y le abrió las fronteras al mundo con un gran atlas ante cuyas páginas debió el muchacho de pasar incontables horas. Así pues, la composición de este relato parece obedecer a una respetuosa muestra de agradecimiento y homenaje a la figura paterna, que había fallecido unos años antes de la publicación de Les soirées. Berlioz reserva así un lugar privilegiado en su libro, como la coda de una sinfonía, para deslumbrar con su inventiva y sus reflejos como narrador. Este segundo epílogo incluye asimismo una de las joyas más preciadas de la historiografía musical, como es su crónica directa de las festividades que tuvieron lugar en Bonn en 1845 con motivo de la inauguración del monumento a Beethoven. Berlioz, emulando a Homero, realiza su propio «catálogo de las naves» que acudieron a Troya con la extensa relación que ofrece de los asistentes a dicho acontecimiento. En este sentido, no podemos dejar de recordar las palabras de Jacques Barzun: «Un artista menos agudo hubiera equilibrado simplemente el prólogo con un epílogo, pero Berlioz imagina un final dramático, una especie de doble coda beethoveniana en ese segundo epílogo»[2].
Uno de los motivos conductores de la prosa berlioziana lo constituye lo que en nuestro trabajo La estética musical de Hector Berlioz (Col-lecció estética i crítica, Universidad de Valencia, 2013) denominamos de forma kantiana «la crítica del materialismo musical». Dicha crítica, desarrollada a lo largo de las cuatro décadas en que Berlioz estuvo escribiendo artículos para la prensa parisina, se encuentra bien reflejada a lo largo de las diferentes «Tertulias» y puede resumirse en la reducción de la música a una simple transacción comercial en la que, como tal, el principal objetivo es el beneficio económico, por encima de cualquier consideración artística. Este motor de la degradación musical, que el autor describe en especial en la vigesimoquinta tertulia («Eufonía»), proviene de un foco geográfico perfectamente localizado: para Berlioz, Italia exportó a París los abusos que se cometían sobre la música, tanto en su creación, como en su interpretación y recepción por parte de los oyentes. En este sentido, los escritos de Stendhal, especialmente su Vida de Rossini, muestran todas estas costumbres, si bien bajo un punto de vista italianófilo, es decir, el contrario al berlioziano. Esta concepción materialista del arte musical necesita un agente causante que no va a ser otro que el mismo público. Del mismo modo que Stendhal aplaude la exhibición de divos y divas por encima del respeto a la obra de arte como fenómeno con existencia propia, el público condiciona con sus aplausos y abucheos la creación musical de la época. En la séptima tertulia realiza un estudio pormenorizado de una porción del público, la claque, tan institucionalizada en todos los teatros que no es posible erradicar su influencia. Dicha claque se encarga de hacer triunfar o fracasar, según su criterio, arbitrario y caprichoso, todas las obras, buenas o malas, que se presenten sobre los escenarios.
Junto al contenido musical y al sentido humorístico, la tercera característica del estilo literario berlioziano consiste en la proyección autobiográfica del autor en sus escritos. Las tertulias de la orquesta, que sólo en cierta medida puede considerarse una novela, constituye un espléndido retablo musical de metaliteratura, en el que la figura del narrador tiende ora a inmiscuirse en la trama, ora a alejarse o bien simplemente a permanecer como testigo de la misma. Evidentemente, este esquema puede evocar un tipo de narración similar en su originalidad al juego de metalepsis practicado por André Gide en Les Faux-monnayeurs (1925). La ambigüedad en torno a la figura del narrador, que se ve introducido en la trama, se ve acentuada por la presencia de un segundo personaje, Corsino, que también encubre la identidad del autor, quien desdobla así su personalidad en dos caracteres diferentes. Dicha ambigüedad favorece que el molde narrativo del libro sufra una transformación con el fin de reflejar una realidad con independencia del patrón formal tradicional de la novela. De acuerdo con la definición de Gerald Prince[3], en una metalepsis se produce la difuminación de límites entre varias diégesis, con los consiguientes trasvases del nivel de presencia del narrador. Como veremos, Berlioz va dejando notar su presencia en la narración para provocar en el lector de Las tertulias la impresión de que la existencia de autor y personajes se entremezclan a medida que el primero va urdiendo su propia trama. La caracterización del autor responde a criterios autobiográficos, gracias a la introducción de datos históricos y de cantidad de criterios sobre estética musical, lo que permite un mayor grado de identificación del narrador en la diégesis. En realidad, podría hablarse de un adelanto (de tres cuartos de siglo) de ciertos rasgos de aquel recurso gideano conocido como mise en abyme (Journal, 1893), que implica «la reduplicación especular propia de las estructuras metanarrativas en las que se insertan relatos dentro de otros relatos»[4]. La narración dentro de la narración y la presencia de personajes reales dentro de la diégesis narrativa de Las tertulias podría ser considerada como una mise en abyme, sobre todo en el juego que realiza en el segundo epílogo, en el cual reflexiona sobre su propio libro dentro de su propio libro.
Respecto a la veracidad de lo aquí narrado, concretamente al principal hilo argumental de Las tertulias de la orquesta, resulta inevitable que la duda asalte al lector desde el comienzo mismo del libro. Uno no puede afirmar en ningún momento si Berlioz muestra un testimonio veraz, es decir, si es posible que existiera como tal la orquesta en la que tiene lugar esta inverosímil serie de relatos narrados por los propios músicos. Las únicas ciudades en las que Berlioz residió el tiempo suficiente como para haber podido asistir a todas las veladas que se narran en Las tertulias son Londres y Roma, además de París. Por motivos evidentes, no es posible que la orquesta protagonista de la obra pertenezca a cualquiera de las dos últimas[5]. ¿Será Londres, pues, esa «ciudad civilizada»? En 1859, siete años después de la aparición de Las tertulias, Berlioz comienza el prólogo de Les grotesques de la musique con una especie de juego al despiste:
Ha dedicado usted un libro a sus buenos amigos, los artistas de X***, ciudad civilizada. Esta ciudad (que sabemos que está en Alemania)…
Tras una lectura atenta, podremos afirmar que la inclusión de la orquesta en el marco de una nacionalidad concreta, a pesar de ser un dato aparentemente relevante para el lector, a quien el autor consigue intrigar con el misterio con el que parece querer encriptar de forma indulgente los comportamientos poco profesionales de los músicos, no es más que un elemento muy secundario en la forma y en el fondo del libro. Todo indica que, finalmente, la orquesta, o al menos la mayor parte de los datos referidos a ella, es una brillante invención literaria del propio Berlioz y que el referido porcentaje de veracidad tiende al mínimo. A pesar de la apariencia de verosimilitud, el recurso a una vivencia personalizada en el seno de una agrupación concreta, no parece más que una de tantas licencias que el autor se permite con cierta frecuencia. Dicha licencia le posibilita la organización del esquema de su libro en una serie de historias unidas por un hilo autobiográfico. Es evidente que la imagen de la orquesta está caricaturizada hasta el esperpento y, aunque todos los datos sobre personajes y conversaciones fuesen verídicos, no sería posible que todos ellos tuvieran lugar en la misma agrupación, ni mucho menos, con la figura de Hector Berlioz como testigo.
Detrás de este planteamiento se encuentra una loa a la esencia artística de las agrupaciones musicales del norte de Europa. Cuando el autor da a entender que la orquesta pertenece al ámbito germánico o a la ciudad de Londres, quiere hacer hincapié en el abismo musical que separa el norte del sur del continente. Sólo en el norte puede existir una «ciudad civilizada».
Un dato fundamental que ofrece el libro es que el comportamiento grosero de los músicos de la orquesta respecto a las obras que interpretan sólo se produce cuando la calidad de dicha obra es abiertamente mediocre. Todos ellos interpretan con el debido respeto y concentración las verdaderas obras de arte, independientemente de su nacionalidad de origen: El barbero de Sevilla, Don Giovanni, Ifigenia en Táuride y Los hugonotes[6]. Consiguientemente, uno de los factores principales de la personalidad musical del autor se ve reflejado en el comportamiento de estos músicos civilizados: son capaces de sentir tanto desprecio por la música compuesta al gusto del público diletante de la época como de apreciar religiosamente el verdadero e imperecedero arte musical