Maria Edgeworth

Ennui


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rostro! Soy Ellinor, la nodriza que amamantó cuando eras un bebé en Irlanda. Hace mucho que quería verte —continuó, cerrando los puños y permaneciendo en medio de la puerta, a pesar de mi caballo, al que yo espoleaba para que avanzara.

      —¡Quítese de en medio, por el amor de Dios, buena mujer, o haré que mi caballo le pase por encima! ¡So! ¡So! ¡So! —dije, yo, dando unos golpecitos a mi inquieta montura.

      —¡Oh! Si es un animalito tímido ¡Dios lo bendiga! Ahora está manso como un corderito y yo tengo que daros un beso a uno de los dos —gritó ella, echándole los brazos al cuello al caballo.

      El caballo, poco acostumbrado a este tipo de saludo, se encabritó de repente y me tiró al suelo. Me golpeé la cabeza contra el pilar de la puerta. Lo último que oí fue el disparo de una pistola, pero desconozco qué sucedió después. El golpe me dejó aturdido e inconsciente. Cuando abrí los ojos me encontré tendido sobre uno de los cojines de mi landó y rodeado por una multitud de personas, que hablaban todas a la vez. Entre el ruido de voces no pude distinguir lo que decía nadie hasta que la del capitán Crawley se elevó por encima del resto, diciendo:

      —¡Llamen inmediatamente a un cirujano, pero no hay nada que hacer! ¡Nada que hacer! Lleven el cuerpo al pabellón de banquetes, yo voy corriendo a avisar a lady Glenthorn.

      Comprendí que creían que estaba muerto. Yo, en ese momento, no tenía la sensación de estar herido. Tenía curiosidad por saber cómo reaccionarían todos a mi defunción, así que cerré los ojos antes de que nadie percibiera que los había abierto. Me quedé inmóvil y procedieron a llevarme, siguiendo las órdenes del capitán Crawley, al pabellón de banquetes. Cuando llegamos allí, mis sirvientes me tendieron en uno de los divanes y la multitud, su curiosidad más que satisfecha, se dispersó poco a poco hasta que solo quedaron junto a mí un criado y mi administrador.

      —No creo que esté muerto —dijo el criado—. Todavía le late el corazón.

      —Oh, pero es como si lo estuviese, porque no mueve ni manos ni pies y dicen que es seguro que se ha roto el cráneo. Será mejor esperar a ver que dice el cirujano, pero estoy seguro de que no vendrá. Ahora Crawley hará de su capa un sayo en todo, y a mí más me vale poner tierra por medio.

      —Allá ellos cómo se apañen—dijo el criado—, yo solo espero poder cobrar mi sueldo.

      —¡Cómo engañó Crawley a mi señor! —dijo el administrador.

      —¡Y qué insensato fue mi señor —dijo el criado— permitiendo que lo gobernase, y que gobernase a su gente, un advenedizo como ese! Con su permiso, señor Turner, iré a la casa a hablar con James y regresaré de inmediato.

      —No, no, Robert, debes quedarte aquí mientras me acerco a casa a cerrar con llave mis aposentos antes de que Crawley empiece a registrarlos.

      Y así me quedé solo con el criado. Apenas se había marchado el administrador cuando escuché una voz que, en voz baja y con tono de gran preocupación, preguntaba:

      —¿Está muerto?

      Entreabrí los ojos para ver quién había hablado. La voz procedía de la puerta que estaba frente a mí y mientras el criado volvía la espalda para mirarla, yo levanté la cabeza y vi que se trataba de la anciana que había provocado mi accidente. Estaba de rodillas en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho. Nunca olvidaré su rostro, que era la misma imagen de la desesperación.

      —¿Está muerto? —repitió.

      —Diría que sí —contestó el criado.

      —Por el amor de Dios, dejadme entrar, si está ahí dentro —gritó ella.

      —Pues entre, si quiere, y quédese mientras yo me acerco a la casa.*

      El criado se marchó y mi vieja nodriza, al verme, fue presa de un dolor agónico. No entendí ni una palabra de las que pronunció, pues hablaba en su lengua nativa, pero sus lamentos me llegaron al corazón, puesto que salían directamente del suyo. Se abalanzó sobre mí y sentí como sus lágrimas caían sobre mi frente. No puede abstenerme de susurrar:

      —No llores… Estoy vivo.

      —¡Bendito sea Dios! —exclamó ella, incorporándose por la sorpresa, y acto seguido se hincó de rodillas para dar gracias a Dios.

      Entonces, llamándome por todos los nombres cariñosos que las nodrizas suelen emplear con sus niños, alternó las súplicas de que la perdonase con imprecaciones hacia sí misma por haber sido la causa de esta desgracia y oraciones por mi recuperación.

      El gran afecto que esta pobre mujer sentía por mí me emocionó más que ninguna otra cosa en mi vida hasta entonces; parecía ser la única persona en la tierra que realmente me quería y, a pesar de su vulgaridad y de mis prejuicios contra el tono en que hablaba, despertó en mí sentimientos de ternura y gratitud.

      —¡Mi buena señora, si vivo, he de recompensarte! Dime qué deseas —dije yo.

      —¡Que vivas! ¡Qué vivas! Que Dios te bendiga y que vivas, eso es todo lo que quiero de ti, mi tesoro, y que hasta que estés bien, dejes que te vele por las noches como solía hacer cuando eras niño y te tenía en mis brazos para mí sola, querido.

      Tres o cuatro personas entraron corriendo en la sala, precediendo al capitán Crawley, cuya voz se oyó en este instante en la distancia. Tuve el tiempo justo de hacer comprender a la pobre mujer que quería fingir que estaba muerto; ella entendió mi plan con sorprendente rapidez. El capitán Crawley subió las escaleras, hablando como si fuera el señor con el administrador y la gente que lo acompañaba.

      —¿Qué hace aquí esa vieja arpía? ¿Dónde está Robert? ¿Dónde está Thomas? Les ordené que permaneciesen aquí hasta que yo volviera. Señor Turner, ¿por qué no se quedó usted aquí? ¡Cómo! ¿No ha venido todavía el forense? El forense tiene que ver el cuerpo, os digo. ¡Buen dios! ¡Qué atajo de cabezas de chorlito estáis hechos! ¿Cuántas veces os tengo que repetir algo para que se haga? Nada se puede hacer hasta que lo haya visto el forense; luego hablaremos del funeral, señor Turner: una cosa después de la otra. Todo debe hacerse a su debido tiempo, señor Turner. Lady Glenthorn confía en mí para todos sus asuntos. Lady Glenthorn desea que me encargue de todo.

      —Desde luego, sin duda, muy apropiado… No digo nada en contra de ello.

      —Pero —continuó Crawley, volviéndose hacia el sofá sobre el que yo yacía y viendo a Ellinor arrodillada a mi lado— ¿cómo es que esa vieja bruja irlandesa sigue aquí? ¿Por qué está usted aquí, diga? ¿Quién es usted?

      —Con la venia, su señoría, yo fui su nodriza y tenía el natural deseo de verlo de nuevo antes de que me llegara la hora.

      —¿Y ha venido desde Irlanda por esa idea peregrina?

      —Así es… Eso me ha impulsado cada pulgada del camino desde mi hogar.

      —¡Caramba! Veo que de insensatez anda usted sobrada —dijo Crawley.

      —Seré insensata, señor, pero siempre lo fui en lo tocante a los críos que amamanté.

      —¡Críos! Bien, pues ahora ya puede seguir su camino, ya ve que aquí no son necesarios sus servicios, nodriza.

      —No me moveré de este lugar mientras él siga aquí —dijo mi niñera, agarrándose a la pata del sofá con todas sus fuerzas.

      —¡Que no se moverá, dice! —rugió el capitán Crawley— ¡Échenla de aquí ahora mismo!

      —¡Oh, no será usted capaz! ¡No será usted tan cruel como para echar a esta vieja nodriza de aquí cuando ni siquiera está frío el cuerpo de su niño! ¿No me dejará ver como lo entierran?

      —¡Sáquenla de aquí inmediatamente! ¡Quiten de mi vista a esa bruja irlandesa! No toleraré sus aullidos aquí. ¡Échala ahora mismo, John! —le dijo Crawley a mi criado.

      El sirviente dudó, según me pareció, pues Crawley tuvo que repetir la orden