Maria Edgeworth

Ennui


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extraía de la agradable idea de mi poder e importancia, un poder que, al parecer, era casi despótico. Este nuevo estímulo me sostuvo durante tres días enteros, a lo largo de cuales me retuvo prisionero en mi propio castillo la multitud que acudió a presentarme homenaje y a pedirme favores y protección. En vano ensillaban y embridaban mi caballo cada mañana: nunca pude montarlo. La cuarta mañana, cuando creí haber terminado con el último de aquellos peticionarios que me torturaban, me quedé pasmado y me desesperé al salir y ver que fuera esperaba una nueva legión que deseaba audiencia. Ordené a mi gente que les dijera que el señor iba a salir y no podía recibir a nadie más. Supongo que no comprendieron lo que decían mis sirvientes ingleses, porque nadie se movió de su puesto. Al recibir el mensaje por segunda vez, reconocieron que lo habían entendido a la primera, pero replicaron que preferían esperar allí hasta que el señor regresara de su cabalgata. Con dificultades, subí a mi caballo y atravesé las cerradas filas de mis atormentadores. Por la noche dispuse que se cerraran las puertas y ordené al portero que en adelante no dejara entrar a nadie más al patio del castillo si deseaba conservar su trabajo. Cuando me levanté, me complació ver que no había moros en la costa, pero en cuanto puse un pie al otro lado de la puerta de entrada, ¡sorpresa! La hueste que asediaba mi castillo seguía apostada en mis jardines, y a lo largo del camino, y por los campos. Me seguían a todas partes y cuando les prohibí dirigirse a mí cuando iba a caballo, al día siguiente me encontré con partidas que me emboscaban y esperaban en silencio, con el sombrero en la mano, haciendo constantes reverencias, hasta que no podía evitar dirigirme a ellos y decirles:

      —En fin, mis queridos amigos, ¿qué os trae por aquí a hacerme reverencias?

      Y así acabé preso de nuevo, sujeto por la brida durante una hora entera.

      En suma, me encontraba ahora en una situación en la que no podía aspirar a tener ni intimidad ni tiempo libre, pero al menos disfrutaba de todos los gozos del poder, hacia el que sentía una pasión que sin duda habría terminado también por sucumbir a mi indolencia habitual si no la hubieran mantenido viva mis celos hacia el señor M’Leod.

      Un día, cuando rechacé una audiencia a un arrendatario inoportuno, y dije que los peticionarios me estaban agobiando desde la hora misma de mi llegada y que estaba cansado hasta la extenuación, el hombre me contestó:

      —Lamento, señor, que tenga todo este trabajo, y es una pena. ¿Quizá sería mejor que fuera a ver al señor M’Leod? Sin duda su agente me podrá atender y no le molestaré a usted más. El señor M’Leod se encargará de todo, como ha hecho siempre.

      —¡Que se encargará de todo como ha hecho siempre! —exclamé yo al instante—. ¡No, de ningún modo!

      —Entonces, ¿con quién debo hablar? —preguntó el hombre.

      —¡Conmigo! —dije yo, en tono tan altivo que bien podría haber sido Luis XVI anunciando a su corte la decisión de actuar él mismo como su propio ministro.

      Después de esta intrépida declaración de que me disponía a actuar por mí mismo, no podía permitirme ceder a mi habitual pereza. Mi orgullo, al igual que otros de mis sentimientos, había quedado tan maltrecho por la traición del capitán Crawley que tomé la determinación de demostrar al mundo que ningún administrador me iba a volver a engañar nunca.

      Cuando, el día designado, el señor M’Leod acudió a que revisara y aprobara sus cuentas, yo, con mucha pompa y circunstancia, como si llevara toda la vida gestionando personalmente mis asuntos, me senté a inspeccionar los documentos; y, por increíble que parezca, los leí todos en una sentada, sin emitir un solo bostezo y, para no haber estudiado nunca unas cuentas antes, entendí la naturaleza de deudores y acreedores bastante bien. Pero, a pesar de mi enorme deseo de demostrar mi sagacidad aritmética, no encontré el menor error en los números. Era evidente que el señor M’Leod no era ningún capitán Crawley. Sin embargo, en lugar de resignarme a creer que alguien podía ser a la vez un administrador y un hombre honesto, concluí que si no me robaba dinero tenía que ser porque su objetivo era arrebatarme mi poder. Imaginé que deseaba convertirse en un hombre influyente e importante en el condado y le atribuí deseos que en realidad eran míos. Por ello asumí que todo lo que aparentemente hacía a mi servicio estaba impulsado por su deseo de poder.

      Más o menos en este momento recuerdo que me preocupó mucho una carta que M’Leod recibió en mi presencia y de la cual me leyó solo parte: no descansé hasta leerla entera. Desde luego, la epístola demostró que había valido la pena que me tomara la molestia de descifrarla: se refería meramente a la pavimentación del patio de las gallinas. Como el rey de Prusia,* de quien se decía que estaba tan celoso de su poder que quiso regular hasta el uso de ratoneras en sus dominios, pronto me impliqué en la dirección de una desconcertante multiplicidad de minucias insignificantes. ¡Ah! Descubrí a mi costa que los problemas son compañeros inseparables del poder y, muchas veces, en el transcurso de los primeros diez días de mi reinado, estuve dispuesto a renunciar a mi cargo debido al agotamiento.

      Capítulo 8

      Una mañana temprano, después de haber pasado una noche febril torturado en sueños por las voces de la gente que me había atosigado el día anterior, me despertó el ruido de alguien encendiendo mi fuego. Creí que era Ellinor, y la idea del afecto desinteresado de aquella pobre mujer me vino a la mente como contrapunto del egoísmo de otros que tanto me había preocupado últimamente.

      —¿Qué tal estás, mi buena Ellinor? —pregunté—. No te he visto mucho esta semana pasada.

      —No soy Ellinor, mi señor —dijo una voz desconocida.

      —¿Y cómo es eso? ¿Por qué no me enciende el fuego Ellinor?

      —Pues no lo sé, mi señor.

      —Ve a buscarla inmediatamente

      —Se ha ido a su casa estos tres días.

      —¡A su casa! ¿Es que está enferma?

      —No que yo sepa, mi señor. No sé qué le ha podido pasar, excepto que estuviera celosa de que fuera yo quien le encendiera el fuego al señor. Pero no puedo decirlo con seguridad, porque se fue sin decir ni una palabra, ni buena ni mala, cuando me vio encender este fuego, que lo encendí yo porque así me lo ordenó el ama de llaves.

      Recordé ahora la petición que me había hecho la pobre Ellinor, y me reproché severamente haber olvidado mi promesa en un asunto que, por trivial que fuera en sí mismo, significaba tanto para ella. Decidí visitar su casa durante mi paseo a caballo matutino y disculparme personalmente, pero primero satisfice mi curiosidad acerca del prodigioso número de parques y ciudades que había oído que había en mis tierras. Habían acudido a mí muchos desposeídos con la modesta solicitud de que les concediera alguno de los parques que había cerca de la ciudad. El parque de los caballos, el de los ciervos, el de las vacas no alcanzaban a responder a la idea que yo asociaba con la palabra parque, me quedé atónito y un poco avergonzado cuando contemplé los terruños y recodos de tierra cerca de la ciudad de Glenthorn a los que se habían concedido este altisonante nombre: una extensión suficiente para alimentar a una sola vaca se consideraba suficiente en Irlanda para merecer el nombre de parque.

      Como había escuchado los nombres de más de cien ciudades en las tierras de Glenthorn, tenía un concepto imperial de la extensión mis territorios y estaba impaciente por explorar mis dominios. Sin embargo, me bastó visitar unos pocos de estos lugares para dar por satisfecha mi curiosidad. Dos o tres cabañas juntas bastaban para constituir una ciudad, y el terreno adjunto a ellas se consideraba un municipio. Estos municipios se remontaban generaciones y procedían de antiguas agrimensuras irlandesas. Bastaba con mostrar los límites de un municipio para demostrar que debía existir una ciudad y, por lo visto, se consideraba que la tradición de que allí hubiera una ciudad se mantenía aunque solo quedara en pie una cabaña. Tiré de las riendas para girar la cabeza de mi caballo ante el disgusto que me causó uno de estos pueblos tradicionales, y le dije a un muchacho que me mostrara el camino a la casa de Ellinor O’Donoghoe.

      —Lo haré encantado, mi señor. Si