vida me había parecido asquerosa sin saber lo mucho que podía llegar a empeorar. Suspiré cerrando el bolso y dando carpetazo a mis pensamientos.
–¿De verdad que no quieres que te lleve a casa? –volvió a preguntar–. Tienes mala cara.
Jon Nielfa me miraba fijamente. Me sentí en el incómodo epicentro de aquellos dos pares de ojos. Los dos policías parecían tener demasiado interés en mí y un silbato silencioso, como los que se usan con los perros, vibró en mi instinto en una frecuencia que el resto de los humanos no podía oír.
–Tengo el coche cerca –mentí–, pero gracias igualmente. Y por favor, llámame en cuanto sepas algo, a cualquier hora.
Le anoté mi número en la libreta que me tendió evitando mirar sus dedos. Jon dudó al guardarla. En el fondo comprendía que no me descartara como sospechosa o algo peor, pero ya me habían tomado una declaración preliminar y no había razón alguna para retenerme más de lo que se había retenido al resto de los ocupantes del edificio.
–Oye, Lucía… –Esperé pacientemente, volviendo a fijar mis ojos en su cara de pájaro viejo–. Ten cuidado, ¿quieres? Lo digo por si Larraz se pone en contacto contigo… Es un mal bicho. Y por lo demás no te preocupes, yo me encargaré de todo.
No había motivos para que Régimen Disciplinario se pusiera en contacto con alguien que no era policía, ni tampoco podía imaginarme de qué habría de encargarse Nielfa en mi nombre, pero asentí para complacerle mientras bajaba las escaleras y me alejaba del edificio, sintiendo todavía en la boca el olor ferruginoso de la sangre y la quemazón de la mano. ¿Y quién no tiene rincones llenos de sombras?, pensé dirigiendo una mirada fugaz hacia aquel Larraz adusto, reconcentrado e intenso, un hombre que parecía acostumbrado a salirse siempre con la suya y que parecía moverse en el ojo calmado de un huracán mientras a su alrededor el mundo se sumía en el caos. Un guerrero cuyas sombras eran, quizá, tan alargadas como las mías propias.
Me alejé, consciente de los ojos fríos e incisivos del inspector Larraz sobre mí, inmóviles y plomizos como las aguas de un lago invernal, que siguieron mis pasos con la pesadez de una sierpe merodeando entre mis pies cansados.
Capítulo II
Superación
Fue mi amor de la universidad y él decía que yo era el suyo y que, ni en el mejor de sus sueños, hubiera pensado que aquella chica a la que ponía ojitos al entrar y salir de clase acabaría siendo su novia. Decía que al principio del curso no aspiraba sino a un amor platónico que se diluiría en la nostalgia mientras nos mirábamos, arrebatados, de soslayo. A mí me parecía mucha modestia por su parte, porque, aunque por aquella época no era ni la sombra del hombre que llegaría a ser, yo podía discernir a aquel hombre por debajo de muchos, y ya sabía que no era de los que se limitaban a mirar. Pero entonces Jairo era un chico tímido, dulce, un poco avergonzado por el estatus de su familia y, sobre todo, era el chico guapo al que no podías quitar los ojos de encima, con su pelo rubio y sus ojos verdes, su cuerpo de jugador de rugby y su ropa de diseño. No era cuestión de resistirse y, para desesperación del resto de mis compañeras, comenzamos a salir juntos a finales del primer año de Derecho. Tuvimos un largo verano para añorarnos que no hizo sino reforzar nuestro entusiasmo juvenil y nuestra fogosidad sexual. Y así nos convertimos en la pareja estrella de la clase.
Antes de acabar la carrera ya opositábamos juntos para inspectores de policía. Yo quería ser policía por mera vocación, sentía el pálpito silencioso de aquella vida que me atraía poderosamente, no tenía explicación lógica, simplemente era así desde niña, cuando jugaba a ser policía con los niños del barrio y llevaba siempre un bolso con una pistola de juguete. Pero Jairo provenía de una familia de policías: su abuelo y su padre habían sido comisarios y, además, su padre había ocupado diversos cargos políticos dentro del cuerpo. Jairo habría podido ocupar el puesto directivo que hubiera querido en cualquiera de las empresas de la rama materna, pero tenía muy claro que sería inspector, y tampoco albergaba ninguna duda de que con el tiempo iría subiendo puestos en el escalafón hasta entrar en política. Durante dos años corrimos juntos por la Ciudad Universitaria, a grados bajo cero en invierno y a cuarenta a la sombra en verano, compaginando temas y exámenes, saliendo poco y devorándonos mucho. Éramos un equipo, competíamos en todo, en las notas, en las marcas de las carreras, en las flexiones de barra y hasta en el sexo. Fueron buenos tiempos.
Ambos aprobamos la oposición a la primera, si bien yo fui la segunda de la promoción (maldito inspector Morales) y Jairo quedó en un puesto bastante más discreto –siempre sospeché que había recurrido a algunas influencias de su padre para no quedarse en el banquillo y tener que repetir el examen en otra convocatoria pero ninguno habló nunca de aquel tema–. Y allí estábamos, la parejita de la facultad, el chico guapote y la empollona mona, en la academia de policía. Habíamos pensado en todo. Queríamos un destino, en algún lugar paradisíaco, para vivir juntos en un apartamento mientras hacíamos las prácticas. Las posibilidades eran infinitas y todos los sueños estaban al alcance de mi mano, junto con Jairo, del que estaba perdida, absoluta, tontamente enamorada y que, como todo lo demás, estaba en la órbita de mis objetivos. Entonces era, me sentía, la rutilante estrella de un sistema que no tardaría en desintegrarse.
Cuando aquella rutilante estrella explosionó como una supernova en mitad de la galaxia, estuve varios años dando bandazos de un trabajo a otro, cada cual más cutre que el anterior: no era más que otra brillante licenciada universitaria que la había pifiado estrepitosamente por un amor mal entendido. Hubiera querido que la tierra me tragara, pero al final, resignada a que no sería así, tuve que asumir la realidad y empezar a estudiar otra vez para coger carrerilla hacia mi propia vida. Me hice un máster de Detective Privado, me saqué la licencia y encontré algunos trabajos en el sector, pero al final las que mejor pagaban eran las aseguradoras, a las que les salía más barato contratar sus propios investigadores, mucho más versátiles, que contar con los servicios de despachos externos. Así había acabado en Swiss&Co investigando los accidentes de tráfico que a los tramitadores de seguros les parecían sospechosos, a veces incluso en otras provincias, y, en los últimos tiempos me pasaban algún caso de laboral, cuando había que abonar indemnizaciones cuantiosas. Un ángel con las alas rotas. Pero estaba tan acostumbrada a perder que aunque bajara más escalones del pozo ni siquiera tenía la sensación de ir descendiendo, y al menos pagaba, unas veces mejor y otras peor, las facturas de mi vida. O casi. La del coche no había podido hacerlo.
–Lucía, compañera, ¿cómo estás?
Di un respingo en la silla. Frente a mí tenía al último tipo que hubiera pensado que me dirigiría la palabra y que se había tomado la licencia de sentarse en mi confidente con un vaso de café que me ofrecía torpemente. Debía de ser alguna convención social que se me escapaba, la de dar café a los conmocionados.
–Bien, gracias. –Acepté el café de buen grado. Era como si nunca más fuera a entrar en calor–. Mejor al menos.
Marcial Molina me miraba con sus ojos atrofiados de topillo. Era un gestor de la vieja escuela, un vendedor de humo que llevaba en la empresa desde que se abrió la primera sucursal en el país. Apenas nos tratábamos, y cuando lo hacíamos por motivos laborales lo hacíamos con la natural reticencia de una gacela y una leona que se cruzaran por la sabana. Marcial era machista, grasiento, romo y triste, e incluso físicamente me provocaba una reticencia innata: cargado de hombros, caminaba con las piernas arqueadas y abiertas, como un vaquero venido a menos, y se peinaba el pelo ralo y fino con un rulo para disimular la creciente tonsura de su coronilla.
Como los electrones, a Marcial Molina le precedía una carga de rencorosa negatividad contra el resto del mundo, siempre injusto con su persona. Sobre él corrían, raudos, rumores de lo más variopinto. Se decía que había sido policía y que lo había dejado para montar una de las primeras agencias de detectives, que había llevado él solito al fracaso. Y que luego, en lugar de volver a la policía, había acabado trabajando en la compañía de seguros, con un buen sueldo, por recomendación de un alto cargo de la central que era su cuñado o su primo. A saber. El caso es que no me gustaba mucho Molina, pero tampoco me daba guerra, ni a mí ni