmente musical. Tan sólo uno de los relatos de estas tertulias responde al imaginario narrativo berlioziano con independencia de cualquier contenido musical: se trata de la última parte del segundo epílogo, «Las aventuras de Vincent Wallace en Nueva Zelanda». La curiosidad de Berlioz por la geografía