Enrique Ferrer Corredor

Manual de historia de las ideas políticas - Tomo IV


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forzar (en lugar de forjar) conclusiones universales. Los universales son bienvenidos, pero justamente para cuestionar el absolutismo. La revuelta borra de un solo plumazo instituciones como la iglesia, las tradiciones morales, la nobleza, en algunos casos con razones, pero sin atender a la deconstrucción arqueológica de cada una, sin atender al daño ocasionado al asumir la destrucción como un absoluto. Y en nombre de la revolución y apoyados en absolutos racionales se justifican las valoraciones históricas en uno u otro sentido, hecho que preocupaba justamente a Burke, quien se hubiese aterrado de la facilidad con que Marx establece el sentido de la historia:

      La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase (Marx, 2006, p. 3).

      La revuelta no facilita la rigurosa valoración de los cimientos que han posibilitado la emergencia de la burguesía y del proletariado ya mencionadas: la secularización, la racionalización y la industrialización han permitido el desarrollo del mercado capitalista como institución transformadora y revolucionaria, como escenario de producción, intercambio y racionalización de la fuerza de trabajo, con su dinámica voraz de reconstrucción permanente de los medios de producción, en un modo de producción que desde su substrato anclado a la productividad, va a transformar de un modo silencioso, pausado y provocador las viejas estructuras feudales. La formación del sistema capitalista va a cubrir todas las esferas de los modos de vida, pero se alimenta de las instituciones que lo han gestado.

      Nuestra mirada privilegiada desde el siglo XXI sabe de la importancia del substrato económico, pero también sabe de la necesidad de la convivencia con todo el proceso institucional de la sociedad, en aras del equilibrio constitucional cuyas grietas salen a relucir justamente cuando, en tiempos de globalización, el desarrollo fragmentado de la civilización produce inmigración forzada, ajustes perversos en flujos de capital (se globaliza el capital, pero no las personas), violencia simbólica y fáctica en el desencuentro ideológico de los pueblos. Entonces la fortaleza institucional se pone a prueba en cada nación y en la sociedad globalizada (mercado) y en ocasiones mundializada (personas).

      El proceso de racionalización del mundo alcanza un punto sublime como punto de quiebre para el mundo occidental alrededor de la Ilustración, de ese siglo llamado de las luces y que viene preparando la Enciclopedia. Tres países acaparan la atención dentro de este proceso de emancipación de las estructuras políticas y sociales imperantes: Alemania, Francia e Inglaterra. Hacemos énfasis aquí sobre el camino local en cada caso, cómo este proceso de construcción moderna se manifestó de un modo privilegiado en cada uno de estos países mencionados, sin que esto excluya el desarrollo integral de estos tres enfoques de manifestación, cuya convergencia construye la modernidad y la modernización europea.

      Alemania desarrolla una tradición filosófica muy rigurosa e influyente sobre el resto del continente y el mundo; Francia expresa su riqueza y protagonismo en el siglo de las luces desde niveles políticos y sociales, profundiza el problema de la ciudadanía moderna, de los derechos del hombre y, en particular, de la libertad y la igualdad política (apenas cuando enfrente el tema del parlamento, tema incluso medieval para los británicos); Inglaterra viene de un proceso de mayor aliento desde los siglos anteriores, los procesos de conformación de un mercado nacional robusto alrededor de Londres, incluso desde los siglos XII y XIII. La Carta Magna es una expresión muy temprana de la madurez de las instituciones británicas, camino de su siglo XVII, el siglo de sus revoluciones. La convivencia y desarrollo de los británicos en el ámbito de sus instituciones desembocó en una monarquía parlamentaria con dos cámaras (de los lores y de los comunes); mientras en Francia, cien años después, el Tercer Estado, el pueblo, apenas si participaba en menos de un 10% de las decisiones del gobierno.

      Estas características sutiles y profundas distancian los escenarios dominantes de la Europa del siglo XVIII y hacen la diferencia entre las causas, los contextos y las resoluciones que produjeron y consolidaron, de modo distinto, las revoluciones burguesas de Inglaterra y Francia, bajo cuyo ejercicio interpretativo emerge la obra de Burke. Sobre este tríptico ideológico-pragmático citamos la reflexión de Lenin (con su tono absolutista), para confirmar y, al mismo tiempo, distanciar el absolutismo de la postura de estos referentes desde diversos espacios de interpretación sobre el modo como las instituciones primaron en uno u otro escenario3:

      La doctrina de Marx es todopoderosa porque es exacta. Es completa y armónica y ofrece a los hombres una concepción del mundo íntegra, intransigente con toda superstición, con toda reacción y con toda defensa de la opresión burguesa. El marxismo es el sucesor legítimo de lo mejor que la humanidad creó en el siglo XIX: la filosofía alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés (Lenin, 1961, p. 31).

      La reflexión de Burke sobre la revolución en Francia, como titula su libro, tiene el eco de la histórica revolución británica. Y esta, a su vez, trae unos genes formados desde los siglos precedentes, desde diversas instituciones como la económica, la política, la organización social de los pueblos, que hacen la diferencia sobre el modo como se produjeron los hechos en la Francia de 1789. El rey Luis XVI accede al trono a la edad de 20 años (1774), gobernaba Francia el 14 de julio de 1789 cuando los ciudadanos del Tercer Estado, impulsados por el hambre, por las desigualdades visibles con la nobleza, por el nuevo discurso de la Ilustración en boca de sus líderes, asaltan la fortaleza de la Bastilla4, símbolo del antiguo régimen, como llamaban los revolucionarios la estructura política atacada con su revuelta. Un cúmulo de circunstancias locales y larga diferencia en las tradiciones marcan distancia entre la revolución inglesa de 1688 y la francesa de 1789. Y esta brecha entre uno y otro escenario es el campo de batalla de los argumentos de Burke en sus Reflexiones sobre la revolución en Francia5.

      En su tiempo, tras la aparición del libro apenas meses después de los hechos de París, las voces de condena a tan gravoso desdeño por los revolucionarios franceses no tardaron, incluso desde figuras intelectuales inglesas como el ya para entonces héroe de la independencia americana Thomas Paine, en su libro Derechos del hombre: Respuesta al ataque realizado por el señor Burke contra la revolución francesa (1791), o desde la voz feminista de Mary Wollstonecraft en su panfleto Vindicación de los derechos del hombre, en una carta al muy honorable Edmund Burke; ocasionada por sus reflexiones sobre la revolución francesa (1790). Cabe destacar la premura de ambas respuestas, la segunda apenas a meses de la publicación de Reflexiones. En ambos casos el juicio emocional o estilístico prima sobre un esperado debate en torno a los argumentos. Burke es increpado por lo escandaloso de su texto, no con argumentos a la altura de su propio atrevimiento. El estilo panfletario de sus dos críticos aseguró miles de copias vendidas a bajo precio, mientras el texto de Burke, aunque agotó la primera edición a pesar de su costo, no los igualó en lectores.

      Burke construye su discurrir sobre la revolución en Francia sobre los pilares de lo que luego va a constituir la esencia del pensamiento conservador, hecho desde un liberal moderado: el apego a las tradiciones como los privilegios y deberes de la corona, la religión como sustento moral del actuar de las personas, el asentamiento de los conceptos en el tiempo como garantía de su validez racional, el pragmatismo de la vida para solucionar de facto problemas frente a la racionalización abstracta de los mismos sin el sopeso de transformaciones sociales moderadas, la herencia como garantía de transmisión generacional de la propiedad. Sus posturas, en apariencia contradictorias algunas veces, obedecen a un hombre de Estado, liberal moderado, cuya perspectiva económica (capitalista) de los hechos avanza con el sigilo de una razón, marcada la maduración a través del tiempo y de las estructuras de poder.