ven obligados a utilizar sus facultades y a ejercitar sus miembros, se olvidan de aquello que aflige sus nervios, como me sucedió a mí. Bajo este principio recomiendo a los hipocondriacos con posibles un viaje por Irlanda antes que a ningún país del mundo civilizado. Puedo prometerles no solo que les invadirá a menudo la ira, con los beneficios que ello conlleva para mejorar circulación de la sangre, sino que incluso, en el cénit de la impaciencia, les acometerán saludables convulsiones de carcajadas por las cómicas circunstancias que adornarán los desastres que padezcan. Además, si tienen buen corazón, la cálida y generosa hospitalidad que recibirán en este país, desde la más humilde cabaña hasta los castillos, despertará sus mejores sentimientos.*
Avanzada la tarde del cuarto día llegamos a una posada en la linde del condado en que estaban mis tierras. Era una de las partes más salvajes de Irlanda. No pudimos encontrar caballos, ni alojamiento de ningún tipo, y nos quedaban todavía varias millas de camino. Como única comodidad, la sucia posadera, que se había casado con el mozo de cuadra y llevaba pendientes de gota de oro, nos recordó que:
—Claro, si esperan como una hora, mientras se comen un buen huevo fresco para reponer fuerzas, tendrán una luna espléndida.
Tras no pocas imprecaciones infructuosas, mi cocinero francés se vio obligado a viajar en uno de mis caballos de montar, mi caballerizo tuvo que quedarse allí y seguirnos al día siguiente, permití que mi ayuda de cámara se sentara en la calesa conmigo y continué el viaje con mis propios y agotados caballos. La luna salió, tal y como había prometido mi posadera, y pude contemplar el paisaje del país. Al acercarnos a mis tierras, que estaban en la costa, comprobé que las casas eran pocas y dispersas, y los árboles presentaban un aspecto enfermizo; todos estaban inclinados en la misma dirección debido a la constante brisa que soplaba desde el océano. Nuestra carretera discurría junto a la costa, en la que no vi más que rocas y sus sombras sobre el agua. Como la calzada era de tierra, los cascos de los caballos no hacían ruido y nada interrumpía el silencio de la noche excepto el sonido de las ruedas de los carruajes sobre la arena.
—¿Qué hora crees que será, John? —dijo uno de mis postillones al otro.
—Desde luego, más de las doce —dijo John—, y este, desde luego, es un extraño lugar irlandés al que resulta casi imposible llegar, según veo.
John, tras una pausa, prosiguió:
—Te digo, Timothy, que me parece que esta carretera que seguimos nos acabará llevando mar adentro. Supongo yo que si la seguimos acabaremos topando no con un castillo, sino con un barco, pero no sé decir exactamente dónde.
Consternados y perdidos, al final se detuvieron a debatir si aquel era el camino correcto para ir a la casa. Mientras conversaban entre ellos, se acercó un carretero irlandés, que silbaba mientras caminaba junto a su carro y su caballo.
—Buen amigo, ¿es este el camino que lleva al castillo de Glenthorn?
—A Glenthorn va, desde luego, señor.
—¿Y va al castillo?
—De bruces se darán con él, después de la siguiente curva.
—¡De bruces! —Mientras los postillones se preguntaban sobre el significado de esa expresión, el carretero dejó un momento caballo y carro, dio media vuelta y se acercó a ellos para explicar por signos lo que no conseguía hacer inteligible con palabras.
—¿Ven? ¿Pues no está aquí el castillo? —gritó, adelantándose a nosotros en la curva y quedándose allí, señalando algo que nosotros no podíamos ver, pues lo ocultaba un promontorio de rocas.
Cuando alcanzamos en punto en el que él estaba, pudimos ver una panorámica completa del castillo de Glenthorn: parecía elevarse del mismo mar, abrupto y aislado, con toda la lúgubre grandeza de otros tiempos, con sus torretas y murallas y una enorme entrada cuyo arco ojival retrocedía en perspectiva entre las torres que lo rodeaban.
—¡Es el señor en persona, si no estoy muy equivocado! —dijo nuestro guía, quitándose el sombrero—. Mejor será que me adelante y dé la voz en el castillo.
—No, amigo mío, no hay motivo para que se tome más molestias de las que ya se ha tomado; mejor vuelva con su caballo y su carro, que ha dejado en el camino.
—Oh, ya están acostumbrados, señor, continuarán tranquilamente solos y yo iré corriendo al castillo como una liebre para llevar la noticia.
Dicho y hecho, echó a correr frente a nosotros sorprendentemente rápido, mientras nuestros cansados caballos nos arrastraban con lentitud penosa por el camino de tierra. Al acercarnos, las puertas del castillo se abrieron y varios hombres, que parecían enanos comparados con el altísimo edificio, salieron empuñando antorchas. Por el esfuerzo que hacían y la vehemencia con la que se gritaban los unos a los otros, uno habría creído que el castillo entero estaba en llamas, cuando en realidad solo estaban bajando el puente levadizo. Mientras cruzábamos este puente, se abrió una ventana en el castillo, y una voz, que reconocí como la de la anciana Ellinor, exclamó:
—¡Cuidado con el agujero que hay en medio del puente! ¡Dios te bendiga!
Crucé el puente salvando el hueco y pasé por la enorme puerta, que se abría a un camino porticado al final del cual acababan de encender una lámpara: finalmente llegué a un gran espacio abierto, que era el patio del castillo. El sonido hueco de los cascos de los caballos y el del carruaje traqueteando por el puente levadizo fue inmediatamente substituido por las extrañas y ansiosas voces de personas que llenaban el patio con todo tipo de ruidos, en un contraste radical y sorprendente con el silencio con el que habíamos viajado sobre el camino de tierra. El enorme efecto que mi llegada surtió de inmediato entre la multitud de sirvientes y demás empleados que salieron del castillo me dio una idea de mi importancia mucho mejor que nada de lo que había vivido en Inglaterra. Estas personas parecían haber «nacido para servirme»: la afanosa precipitación con la que corrían de un lado a otro, el tono en que se dirigían a mí, diciendo, algunos entre lágrimas, «¡Larga vida al conde de Glenthorn!»; otros me bendecían por haber venido a gobernarlos. El conjunto me transmitía más la idea de vasallos que de arrendatarios y hizo que mi imaginación volara siglos atrás, a la época de los señores feudales.
La primera persona que vi al entrar en el salón de mi castillo fue a la pobre Ellinor, que se abrió camino a empujones hasta mí:
—¡Es él! —gritó ella.
Entonces, volviéndose de súbito, añadió:
—¡Mis ojos lo han visto en su castillo! ¡Mis ojos lo han visto aquí y si Dios quiere llevarme ahora mismo, moriré contenta!
—Mi buena Ellinor —dije yo, profundamente emocionado por su afecto—, mi buena Ellinor, espero que vivas muchos años felices más, y si puedo contribuir…
—¡Y que me hable con tanto cariño delante de todos! —me interrumpió—. ¡Oh! ¡Es demasiado! ¡Es demasiado!
La anciana rompió a llorar y, tapándose el rostro con el brazo, se marchó de la sala.
Las escaleras que tuve que subir y la longitud de las galerías por las que me condujeron hasta llegar a mis aposentos —donde me sirvieron la cena— me dieron una idea de lo grande que era mi castillo, pero estaba demasiado fatigado como para disfrutar de las gratificaciones que ofrece el orgullo. Al sencillo placer del apetito, en cambio, me entregué por completo: devoré con voracidad una de las cenas más abundantes y hospitalarias que jamás se ha preparado para un noble, ni siquiera en los tiempos en que los bueyes se asaban enteros. A continuación me entró tanto sueño que pedí que me llevaran de inmediato a la cama. Fui llevado por otra serie interminable de cámaras y pasillos y, mientras atravesaba uno de estos, se abrió la puerta de un extraño dormitorio y de ella emergieron varias cabezas de mujer, entre las cuales pude distinguir el rostro de la anciana Ellinor; pero en cuanto me volví hacia ella, la puerta se cerró tan rápido que no tuve tiempo de hablar. Solo alcancé a oír las palabras:
—¡Bendito sea! ¡Es él!
Tenía tanto sueño que me alegré de