Emma Navea, la jefa del departamento de investigación, sí madrugaba. Y aunque su puerta estaba cerrada, podía ver a través de los paneles de cristal de la parte superior que la luz de su despacho estaba encendida. La que sí estaba abierta era la puerta de emergencia que daba acceso a la escalera de incendios, y que golpeó suavemente contra el muro, agitada por una repentina corriente de aire que me erizó los pelos de la nuca.
No vi a nadie. En aquella zona solo trabajaban Solí, Sonia, Emma y dos asesores suizos que iban y venían, y cuya función en la empresa escapaba a mi conocimiento. Volví junto a Jairo, deslizándome tan agazapada como pude y preguntándome qué habría tras la puerta cerrada, aunque sabía que no era pertinente iniciar ninguna acción ofensiva ni permitir que Jairo muriera mientras yo fisgaba. Fuera lo que fuera estaba más allá de mis posibilidades. Cuando volví junto a Jairo, comprobé que respiraba con dificultad y que su pulso se ralentizaba por momentos. El ulular de las ambulancias, aunque sonaba cada vez más cerca, en mi cabeza trastornada me parecía que se alejaban en lugar de venir a socorrerme.
–No he visto a nadie –dije con ánimo de tranquilizarle cuando me miró inquisitivo–. Tal vez fuera antes al baño –añadí, sin mencionar que no había abierto la puerta del despacho de Navea.
Dejé la pistola en el suelo, pero a mano. Tampoco era buena idea andar por ahí con una pistola cuando llegaran sus compañeros: fuego amigo o enemigo tenías muchas papeletas de recibir un tiro.
–Lucecita…
–No me llames Lucecita –le recriminé. Una cosa es que estuviera herido y otra que se pusiera sentimental.
Retiré un poco la tela empapada en sangre para echar un vistazo a la herida y no me gustó nada lo que vi. Estaba empezando a preocuparme de verdad, porque no podía discernir si había agujero de salida y no quería moverle, pero sí que podía ver la carne grisácea de sus intestinos, apenas contenidos por mi terquedad.
–¿Dónde está Jon? ¿Abajo? –pregunté.
–No –jadeó con un siseo de dolor–. Jon no venía esta mañana. Escucha, Lucía, quiero que sepas que lo siento mucho, muchísimo. Debería…
–Calla –chisté. No soportaba aquellas disculpas con sabor a muerte y que llegaban a destiempo. Apreté aún más la herida.
–Tienes que perdonarme…
No, pensé, horrorizada. No podía recordar aquel momento en el que perdí toda mi carrera, en la manera en la que nos distanciamos y seguimos caminos diferentes. Lo había apostado todo al mismo número, no va más al rojo. Y luego todo se volvió negro, como la visión de túnel que ahora me asaltaba y que no me permitía tener consciencia de nada más que de aquella herida que no dejaba de sangrar. ¿Cuánta sangre hay en el cuerpo humano, por Dios?, me gritó una voz en el túnel haciendo eco.
Sentí que Jairo recogía su pistola del suelo. “No”, quise decir, “necesito esa pistola, aún no estoy preparada para devolverla”. Pero Jairo sostenía ya el arma con su mano ensangrentada, asegurándose de que la sangre de su herida empapara bien la culata. Parpadeé muy deprisa para contener las lágrimas. Jairo estaba borrando con las suyas mis huellas dactilares y mezclando nuestra sangre para que cualquier prueba de laboratorio no resultara concluyente. Sentí una opresión en la garganta, como si estuviera tragándome todo el orgullo y la mala baba de golpe y se me hubiera hecho una bola intragable.
–Te perdoné hace mucho tiempo –susurré.
A mi pesar, era cierto. Una parte de mí hubiera querido seguir odiándole hasta la muerte, pero la parte más razonable, la que me hacía más humana y tolerante y menos capulla, no quería que la muerte la sorprendiera mientras odiaba a Jairo Marqués y a toda su descendencia. Tenía que aspirar a algo más.
Posé una mano en su mejilla, agradecida. Jairo estaba creando una cortina de humo para que yo no tuviera problemas: una civil disparando la pistola de un policía no era buena cosa, y la frontera entre la defensa propia o de otro, y el homicidio, era apenas una línea que cualquier fiscal un poco listo y ambicioso no tardaría en mover a su favor. Jairo podría ser mi testigo, pero sin su testimonio y con la impronta de mis huellas en la pistola que sería requerida por los de la Científica, podrían acusarme de homicidio sin ningún miramiento, incluso de cómplice o participación en banda armada. Me alegré de que Jairo hubiera pensado en mí por una vez, hasta que un destello de luz se abrió paso en mi mente cubriendo mi conocimiento de espanto. “No, no, no”, repitió una voz en mi cabeza cuando fui consciente de que Jairo estaba convencido de que iba a morir.
–¡¿Dónde coño están las malditas ambulancias?! –grité a pleno pulmón, tan fuerte que incluso el ficus dejó de moverse–. ¡Que venga un médico ya!
Luego las puertas de cristal se abrieron y se desató el caos.
Diez años atrás yo también tenía un uniforme, pensé sentada en las escaleras de piedra de la entrada mientras miraba a los agentes uniformados moverse como abejitas atareadas en un panal. No era un uniforme de verdad, nunca llegué a tener un uniforme de verdad, era solo el uniforme de alumno, pero fue lo más cerca que estuve nunca de poseer uno. Me hubiera quedado bien.
Seguía teniendo las manos manchadas de sangre seca, y un tizón rojizo en la cara cenicienta que se reflejaba en el cristal frío en el que había apoyado la cabeza. Ya había despachado a dos solícitos sanitarios diciéndoles que no estaba herida, y la segunda vez ni siquiera había sido muy amable. Había sido desalojada del edificio al tiempo que la policía aseguraba las plantas y los sanitarios se hacían cargo de la situación.
Luego Jon Nielfa, el compañero de Jairo, me había llevado a aquel rincón y había depositado entre mis dedos un vaso de poliuretano con un brebaje caliente y azucarado al que apenas había dado un par de sorbos. Me había pedido encarecidamente que le esperara allí sentada y le había perdido de vista hasta el momento en el que se dejó caer, contrito, a mi lado. Di un sorbo a la bebida que tan solícitamente me había traído, pero ya estaba fría y empalagosa y tuve que reprimir el impulso de escupirla. Jon y yo guardamos un tenso e incómodo silencio.
El subinspector Nielfa era un tipo de mediana edad, no demasiado alto, pero con la complexión ágil y la nariz un poco desviada de un boxeador retirado. Tenía los ojos juntos, las cejas espesas y despeinadas, y las mejillas mal rasuradas y enrojecidas por el frío. Igual que un viejo halcón, pensé. Acompañaba a Jairo en sus visitas como la sombra silenciosa de un buen perro, siempre ataviado con unos vaqueros descoloridos y un grueso chaquetón de cazador. Pero aquella mañana había llegado cuando a Jairo se lo tragaba la ambulancia y un sanitario muy borde trataba de obligarme a quedarme en tierra mientras yo seguía repitiendo como una letanía la ristra de agravios por los que Jairo me debía una vida. “No te mueras, no te mueras, no te mueras, me lo debes”. Pero Jairo, entubado, ya no me oía y al final Jon tuvo que arrastrarme en volandas mientras yo pataleaba en el aire y gritaba como si me estuvieran desollando.
Ahora ese recuerdo me provocaba una vergüenza terrible, pero no podía borrarlo de mi memoria, de hecho podía describir cada milímetro de la camilla y de la ambulancia, el instrumental, las texturas y los olores, el perfilador turquesa de los ojos de la doctora que se había ocupado de Jairo, cada matiz del aire estático, de la sangre que se iba volviendo negra en los regueros. Y me veía a mí misma como una mujer histérica a la que hubieran acabado poniendo un sedante con una jeringuilla enorme de no ser por Jon, que me había hecho sentar en la escalera de piedra con la severa admonición de que no me moviera de allí mientras él trataba de averiguar qué había pasado y cómo se encontraba Jairo. “Y sobre todo”, me dijo poniéndome las manos sobre los hombros, “no hables con nadie, Lucía. Sea lo que sea di que ya has hablado conmigo, que te he tomado declaración y que volveré en seguida. Te prometo que regresaré en cuanto sepa algo, ¿lo has entendido?”. Había asentido por inercia, porque la verdad era que no entendía nada.
–Está en quirófano –dijo Nielfa al tiempo que empezaba a liar un cigarrillo sin filtro con sus enormes manos cubiertas de durezas. Resultaba hipnotizador ver aquel proceso. Ninguno dijimos nada más hasta que terminó y encendió el cigarrillo,