a ese país. Con ello me libraría de golpe de la casa que me atormentaba, y con ella de los sirvientes, sin la molestia de tener que despedirlos, pues la mayoría de ellos se negaba al destierro, que así llamaban a trasladarse conmigo a Irlanda. Además, abandonaría a mis compañeros, que ya no eran de mi agrado. Estaba cansado de Inglaterra y quería ver algo nuevo, aunque fuera peor que lo que había visto hasta entonces. Pero estas no fueron las razones que aduje: profesé tener motivos mucho más elevados para mi viaje. Era mi deber, dije, visitar mis tierras en Irlanda, y animar a mis aparceros residiendo durante una temporada entre ellos. A menudo recordamos nuestro deber cuando más nos conviene. Luego estaba mi promesa a la pobre Ellinor: un hombre de honor no podía de ningún modo faltar a su palabra, ni siquiera a una promesa hecha a una anciana. En resumen, cuando uno optar por seguir un curso de acción, difícil es que no encuentre argumentos para convencerse de que su decisión es razonable. Media humanidad se rige por motivos discutibles, así que puse rumbo a Irlanda.
Capítulo 6
Es tu contente à la fleur de tes ans?
As tu des goûts et des amusemens?
Tu dois mener une assez douce vie.
L’autre en deux mots repondait ‘Je m’ennuie.’
C’est un grand mal, dit la fée, et je croi
Qu’un beau secret est de rester chez soi.*
Vientos desfavorables me detuvieron seis días en Holyhead. Harto de ese miserable lugar, mi mal humor me hizo maldecir Irlanda, y en dos ocasiones resolví regresar a Londres, pero el viento cambió y pronto mi carruaje fue subido a bordo del paquebote, así que zarpé y arribé sano y salvo a Dublín. Me sorprendió la excelencia del hotel en el que me alojé. No tenía idea de que se pudiera encontrar en Dublín residencia tan acogedora. La casa, según me dijeron, era propiedad de un noble: estaba decorada y amueblada con un grado de elegancia, incluso de magnificencia, que no había visto ni en los mejores hoteles de Londres.*
—¡Ah, señor! —me dijo un caballero irlandés que me encontró admirando la escalera—, todo esto está muy bien, es muy elegante, pero es demasiado bueno y elegante como para durar; vuelva aquí dentro de dos años y verá como está todo descuidado y en ruinas. Por lo común eso es lo suele suceder con nosotros, los irlandeses: sabemos proyectar, pero no calcular, todo lo queremos a una escala demasiado grande. Confundimos un principio grandioso con un buen principio. Empezamos como príncipes y terminamos como mendigos.
Descansé solo unos pocos días en una capital en la que había dado por supuesto que no habría nada interesante para un recién llegado de Londres. Al conducir por las calles, sin embargo, me sorprendió ver edificios que, debido a mis prejuicios, me costaba creer que fueran irlandeses. También vi cosas que me recordaron las observaciones que me había hecho aquel caballero en mi hotel. Observé varios ejemplos de inicios grandiosos lamentablemente mal finalizados, con una mezcla de lo magnificente y lo irrisorio, de lo admirable y lo execrable. Aunque mi intelecto no estaba educado, estas cosas me parecieron obvias. De todas las facultades de mi mente, mi gusto había sido la que más había ejercitado, porque siempre había sido la que menos me había costado utilizar.
Impaciente por ver mi propio castillo, me marché de Dublín. De nuevo me quedé atónito por la belleza del paisaje y la excelencia de los caminos. En mi ignorancia yo había creído que en toda Irlanda no había un solo árbol y que sus carreteras eran casi intransitables. Con la rapidez del crédulo, pasé ahora de un extremo al otro. Concluí que deberíamos viajar con la misma celeridad que por la carretera de Bath y decidí que el viaje, cuya duración se había previsto en cuatro días, se haría en dos. Como todos los que no tienen nada que hacer en ninguna parte, yo siempre tenía una prisa prodigiosa y la noble ambición de recorrer la mayor distancia posible en un periodo dado de tiempo. Viajaba en una calesa ligera, y con mis propios caballos. Mi ayuda de cámara (un inglés) y mi cocinero (un francés) me seguían en un coche de alquiler; mientras no se quedaran atrás, como lo hicieran era asunto suyo. Por la noche, mis criados se quejaron amargamente de los coches de posta irlandeses y me rogaron que les permitiera ir más lento que yo al día siguiente. Yo no podía consentirlo de ninguna manera pues ¿cómo iba a sobrevivir sin mi ayuda de cámara y mi cocinero francés? Por la mañana, cuando me preparaba para partir y ya estaba sentado en mi carruaje, mi inglés y mi francés acudieron a la puerta de mi calesa, tan enfadados que uno era incapaz de hablar y al otro no se le entendía nada. Al final el objeto que había causado su indignación habló por sí mismo. Del patio del mesón salió un coche de alquiler en el más deplorable estado que jamás vi, con el cuerpo montado a una altura prodigiosa sobre unos amortiguadores incapaces de doblarse, e inclinado hacia adelante, con una puerta que se abría porque no cerraba bien y tres persianas subidas porque no podían bajarse, el pescante atado por dos sitios, la llanta de hierro de las ruedas oxidada y medio salida, estacas de madera en lugar de ejes y cuerdas a modo de arnés. Los dos caballos eran dignos de su arnés; desgraciadas criaturas, poco más grandes que perros, que parecían haber sido exprimidas hasta su último aliento y cuyo aspecto anunciaba que no habían sido cepilladas en toda su vida. Les asomaban los huesos a través de la piel, uno estaba cojo, el otro ciego; uno tenía la espalda en carne viva, el otro el pecho lleno de bilis; a uno le asomaba el cuello por debajo de la collera, y el otro llevaba una brida medio rota por la que le tiraba de la cabeza un hombre vestido como un mendigo loco, tocado con media peluca y medio sombrero, ambos horribles, y colocados en direcciones opuestas; vestido con un abrigo largo y desharrapado atado en la cintura con una cuerda barata y a través de cuyos grandes desgarrones en los faldones mostraba sus multicolores piernas desnudas, mientras que algo parecido a unas medias colgaba arrugado en de sus tobillos. Los ruidos que hacía intentando no sé si amenazar o animar a sus caballos, no oso describirlos.
Indignado, llamé al dueño:
—Espero que estos no sean mis caballos ni esta la calesa destinada a mis sirvientes.
El posadero y el pobre que se preparaba a oficiar de postillón exclamaron perfectamente al unísono:
—¡Diantre, si no hay calesa mejor en todo el condado!
—¿Que no hay otra mejor? —dije yo— ¿Están ustedes hablando en serio? ¿Es que es la única?
—De verdad, con la venia de su señoría, que esta es la mejor calesa del condado. Tenemos dos más, claro que sí, pero una no tiene techo y la otra no tiene suelo. En definitiva, que no hay otra mejor que esta que ve usted.
—¡Y estos caballos! —protesté yo— ¡Por el amor de Dios, este caballo está tan cojo que apenas puede caminar!
—Oh, tranquilícese su señoría, que aunque no puede caminar, corre la mar de bien. Menudo bicho está hecho el truhán, ya me entiende su señoría. Siempre hace lo mismo antes de salir.
—¡Y qué hay de ese otro animal, con el pecho lleno de bilis!
—Pues mucho mejor le va así, pues una vez se calienta, es el que corre a la velocidad de la luz, verá su señoría. ¿No es Knockecroghery?* ¿No pagué por él quince guineas, menos el penique de la suerte, en la feria de Knockecroghery, y no tenía entonces ni cuatro años todavía?
No pude evitar sonreír ante su discurso, pero mi ayuda de cámara, persistente en su aire de severo enojo, declaró sombrío que de ningún modo subiría en un coche tirado por esos caballos y el francés, con gran acompañamiento de gestos, lanzó hacia mí una verborrea prodigiosa imposible de comprender para los mortales.
—Os diré lo que podemos hacer —dijo Paddy—, llévese cuatro caballos, como corresponde a un caballero de su categoría, y verá como hacemos camino rápidamente.
Y dicho esto se puso el nudillo de su dedo índice en la boca y lanzó un silbido fuerte y largo. Unos instantes después le respondió con otro silbido alguien desde los campos.
Protesté contra este proceder, pero fue en vano: apenas se habían enganchado