No han querido darme un pronóstico. Reservado, me ha dicho el gilipollas. A saber.
El hospital de las Trinitarias estaba apenas a un par de calles y Nielfa había seguido a la ambulancia en un coche patrulla. Me dolía el culo de estar sentada en la piedra y tenía las extremidades entumecidas por el frío seco del mes de enero, pero no me había movido, como Jon me dijo, y tampoco había hablado con nadie porque nadie había reparado en mi presencia. Me dolía la cabeza de volver una y otra vez al tiempo en el que Jairo y yo éramos más jóvenes, más insensatos y más felices. O por el frío que me había acorchado la frente hasta dejármela insensible.
Nielfa miró con desgana el líquido inclasificable de mi vaso, me lo quitó de las manos y me ayudó a incorporarme. Volvió a sorprenderme su agilidad, el olor acre de sus cigarrillos sin filtro y de la colonia Varón Dandy de toda la vida, la misma que usaba mi padre. Tenía los dedos amarillentos de décadas enganchado al cigarrillo y las uñas mordisqueadas hasta dejar algunas zonas en carne viva. Desvié la mirada de aquellas manos. Nielfa era sin duda un hombre nervioso con un temple apenas controlado a base de esfuerzo.
–Vamos, Lucía. Los de la Científica aún tardarán y hace un frío del carajo. Tomemos algo caliente y me cuentas qué ha pasado ahí dentro.
Jon echó un vistazo disimulado a mi mano y yo tiré de la manga del jersey para tapar la mordida del retroceso que, al menos, había dejado de sangrar. Hasta entonces no había reparado en el escozor punzante de la herida. Sentí que enrojecía bajo la mirada condescendiente de Jon y sonreí a duras penas cruzando las manos sobre el pecho y escondiéndolas bajo los brazos, como si tuviera un frío incapaz de ser contenido. La vida me había enseñado a ser precavida y no tenía ninguna intención de contarle lo que había pasado allí dentro, en especial cuando apenas podía ver más futuro que el de una puerta de barrotes cerrándose a mis espaldas y el sonido de la llave al caer al río.
Miré al subinspector con toda la candidez que fui capaz de arañar de mi corazón helado.
–Prefiero irme a casa, si no te importa. Estoy agotada. Pero avísame si hay cualquier cambio. Por cierto, ¿qué hacía Jairo hoy aquí solo tan temprano, Jon?
El subinspector suspiró ruidosamente mientras tiraba los restos de su cigarrillo apurado.
–Lo de siempre, supongo –dijo encogiéndose de hombros–. Emma pasaba trimestralmente un informe, aunque ahora que lo pienso era pronto para eso y tampoco había ninguna reunión programada. El caso es que esta mañana me pidió que fuera a Instituciones Penitenciarias mientras él hacía otra gestión y dijo que ya nos veríamos en la oficina. –Se calló de pronto sacudiendo la cabeza para desterrar alguna idea peregrina–. Igual vino solo para pelar la pava con esa secretaria guapa.
El recuerdo de los zapatos rojos de Sonia asomando por debajo de la sábana blanca de la camilla me provocó un escalofrío. Habían sacado dos cadáveres: uno el de Sonia, que reconocí por aquellos zapatos que tantas veces había visto taconear por el pasillo despertándome una punzada de envidia; luego vi salir un segundo cuerpo, pulcramente tapado. No hizo falta que Jon me confirmara quién era. En mi fuero interno sabía que no podía ser otra que Emma Navea, y no quería ni pensar en la posibilidad de que alguna de ellas siguiera viva mientras yo decidía no cruzar la puerta cerrada de su oficina.
–¿Seguro que estás bien, Lucía? –preguntó solícito.
Asentí para disipar sus dudas y las mías. Me quedaban muchas preguntas, pero no quería forzar la situación.
–Tal vez no haya tenido nada que ver con Jairo, ni con la empresa… –aventuré.
Se me ocurrían multitud de variantes, desde el robo hasta la violencia de género llevada al extremo. Al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de la vida de mis compañeros? ¿Sería todo tan perfecto como la gente da a entender en las conversaciones triviales de oficina? Seguro que no. La gente no suele airear sus miserias, yo misma no lo hacía. Nielfa se encogió de hombros.
–El mundo está lleno de pirados –dijo al final el subinspector–. Ya sabes que todo esto lo llevaban entre Jairo y Emma Navea. Yo solo era el recadero y nunca entendí muy bien sus tejemanejes. La verdad es que era un trabajo de mierda, nada que ver con los viejos buenos tiempos, Asentí comprensiva, aunque no sabía a qué buenos tiempos se refería. Siempre me había preguntado qué pintaba un tipo como Nielfa en un trabajo como aquel y con un inspector como Jairo. Su unión parecía un castigo para ambos, más para Nielfa que para Jairo, que todavía realizaba un trabajo que a todas luces le gustaba y con el que el inspector, que no daba puntada sin hilo, pretendería impulsar su carrera a medio plazo.
Me constaba que había sido Emma quien contactó con la policía por un fraude haría un año más o menos, y que desde entonces se habían mantenido contactos periódicos en los que colaboraban varias aseguradoras, pero, al igual que Nielfa, yo ni siquiera estaba invitada a la fiesta.
–¿Viste a alguien más? –preguntó Nielfa–. Lo digo porque no parece un golpe para un solo tipo armado.
–No, no vi a nadie más. Si había alguien tuvo que salir por la ventana que da a la escalera de incendios, que estaba abierta.
Al girarme para recoger el bolso del suelo comprobé que el hombre de la zona reservada a las ambulancias y al personal sanitario seguía allí. Le había visto llegar y no se había movido del sitio. Los forenses ya se habían ido con su macabra carga después de que el juez autorizara los levantamientos, y ahora apenas quedaba gente en aquella zona. La policía local había vuelto a habilitar el tráfico, el personal del juzgado recogía sus cosas y los periodistas que se habían mantenido tras la línea amarilla empezaban a dispersarse en busca de declaraciones jugosas. Jon y yo nos apresuramos a escabullirnos hacia una zona discreta. Ya había tenido bastantes emociones por aquel día, incluyendo el rostro distorsionado de Jairo mientras se lo llevaban, los gritos, la sangre desperdigada, los sanitarios dando órdenes y los policías tratando de que nadie saliera y nadie entrara.
El hombre nos siguió con la mirada. Al principio lo había confundido con un curioso, tal vez un periodista con una buena recomendación en su haber para estar en primera fila, pero estaba demasiado cerca incluso para eso. Reparé, en uno de nuestros fugaces y subrepticios cruces de miradas, en el bulto de su cadera, y supe que era policía igual que supe que me traería problemas. De hecho era difícil apartar de él la mirada, el único ser calmado en medio del caos, como si todos los demás se movieran a cámara rápida mientras él lo hacía al ritmo normal, pausado, con movimientos suaves y comedidos, escuchando, con gesto serio pero sin alterarse, a los policías uniformados y a la sanitaria con el chaleco rotulado como “Médico”, la misma que había tratado de colocarme sin éxito un tranquilizante. Era un tipo alto, afilado, de facciones cinceladas y mirada impertérrita. Tenía el pelo de color castaño cobrizo, un poco largo, y en la cabeza se había colocado las gafas de aviador que lanzaban rayos reflectantes cuando un tímido rayo de sol los rozaba.
–Lucía –oí que Nielfa me llamaba–, ¿quieres que te lleve a casa?
Di un respingo al tiempo que negaba con la cabeza. Me acerqué a Jon discretamente, desviando la mirada. No quería que el hombre pensara que hablaba de él.
–¿Quién es el tipo de la cazadora de cuero y las gafas de aviador que está junto a las ambulancias? No ha dejado de mirarme en todo este tiempo –susurré tan suavemente que Nielfa tuvo que inclinar la cabeza, aunque era obvio que el hombre debería de tener poderes especiales para poder oírnos desde aquella distancia.
Nielfa no necesitó ni mirarle para saber a quién me refería, y una sombra se deslizó por su rostro, un poco blando en los laterales, oscureciendo el azul desvaído de sus ojos y haciéndole apretar la mandíbula con desdén.
–Régimen Disciplinario –dijo volviendo la cabeza–. Se llama Larraz. Martín Larraz. Es inspector de Régimen Disciplinario desde que entró en la policía. No ha hecho otra cosa. Martillo Larraz, le llaman, y según dicen, se ha ganado el mote. Cabrón…
Nielfa escupió la última palabra al tiempo que tiraba la colilla consumida, y yo revolví distraída en el interior de mi bolso, hasta