de niños apellidados Marqués Cortés, para que las ínfulas de la señora Marqués se inflaran un poco más de lo que ya estaban.
Sí, me dije, ojalá que les vaya bien, porque a mí se me pasará este latido de menos que siento ahora en el corazón y que podría confundirse con los celos. Pero podía imaginar la flamante vida de Jairo y Sonia con Esperanza y la idea me hizo sonreír como la bruja de Blancanieves mientras le ofrece la manzana envenenada. Sonia era la eficiente secretaria de mi director, una mujer curvilínea, de exuberante melena dorada alisada al dedillo y unos ojos grises cuyas largas pestañas sabía mover con coquetería mientras fingía colocar un peinado del que no osaba escaparse ni un pelo. Pero era también controladora, rígida y fría, de las que hacían deporte tres días por semana, ni uno más ni uno menos, comía fruta a las horas estipuladas por su gurú nutricionista y masticaba treinta veces cada bocado. Cuando me miraba, aunque lo hiciera con una radiante sonrisa en los labios, me hacía sentir que las cucarachas eran más valiosas en el ecosistema que yo. Sin duda, Sonia estaría a la altura de Jairo y su madre, y los superaría tanto que acabaría por merendárselos como una cobra reina a otras serpientes más pequeñas.
Me lavé las manos y sumergí el rostro en el agua fría. En realidad, lo de Sonia me importaba un ardite. Lo que de verdad había molestado a mi horda de hormonas enfurecidas era aquella compañera uniformada, la pelirroja guapa y altiva que se colocaba la gorra bajo el brazo con estudiada dignidad y que se derretía cada vez que Jairo abría la boca, aunque solo fuera para decirle que el meadero era la puerta a la derecha según salías. Aquello sí que había dolido, casi tanto como el inmarcesible sentimiento de culpa que arrastré con la maleta mientras las puertas tras de mí se cerraban para siempre. Por suerte la pelirroja duró poco y ahora Jairo tenía un compañero que me resultaba hasta simpático, lo que no evitaba que cada vez que Jairo venía a Swiss&Co se me revolviera una nostalgia amarga como la bilis.
En algún momento, me dije para darme ánimos, acabará lo que sea que esté haciendo aquí y se largará. Jairo era ahora inspector jefe de un grupo de la UDEF, la Unidad de Delitos Económicos y Financieros, que, entre otros temas, llevaba todo lo relacionado con el fraude en las aseguradoras cuando los hechos podían constituir un delito, o eso al menos había dejado caer en alguna de nuestras breves y cortantes conversaciones de ascensor. Procuraba no mostrar mucho interés por su vida. Delitos Económicos no hubiera sido, ni muerta, una de mis primeras opciones como policía, pero tuve que reconocer que en él la elección no me había sorprendido. Era un puesto cómodo, vistoso y limpio, nada de llamadas intempestivas, de horarios dilatados, de niños muertos o de mujeres maltratadas. No podía imaginarme a Jairo sorteando charcos de sangre en la escena de un crimen ni corriendo detrás de un sospechoso. Este destino le iba bien, pero no creía que sus ambiciones se detuvieran allí; tarde o temprano buscaría un puesto cerca del poder, aunque fuera rozando el bajo de sus pantalones para dar la falsa sensación de que comenzaba desde lo más bajo.
Meneé la cabeza para despejarla de pensamientos indeseables que ya no llevaban a ninguna parte, caminos sin salida en un laberinto eterno, y las puntas de mi nuevo corte de pelo me acariciaron el mentón devolviéndome a la realidad y disolviendo aquellos fantasmas que, a mi pesar, se habían instalado entre Jairo y yo para siempre. Bajo la apariencia de una lejana cordialidad, pervivía la insidia de un pasado compartido y un rencor subyacente, oscuro, intenso, que a veces me impedía respirar como si me estuviera bañando en un charco de chapapote.
Pero ya me había demorado todo lo que la decencia me permitía en aquel baño silencioso. Miré por la ventana el trasegar de coches, el movimiento lejano de gentes que tenían la suerte de no estar en mi piel.
–Ojalá te murieras, Jairo –musité mientras salía del baño, sintiéndome la persona más miserable sobre la faz de la Tierra. Eso incluso antes de que mis deseos se hicieran realidad, cuando todavía no podía ni intuir lo miserable que podía llegar a sentirme.
En aquel momento hubiera deseado lo contrario: no tener que vivir para ver morir a Jairo.
La parte de mi cerebro que había sido entrenada para aquella situación me instó a centrarme en mi realidad más inmediata en lugar de andar fustigándome por unas palabras mezquinas dichas sin pensar. Respiré hondo varias veces, en silencio, reconectándome con todo mi ser, y volví a escudriñar hacia el lugar donde Jairo seguía abatido, lívido, con la mano sujetándose una oquedad en el costado por donde la vida fluía en forma de líquido pardusco y viscoso. Tragué saliva, y en el mismo momento en que el encapuchado apuntaba a la cabeza de Jairo para rematarle y los ojos del inspector se alzaban hacia los de su verdugo, me incorporé con la rapidez de una serpiente y apreté una sola vez el gatillo, un impacto que resonó como el restallido de un trueno en la tormenta. El asaltante ni siquiera se volvió. Cayó de rodillas frente a Jairo a cámara lenta, la pistola resbaló de su mano con un golpe hueco y luego se desplomó, atrapando con su brazo la pierna del inspector, que ahogó un nuevo gemido de dolor.
Ignoré la respiración agitada que trataba de recuperar el aire que había dejado de inspirar, el olor intenso del humo que se me pegaba en los pulmones y el pellizco del retroceso en mi mano, de donde sentí brotar la sangre en un reguero tibio. Retiré la cajonera para deslizarme de canto entre el mueble y la mesa y, aunque lo que me pedía el cuerpo era correr hacia Jairo e inspeccionar aquella herida de entrada, oteé con prudencia el pasillo antes de salir. Luego golpeé con la puntera de mi bota el arma del suelo para alejarla del hombre y comprobé que de todas formas no iba a tener ocasión de utilizarla porque estaba muerto; seguramente mi disparo le había partido en dos la columna vertebral. Me arrodillé junto a Jairo, todavía sintiendo en mi mano el reconfortante peso de la pistola y sin perder de vista, como si tuviera un sexto sentido en el cogote, todas las vías. Apreté con fuerza la culata cuando me incliné brevemente sobre la herida. Dios, cómo había extrañado sin saberlo aquel contacto, la sensación de poder que me ascendía desde la mano hasta el cerebro. Y qué mal aspecto tenía aquella herida. Un reguero de sangre se deslizaba entre los dedos de Jairo con aniquiladora lentitud.
–¿Qué está pasando? –pregunté en un susurro mientras me quitaba el pañuelo del cuello y retiraba su mano ensangrentada de la herida para taponarla lo mejor que pude, apretando hasta que el rostro de Jairo, tan desvaído que había adquirido un sutil tono azulado, se contrajo con el sufrimiento.
–Escuché los disparos y salí del office. Y entonces apareció este tipo… Casi había olvidado lo buena tiradora que eras –dijo poniendo su mano sobre la mía y entrelazando los dedos un momento.
Mi vanidad sonrió. Habría sido la primera de la promoción si no me hubieran expulsado de la academia. Pero también fue mi vanidad la que me recordó que aquellos tiempos y su promesa de futuro no volverían, y me desinflé mientras recorría de nuevo con la vista, a izquierda y a derecha, todo el pasillo. Un silencio opresivo había vuelto a deslizarse sobre la planta, podía escuchar incluso el crepitar de las hojas del ficus bajo el chorro de la calefacción. A lo lejos empezaron a ulular las sirenas de las ambulancias y los coches de policía. Supuse que a Jairo le había dado tiempo a pedir refuerzos tras oír los disparos, aunque me preguntaba dónde estaría su compañero.
–Sonia… Tal vez también esté herida –jadeó mientras yo me afanaba en contener la hemorragia. –Estaba conmigo en el office y fue un momento a ver si había venido Emma.
–Aguanta –susurré–. Voy a echar un vistazo.
Jairo me apretó aún más la mano moviendo la cabeza a un lado y a otro. Supe que se debatía entre el miedo a quedarse solo mientras se desangraba, el temor de dejarme marchar sin saber qué estaba pasando y la necesidad de saber que Sonia estaba bien. Me aseguré de que su herida estaba fuertemente taponada y luego me desasí de su mano con cuidado y me arrastré al amparo de las plantas a las que hasta ese momento no había encontrado más utilidad que la de que algunas compañeras perdieran el tiempo ocupadas en riegos, podas y cambios de tierra.
Mi zona estaba despejada, pero la prudencia me impidió seguir más allá de la mampara que distribuía el espacio entre la zona destinada a las mesas de los investigadores y la de dirección. La ausencia de movimiento y el silencio no presagiaban nada bueno. Asomé la cabeza para vislumbrar las puertas de los despachos. La