yo tengo que irme! —gritó el capitán Crawley, furioso—. ¿Se puede ser más insolente?
—¿Y se puede ser más cruel conmigo y con el niño al que amamanté, que yace como un muerto ante usted y que sin duda fue buen amigo suyo?
Crawley la agarró y tiró de ella para echarla, pero ella se agarró al diván sobre el que yo estaba tendido y se resistió con tanta energía que empezó a moverse el mueble.
—¡Basta! —grité yo, incorporándome.
Se hizo el silencio de golpe. Miré a mi alrededor, pero no pude pronunciar una sola sílaba más. Ahora, por primera vez, era consciente de que realmente me había hecho daño en la caída. Me daba vueltas la cabeza y tenía el estómago revuelto. Contemplé el rostro desencajado de Crawley y cómo él y el administrador se miraban el uno al otro. Su caras eran fantasmagóricas, como rostros vistos en una pesadilla. Me derrumbé de nuevo sobre el diván.
—Ay, túmbate, mi niño, que no te altere esta gentuza —dijo mi nodriza—. Que hagan lo que quieran conmigo, poco me importa una vez esté segura de que estás en buenas manos.
Hice un gesto al criado que había dudado en echar a Ellinor y le dije que avisara al ama de llaves y que me llevaran a mi cama.
—Y ella —dije, señalando a mi antigua tata— me cuidará por las noches.
No pude decir nada más. Lo que hicieran después conmigo, no lo recuerdo; pero sé que desperté en mi lecho con las sienes vendadas y mi pobre niñera arrodillada a un lado de mi cama, con un rosario en la mano; y al otro lado, cuchicheando entre ellos, estaban un cirujano, un médico, Crawley y lady Glenthorn. Entre ellos y yo estaba corrida la cortina del dosel, pero Crawley percibió mi movimiento al despertarme y salió inmediatamente de la habitación. Lady Glenthorn apartó la cortina y me preguntó cómo me encontraba, pero en cuanto la miré, se desplomó sobre la cama, presa de violentos temblores, y no fue capaz de terminar la frase. Le rogué que se retirase a descansar y lo hizo. El médico ordenó se evitase cualquier cosa que pudiera alterarme y parecía opinar que mi vida corría peligro. Le pregunté qué creía que me pasaba, y el cirujano, con rostro muy serio, me informó que tenía una contusión de mal pronóstico en la cabeza. Había oído hablar de las conmociones cerebrales, pero no sabía exactamente que eran, y mi ignorancia atizó mi miedo. Hacía tan solo unas horas había estado a punto de poner fin voluntariamente a mi vida porque se había vuelto una carga insoportable, pero ahora que corría peligro, me parecía un bien que debía conservar a toda costa, y el interés que percibía en otros por librarse de mí aumentaba mi deseo de recobrar la salud. Mi recuperación, sin embargo, pendió de un hilo durante un tiempo. Caí presa de unas fiebres que me dejaron alarmantemente débil. Mi vieja nana, a la que en adelante me referiré ya por su nombre, Ellinor, me atendió con el mayor cariño y diligencia durante mi enfermedad;* prácticamente no se apartó de la cabecera de mi cama ni de día ni de noche; y luego, cuando recobré el uso de mis sentidos, era la única persona que toleraba cerca de mí. Sabía que era sincera y, por muy rudimentarios que fueran sus modales y torpe su ayuda, la buena voluntad con la que la ofrecía hacía que la prefiriera a las más delicadas y diestras atenciones que cualquier otro pudiera procurarme. La propia incorrección de sus modales y la franqueza con la que me hablaba, sin preocuparse de lo que era apropiado teniendo en cuenta su situación o mi estatus, en lugar de ofenderme o molestarme, me agradaban; además, la novedad de su dialecto y de su forma de pensar, me entretenían todo lo que se puede entretener a un hombre enfermo. Recuerdo que en una ocasión me dijo que, si Dios quería, a ella le gustaría morir el día de Navidad, porque ese día, según se dice, las puertas del Cielo están abiertas y ¿quién sabe? quizá podría colarse dentro sin que la vieran. Cuando se sentaba conmigo por las noches hablaba interminablemente, pues me aseguró que, según había descubierto, no había nada mejor que hablar sin cesar para conseguir que alguien se durmiera. Yo la escuchaba o no, según me apetecía, y a ella le parecía bien. Poseía un arsenal infinito de anécdotas de mis antepasados, todas a mayor honor y gloria de la familia, y también poseía una memoria prodigiosa para los insultos, o tradiciones de insultos, que los Glenthorn habían recibido desde hacía mucho, remontándose a los tiempos de los antiguos reyes de Irlanda e incluso mucho antes de que sometieran a un soberano, cuando su «apellido, que fue una pena y una desgracia, y diré más, una vergüenza, cambiar, era O’Shaughnessy». Conocía un buen número de historias sobre caudillos irlandeses y escoceses. Estoy seguro de que no olvidaré la historia de O’Neill, el barbanegra irlandés,* pues Ellinor me la contó al menos seis veces. Estaba también bien surtida de hadas y brujas sin sombra, y de banshees* y demás. Tenía legiones de espectros y fantasmas, e infinitos castillos encantados, entre ellos mi propio castillo de Glenthorn, que describía con tanta elocuencia que despertó en mí el deseo de conocerlo. Durante muchos años, decía la anciana, había rezado cada noche para que Dios le permitiera vivir lo bastante para verme en mi castillo, y en muchas ocasiones quiso venir a Inglaterra a decírmelo, pero su marido, mientras vivió, no le permitió partir en lo que consideraba un viaje insensato. Pero quiso Dios llevárselo durante la última feria, y entonces ella había resuelto que nada le iba a impedir estar con su niño el día de su cumpleaños. Y ahora, si llegaba a verme en mi castillo de Glenthorn, moriría feliz, y ¡qué pena que no hubiera yo ido nunca a verlo! En Inglaterra, según decía, yo solo era un lord, pero en Irlanda podría vivir como un rey.
Ellinor me transmitió la idea de que en mis vastos territorios podría ejercer un dominio feudal sobre aparceros que eran casi vasallos, y sobre una numerosa cadena de subordinados de todo tipo. Todos nos resistimos a los esfuerzos de los que quieren convencernos como medio de ejercer su autoridad sobre nosotros. Tampoco claudicamos ante quienes emplean algún artificio para cambiar nuestras decisiones, pero nuestra perversa mente se rinde sin oponer resistencia a aquellos que parecen carecer de poder, argumentos o habilidad para imponerse a nosotros. No habría escuchado pacientemente a ningún ser humano que intentara convencerme de visitar Irlanda, pero sí atendí a esta pobre nodriza, que hablaba, según me parecía, meramente impulsada por su instintivo afecto hacia mí y hacia su país natal. Le prometí que iría, en algún momento, el castillo de Glenthorn, pero fue solo una vaga promesa y era poco probable que llegara a cumplirla. Al recobrar la salud mi mente se dirigió, o más bien fue dirigida, a otros pensamientos.
Capítulo 4
Una mañana —precisamente el día después de que los médicos me declararan fuera de peligro—, Crawley me hizo llegar una nota a través de Ellinor en la que me felicitaba por mi recuperación y me rogaba hablar conmigo media hora. Me negué a verlo y dije que todavía no estaba lo bastante bien como para trabajar. La misma mañana Ellinor me trajo un mensaje de Turner, mi administrador, quién, acorde con su humilde deber, pedía verme cinco minutos para comunicarme algo importante. Accedí a ver a Turner. Entró con un rostro de alegría reprimida y fingido pesar.
—El deber me obliga a ser el portador de malas noticias, milord. Estaba decidido, pasara lo que pasara, a no hablar hasta que su señoría estuviera fuera de peligro lo que, gracias a Dios, ya ha sucedido, y me alegra poder felicitar a mi señor por el buen aspecto que…
—Olvide mi buen aspecto. Y no necesito sus felicitaciones, señor Turner —dije yo, impaciente, pues tenía muy presente lo sucedido en el pabellón de banquetes y las prisas del señor Turner por traer al enterrador—. Continúe, por favor; cinco minutos es lo máximo que actualmente puedo dedicar a cualquier asunto y, según usted, tiene que comunicarme algo importante.
—Cierto, milord; pero si ahora no se encuentra lo bastante bien o no es momento oportuno, esperaré hasta que prefiera.
—Ahora o nunca, señor Turner. Hable de una vez.
—Milord, lo habría hecho hace mucho tiempo, pero no quería causar problemas y, además, no podía creer lo que se rumoreaba y apenas daba crédito a lo que había visto con mis propios ojos. Pero ahora ya estoy más allá de cualquier duda razonable y considero que sería un pecado y un cargo para mi conciencia seguir callado; lo único que temo es sobresaltar en exceso a vuestra señoría cuando apenas acaba de recuperarse, pues no es