Allegra Álos

Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ)


Скачать книгу

      –No. –Tragué saliva a la par que el café ardiendo–. Sigue en coma inducido.

      Molina chasqueó la lengua y se la pasó por los dientes. Tenía fundas amarillentas, tan grandes que la mandíbula le sobresalía hacia delante. La verdad era que Jon me llamaba cada día para contarme cómo estaba, los pequeños avances y los grandes retrocesos. Me sentía culpable por no ir al hospital, deseaba hacerlo. Pero había demasiadas variables que me ataban a la cobardía.

      –Menuda se está liando –Molina bajó la voz acercándose a mí como si hacernos coincidencias fuera un hábito asentado entre nosotros–. Se dice que va a haber una reunión de jefazos y que tendrán que nombrar a un nuevo jefe de investigadores. Algo se está cociendo, porque va a venir hasta el mandamás de Suiza.

      Basculé la silla, incómoda. Justo cuando empezaba a hacerme un nuevo agujero un poco más grande y ya me había habituado a la gente, mi mundo empezaba de nuevo a temblar. Como si no tuviera bastante con Jairo, que seguía en estado crítico después de casi un mes. Me callé con la esperanza de que Marcial se fuera con la música a otra parte. Como yo no era muy popular entre mis compañeros no estaba acostumbrada al despliegue de cortesías de los últimos días, y me perturbaba tanta atención inmerecida. No hubo suerte.

      –Y adivina quién está ya buscando cajas para trasladarse el despacho de Navea. –Molina enarcó una ceja como si realmente la pregunta entablara alguna duda. Duda que yo al menos no albergaba–. Tu amiga Noelia está convencida de que obtendrá el puesto porque dice que lleva toda la vida en la empresa, como si eso contara, teniendo en cuenta que últimamente no ha aparecido mucho por aquí. Menuda caradura…

      Noelia no era santo de mi devoción, pero el comentario me desagradó y tuve que contener el impulso de soltar un improperio. Tras dos bajas por maternidad muy seguidas, Noelia había pedido una reducción de jornada, lo que, según el criterio de Molina, debería descartarla para cualquier puesto de responsabilidad. Y no era un secreto que Marcial se sentía infravalorado en muchos aspectos y que el sueldo de jefe de investigación le vendría de perlas. Siempre estaba hablando de sus problemas financieros y del coste de la carrera de Medicina de su hijo. Molina tenía mellizos, un chico y una chica, que vivía en Londres o en Dublín, nunca presté mucha atención, y de la que no hablaba tanto como del futuro oncólogo. Me encogí de hombros con la esperanza de que se fuera y me dejara tranquila. Me dolía la cabeza y no me gustaba hablar de la sucesión de Emma. Lo sentía como una traición a su memoria.

      –Ya se verá –dije lacónicamente mientras cogía un expediente para dar a entender lo ocupada que estaba.

      –Menos mal que la sangre ha salido.

      Mi mirada se dirigió automáticamente hacia el lugar donde los dos hombres se habían desangrado. La sangre no sale, imbécil, quise decirle, lo que pasa es que se han dado prisa en cambiar el suelo. Pero me callé. En Swiss&Co se había hecho todo lo posible para recuperar la normalidad cuanto antes porque los jefes no querían que la compañía entrara en barrena a raíz de los acontecimientos. Habían emitido un comunicado manifestando sus condolencias a las familias de sus empleadas y deseando la pronta recuperación del inspector Jairo Marqués. Por su parte, el gabinete de prensa de la policía había emitido un único comunicado en el que, como siempre, se hablaba de la apertura de varias vías de investigación y del heroico comportamiento de nuestras fuerzas de seguridad. Por fortuna yo había quedado relegada a daño colateral sin nombre.

      Y luego las noticias pasaron a otra cosa y la oficina recuperó su pulso, se retiraron las bandas amarillas y, tras los funerales de Emma y Sonia, los trabajadores de Swiss&Co dejamos de caminar por los pasillos como espectros, de hablar en voz baja y de evitar las miradas de los otros como si nos avergonzáramos de seguir vivos por haber llegado a nuestro trabajo a una hora distinta. A lo mejor ya habíamos superado el estrés postraumático.

      Convencido al fin de que no iba a sacarme ni un solo comentario más, Molina se fue a regañadientes a su mesa a perder la mañana y yo traté de mostrar una impavidez que estaba muy lejos de sentir. Las desgracias, pensé, nunca vienen solas. Molina sería un jefe negligente, poco exigente con sus trabajadores, una mala apuesta para la empresa aunque no para nuestros intereses como trabajadores, que seguiríamos a lo nuestro. Pero si Noelia Perea acababa como jefa de investigación, yo podía ir buscándome otro trabajo. Lo de “amiga” había sido un eufemismo.

      Noelia y yo habíamos coincidido en el máster de detective privado y entonces Noelia ya trabajaba en Swiss&Co como recepcionista. Lo tenía todo previsto: en cuanto acabara el máster ascendería en la empresa a investigadora, se casaría con su novio del instituto y se iría de luna de miel a Cancún. Transitaba por la vida con la seguridad de quien lo tiene todo previsto y cree que todo le va a salir bien. Éramos la cara y la cruz de una moneda trucada: yo detestaba haber sido la perdedora y me daba envidia que ella pensara que nunca se perdía. Cuando me llamaron para trabajar en Swiss&Co Noelia me había mirado con suficiencia. Me la imaginaba llamando a sus catorce amigas de la cohorte para contarles que su empresa había contratado a la chica rarita de la clase. “Adiviiiina”, podía escuchar en mi imaginación, “¿te acuerdas de la chica que se sentaba en la última fila, la flaca de los ojos azules que no hablaba con nadie? Pues aquí la tengo, hija, en la empresa. No me puedo creer que no te seleccionaran a ti”. El caso era que no seleccionaron a sus amigas, y que tampoco ella logró ascender a investigadora y aquello no había contribuido a mejorar nuestras relaciones.

      Traté de concentrarme en el expediente que tenía delante, pero las líneas se mezclaban en mi cabeza, donde sentía la pulsión de la inminente jaqueca. A primera hora de la mañana había llamado a Jon para preguntar por Jairo porque me inquietaba cada vez más su situación estancada en la UCI, pero las noticias seguían siendo las mismas: que Jairo estaba en coma, con respiración asistida, que no había indicio alguno de recuperación y que sus padres habían solicitado segundas y terceras opiniones médicas, recurriendo a amigos y conocidos para asegurarse los mejores diagnósticos y los tratamientos más elitistas. Pero al final iba a ser cierto que el dinero no lo compra todo.

      Yo no quería aparecer por el hospital por temor a encontrarme con sus padres o su ejército de familiares, sobre todo no quería encontrarme con su madre. Todavía recordaba la cara de espanto de Esperanza cuando, al poco de conocernos, me encontró por casualidad en la fiesta que daba una íntima, la mujer de un fiscal del Supremo. Yo portaba una bandeja de canapés ataviada con un uniforme de camarera que no me quedaba muy bien. Ambas fingimos educadamente no conocernos, ella por vergüenza, yo por no perder el trabajo que me permitía seguir estudiando con un poco de holgura porque la economía familiar no daba para más. Esperanza siempre me vio así, como la chica sonrojada que le ofrecía, con la mirada al frente, un canapé de caviar fino.

      Me froté la frente, justo en el punto donde el dolor comenzaba a expandirse en ondas concéntricas. Nielfa me había preguntado si Martín Larraz me había llamado. No veía motivos para que Larraz me llamara, pero tampoco podía quitármelo de la cabeza. Su imagen revoloteaba en mis recuerdos con la impresión perezosa de un sueño que no podemos recordar. Había en Larraz un aura inquietante, tan gris y fría como la mirada que había sentido sobre mí y cuyo peso no me resultaba ajeno, y por las noches me despertaba rumiando aquel rostro con una inquietud tan desoladora como imposible de concretar.

      Acababa de tomarme una aspirina caducada con la esperanza de que aún conservara alguna de sus propiedades cuando Marta, la nueva secretaria de Solí, me llamó para convocarme a una reunión en el despacho del director.

      –¿Llevo algún expediente? –pregunté controlando el temblor nervioso de mi voz, por si así Marta se soltaba la lengua sobre el motivo de la convocatoria.

      Odiaba este tipo de reuniones improvisadas y sentía ya el estómago revuelto. El café de Molina subía y bajaba por mi esófago como una atracción de feria.

      –Bastará con que te lleves a ti misma –dijo colgándome el teléfono mientras yo daba un respingo.

      La tal Marta era perro viejo en las secretarías. Parecía que a Solí le gustaba el tipo de secretaria aguerrida que detendría a una manada de tanques en la puerta de su despacho, aunque