que me perdone, milord, pues bien, milord, el grano es el capitán Crawley.
—¿Qué pasa con él? No deseo volver a oír su nombre en lo que me queda de vida.
—Ni yo tampoco, se lo aseguro, señor, pero hay personas en la casa que no comparten nuestra opinión.
—¿Quién? ¡Vamos, ladino, hable de una vez!
—La señora, mi señor. Ya está dicho. Si nadie se lo impide, escapará esta noche con él.
Mi sorpresa y mi indignación fueron tan grandes como si yo siempre hubiera sido el más atento de los maridos. Al fin me arrancaban de la indiferencia y apatía en las que me había hundido y, aunque nunca había amado a mi esposa, el momento en que supe que la había perdido para siempre fue exquisitamente doloroso. El asombro, la vergüenza y la ira contra ese traicionero parásito que la había seducido se combinaron para conmocionarme. Logré dominarme lo bastante como para ordenar a Turner que se marchara, no sin antes prevenirlo de que no contase a nadie nada de lo que habíamos hablado.
—Ni un alma —dijo— lo sabrá ni podrá adivinarlo por mí.
A solas con mis pensamientos, tan pronto como el primer enfado remitió, me culpé a mí mismo por mi comportamiento con lady Glenthorn. Reflexioné que habían sido sus amigos los que la habían casado conmigo, cuando ella todavía era demasiado joven e inmadura como para decidir por sí misma, y me di cuenta de que desde el primer día de nuestro matrimonio yo no había hecho el menor esfuerzo por ganarme su afecto ni para guiar su conducta; que, por el contrario, le había mostrado una marcada indiferencia, rayana en la aversión. Con un aire muy moderno, había manifestado que, mientras me dejara las manos libres para gastar como quisiera la fortuna que me había traído, en consideración a la cual ella disfrutaba del título de condesa de Glenthorn, lo que hiciera me importaba bien poco. Ahora me reprochaba en vano las consecuencias de mi abandono. La inmensa fortuna de lady Glenthorn había pagado mis deudas y costeado durante dos años mis extravagancias o, mejor dicho, mi indolencia: quedaba poco dinero y ahora ella, a los veintitrés años, iba a ser víctima del escarnio público y de un hombre que yo sabía que desconocía el honor y el afecto. Me compadecí de ella y resolví al instante esforzarme por salvarla de la destrucción.
Ellinor, que vigilaba todos los movimientos de Crawley, me informó de que había ido a un pueblo cercano y había dejado dicho que no regresaría hasta después de cenar. Lady Glenthorn estaba en su vestidor, que se hallaba en el extremo de la casa más alejado de mis aposentos. Yo no había puesto pie fuera de mi habitación desde mi enfermedad y no había caminado más distancia que la que había de mi cama a mi sillón, pero en esos momentos mis sentimientos me infundieron fuerzas y, para asombro de Ellinor, me levanté de mi asiento, le prohibí que me siguiera y eché a caminar sin ayuda de nadie por el pasillo hasta las escaleras traseras que llevaban a los aposentos de lady Glenthorn. Abrí la puerta privada de su vestidor sin previo aviso y encontré la habitación en el mayor de los desórdenes y a su criada de rodillas metiendo ropa en un baúl. Lady Glenthorn estaba de pie junto a una mesa, con un paquete de cartas abiertas frente a ella y un collar de diamantes en la mano. Se sobresaltó al verme como si hubiera aparecido ante ella un fantasma. La doncella gritó y echó a correr hacia una puerta que había en el otro extremo de la habitación, pero la encontró cerrada con llave. Lady Glenthorn se quedó muy pálida y muy quieta hasta que me acerqué, y entonces se sonrojó y escondió las cartas en el cajón de su escritorio. Su criada, en ese mismo instante, agarró un joyero lleno de alhajas, arrambló con un montón de ropa y lo metió todo en el baúl a medio llenar.
—Déjanos solos —le dije a la sirvienta, severamente.
Ella cerró el baúl con llave, se metió la llave en el bolsillo y obedeció.
Acerqué una silla a lady Glenthorn y yo mismo me senté frente a ella. En realidad ninguno de los dos podía tenerse en pie. Estuvimos en silencio unos momentos. Ella tenía la mirada fija en el suelo y la cabeza apoyada en la mano en un gesto de desesperación. Yo apenas era capaz de articular palabra, pero hice un esfuerzo por dominar mi voz y al fin dije:
—Lady Glenthorn, me culpo más a mí que a usted de lo sucedido.
—¿A qué se refiere? —dijo, en una evasiva poco convincente, mientras al mismo tiempo echaba una mirada culpable al cajón en el que acababa de guardar las cartas.
—No es necesario que me oculte nada —dije yo.
—¿Cómo? —dijo ella, con un hilo de voz.
—No es necesario que oculte nada —dije—, porque lo sé todo —Se sobresaltó.— y estoy dispuesto a perdonarlo todo.
Levantó la mirada hacia mi rostro, atónita.
—Sé muy bien —continué— que no le he tratado bien. Tiene sobradas razones para quejarse de mi abandono. A ello atribuyo su error. Olvide el pasado. Yo le daré ejemplo de cómo hacerlo. Prométame que no verá más a ese hombre y nadie sabrá nunca lo que ha sucedido.
No respondió, pero rompió a llorar copiosamente. Parecía incapaz de tomar ninguna decisión, o siquiera de pensar. Me sentí de repente inspirado y enérgico.
—Escríbale ahora mismo —proseguí, poniendo frente a ella pluma y tintero—, escríbale y prohíbale que regrese a esta casa o vuelva a presentarse ante usted. Si acude a mí, yo sabré bien como castigarle para vengar mi honor. Para salvar la reputación de usted, me abstendré, con estas condiciones, de hacer público mi desprecio hacia él.
Entregué una pluma a lady Glenthorn, pero le temblaban tanto las manos que no podía escribir. Lo intentó en vano en varias ocasiones, en la última rasgó el papel y echándose de nuevo a llorar exclamó:
—No puedo escribir… No puedo pensar… No sé qué decir. Escriba usted lo que quiera y lo firmaré.
—¡Escribir yo al capitán Crawley! ¡Escribirle yo lo que quiera! Lady Glenthorn, debe ser usted quién le escriba, no yo. Y si no desea hacerlo, dígalo.
—¡Oh! No es eso. No es eso lo que digo. Deme un momento. No sé qué decir. He sido muy insensata, muy malvada. Es usted muy generoso, pero es demasiado tarde: todo se sabrá. Crawley me traicionará, se lo contará a la señora Mattocks, de modo que haga lo que haga, estoy perdida. ¡Oh! ¿Qué será de mí?
Se retorció las manos y volvió a llorar, y pasó una hora en este estado, indecisa y balbuciente como una niña. Al final, escribió una líneas apenas legibles a Crawley en las que le prohibía volver a verla y le exhortaba a dejar de pensar en ella. Hice enviar la nota y ella me pareció muy arrepentida, muy agradecida y llorosa. A la mañana siguiente, al despertar, fui yo quien recibió una nota de lady Glenthorn.
Después de verle a usted, el capitán Crawley me ha convencido de que soy su esposa a ojos del Cielo, y por lo tanto deseo el divorcio, máxime puesto que toda la conducta de usted desde nuestro matrimonio me ha convencido de que el fondo de su corazón usted lo desea también, sean cuales sean los motivos de usted para fingir lo contrario. Antes de que reciba la presente me habré ido y estaré fuera de su alcance, de modo que no piense en perseguir a quien ya no es
suya
A., señora de Crawley
Tras leer la nota, no pensé ni en perseguir ni en salvar a lady Glenthorn. Tenía tantas ganas de divorciarme de ella como ella de mí. Unos meses después el asunto terminó en juicio. Cuando llegó la vista de la causa, se trajeron a colación tantas circunstancias para intentar mitigar la indemnización y demostrar mi absoluta falta de interés por la conducta de mi esposa, que se sospechó colusión. De esta imputación era inocente en opinión de cuantos me conocían de verdad, y yo refuté el cargo públicamente con un grado de indignación que sorprendió a los que sabían de la natural apatía de mi carácter. Debo observar que durante todo el período en que estuvo pendiente mi divorcio, durante el cual padecí la mayor de las ansiedades, gocé de extraordinaria salud. Pero tan pronto el asunto se zanjó y se falló en mi favor, recaí en mis viejas dolencias nerviosas.
Capítulo