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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid © 2020 María Teresa Gómez Ríos © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Fuego amigo, amor enemigo, n.º 265 - abril 2020 Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock. I.S.B.N.: 978-84-1348-502-7 Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L. Índice
Capítulo VII. Puertas abiertas
A Jimena, que siempre creyó en mí como escritora incluso cuando yo no lo hacía, precisamente ella que es la personita con más talento literario que conozco y que será una gran escritora. Prólogo Los disparos me sorprendieron mientras trataba de desbloquear a golpe de ratón el ordenador. Por un momento me quedé perpleja, preguntándome cómo era posible que el ratón hubiera hecho tanto ruido. Pero luego, el superviviente que nos habita a todos los seres vivos, me impelió a buscar refugio junto a una miríada de pelusas olvidadas bajo mi mesa. En un acto reflejo tiré de la cajonera de ruedas para pegarla a la mampara trasera bloqueando el acceso a mi improvisado escondite. Fue todo tan rápido que apenas pensé en lo que hacía hasta que, bien parapetada y encogida entre las patas de la silla, me concentré en atemperar los latidos de mi corazón. No había nada que pudiera delatar mi presencia, salvo un ordenador a medio abrir. Había guardado el bolso en el archivador y todavía tenía puesta la chaqueta, con el móvil en el bolsillo. Me removí con lentitud para silenciarlo y empecé a pensar en el resto de mis compañeros mientras aguzaba el oído, pero nadie solía llegar tan temprano salvo Molina y yo misma. Recordé fugazmente que en la mesa de Molina había visto un vaso humeante de café aunque no a él; tal vez estuviera en el baño, porque tenía por costumbre ponerse un café y luego bajar a fumar el primer cigarrillo del día con el vaso de poliuretano calentándole las manos. Recé para que no le diera por irrumpir de súbito en la oficina. Agazapada en mi rincón, doblada como un ilusionista al que solo le faltaran las cadenas, y con todos mis sentido alertas, empecé a reconsiderar la situación: había oído claramente aquellos dos disparos cuyo eco todavía flotaba en el aire estancado de la oficina, junto con las familiares vaharadas del olor acre a pólvora quemada, y tenía la suficiente experiencia en disparos como para no confundirlos con estallidos de neumáticos ni con fuegos artificiales, por no hablar del estrépito de muebles caídos, los pasos precipitados, y luego, aquel aterrador silencio que cae como una capa tras un desastre ingente. Algo estaba pasando en Swiss&Co y no era bueno. Cuando el silencio me resultó lo bastante seguro, asomé la cara entre las patas de la silla, en la perpendicular de la rendija que me quedaba libre apenas podía ver el viejo ficus despeluchado del pasillo irguiéndose junto al extintor con la desgana propia de los de su especie. Vi llegar a Jairo Marqués pistola en ristre y nuestras miradas se cruzaron con un silencioso mensaje. “Ni se te ocurra salir de ahí”. Le conocía lo suficiente como para interpretar cada gesto de su rostro, incluyendo el fruncido de sus labios y la arruga recurrente que marcaba con intensidad su entrecejo cuando algo le preocupaba. También él me conocía lo suficiente como para hacerme aquella admonición y saberla, inútil. Nunca he sabido acatar órdenes, aunque por un tiempo lo intenté. Jairo avanzó unos pasos hasta situarse a la altura del ficus, pero no fue lo bastante prudente o lo bastante rápido. Le vi caer de un disparo que se alojó en su costado, desplomándose a continuación con los ojos abiertos y el rostro contraído por el dolor. Ahogué un grito con tanta intensidad que noté el sabor ferruginoso de la sangre al morderme. Desde mi posición no podía ver al sicario, que quedaba oculto tras la cristalera esmerilada que separaba las secciones, pero la mirada de Jairo, que ya respiraba agitadamente, volvió a ser admonitoria: “No te muevas de ahí, por Dios, Lucía”. Retorciéndose de dolor, Jairo atinó a doblar la pierna derecha y con un esfuerzo que