Maria Edgeworth

Ennui


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       Tutta la gente in lieta fronte udiva

       Le graziose e finte istorielle,

       Ed i difetti altrui tosto scopriva

       Ciascuno, e non i proprj espressi in quelle;

       O se de’ proprj sospettava, ignoti

       Credeali a ciascun altro; e a se sol noti.*

      Prefacio*

      Mi hija me pide un prefacio a los volúmenes siguientes. Es perdonable la debilidad de buscar la protección paterna, pero lo cierto es que el público juzga todas las obras no por el sexo, sino por el mérito del autor.

      Lo que sentimos, vemos, oímos, y leemos afecta nuestra conducta desde nuestro nacimiento hasta el día en que formulamos nuestro último pensamiento. Por lo tanto, la intención de mi hija en todos sus escritos no ha sido otra que promover la causa de la educación desde la cuna hasta la tumba.

      Las anteriores obras de la señorita Edgeworth han consistido en cuentos para niños —historias para muchachos y muchachas— y en relatos destinados a la gran masa que no frecuenta los círculos más a la moda. Los presentes textos pretenden señalar algunos de los errores a los que es más propensa la alta de la sociedad.

      Todas las partes de esta serie de ficciones morales versan sobre los defectos y virtudes de las diversas edades y clases; y todos proceden de la visión de la sociedad que ya hemos expuesto al público en volúmenes más didácticos sobre la educación. En El ayudante de los padres,* Cuentos con moraleja* y Cuentos populares,* la intención de mi hija era ejemplificar los principios que se habían formulado en Educación práctica.* En estos volúmenes, y en otros que los seguirán, su intención es difundir, de una forma popular, algunas de las ideas que se desarrollan en los Ensayos sobre educación profesional.*

      El primero de estos relatos se llama:

      Ennui. Las causas, síntomas y cura de esta dolencia están ejemplificados, según espero, de tal manera que el remedio no es peor que la enfermedad. Thiebauld* nos dice que en la Academia de Berlín se leyó un ensayo sobre el ennui* tan aburrido que durmió a todos los jueces que debían otorgar el premio.

      El cobrador está concebido como una lección contra la tan extendida insensatez de creer que un deudor puede, mediante unas pocas frases trilladas, alterar la naturaleza del bien y el mal. Consideramos durante un tiempo dar a estos libros el título de Relatos a la moda. Pero ¡ay!, El cobrador nunca será plato de gusto para los lectores a la última.

      La manipulación es un vicio al que recurren los pequeños entre los grandes para mostrar aquellas habilidades en las que no destacan. Las intrigas amorosas en el continente a menudo llevan a intrigas políticas. Los intentos de introducir entre nosotros estas costumbres modernas no han tenido, de momento, éxito, pero hay algunos que, sin embargo, muestran en todo lo que dicen o hacen una predilección por «la sabiduría de la mano izquierda». Es nuestra intención que la figura que aquí presentamos de un manipulador no resulte atractiva a los lectores.

      Almería ofrece una panorámica de las consecuencias que tiene confiar en los dones de la fortuna en lugar de en el mérito, y muestra la maldad de aquellos imitan los modales y frecuentan la compañía de los que están por encima de ellos en la sociedad.

      La diferencia de rango ha sido siempre un acicate para la loable emulación, pero aquellos que consideran que ser admitidos en ciertos círculos de la sociedad es el súmmum de la dicha y la ascensión, descubrirán aquí el desencanto y tremendo castigo en el que acaban tales ambiciones.

      Si se me permite añadir unas palabras sobre la forma en que la señorita Edgeworth trata al público, debo decir que la indulgencia con la que fueron recibidos sus escritos no la ha vuelto descuidada ni vanidosa. Las fechas que acompañan a estas historias demuestran que no se han impuesto apresuradamente al lector.

      Richard Lovell Edgeworth

      Edgeworthstown, marzo de 1809

       ‘Que faites-vous à Potzdam?’ demandois-je un jour au prince Guillaume. ‘Monsieur,’ me répondit-il, ‘nous passons notre vie à conjuguer tous le même verbe; Je m’ennuie, tu t’ennuies, il s’ennuie, nous nous ennuyons, vous vous ennuyez, ils s’ennuient; je m’ennuyois, je m’ennuierai,’etc.

      Thiebault, Mém. de Frédéric le Grand*

      

      Capítulo 1

      Criado en la indolencia y el lujo, crecí rodeado de amigos que parecían no tener otra misión en la vida que ahorrarme el esfuerzo de pensar o actuar por mí mismo y, además, continuamente me inducían a permanecer en mi orgullosa postración recordándome que era el único hijo y el heredero del conde de Glenthorn. Mi madre murió pocas semanas después de mi nacimiento, y perdí a mi padre siendo muy joven. Quedé bajo los cuidados de un tutor legal que, para ganarse mi afecto, no coartó nunca mis deseos, por caprichosos que fueran: cambié de escuela y maestros tan a menudo como me pareció y, en consecuencia, no aprendí nada. Al final encontré un profesor particular que me vino como anillo al dedo, pues compartía por completo mi opinión de que «todo aquello que el joven conde de Glenthorn no aprenda por el instinto de su genio, no merece ser aprendido». Cualquier hombre con dinero puede comprar la reputación de poseer talento, y dinero yo tenía de sobras, pues mi guardián tuvo a bien sobornarme con parte de mi propia fortuna para que me abstuviera de preguntar por cierta cantidad faltante en el monto total. Por mi parte, entendí perfectamente mi parte de este pacto tácito y, lógicamente, estábamos en los términos más amistosos que pueda imaginarse y nos mostrábamos absoluta confianza, pues yo estaba convencido de que era mejor tratar con mi tutor que con los prestamistas judíos. Así pues, a una edad en que otros jóvenes están sometidos a ciertas reglas, sea porque sus circunstancias los obligan a contenerse o porque a ello contribuye la discreción de sus amigos, yo me convertí en soberano absoluto de mí mismo y de mi fortuna. Mis compañeros me envidiaban, pero ni siquiera su envidia bastaba para hacerme feliz. Empecé, siendo aún niño, a sentir el azote de los síntomas de esta afección mental que desafía las capacidades de la medicina y para la que la riqueza solo puede aportar un alivio temporal. Para esta dolencia no existe un nombre definido en inglés, pero, ¡ay! por ello un término foráneo se ha implantado en Inglaterra. Entre las clases altas, entre los acaudalados o entre los famosos, ¿acaso hay alguien que no conozca el ennui? Al principio no fui consciente de padecer este mal. Sentía que me sucedía algo, pero no sabía qué era. Sin embargo, los síntomas ya se manifestaban con claridad. A menudo me afligían ataques de impaciencia, o de bostezos o sentía el impulso irresistible de desperezarme, de tal modo que mi cuerpo y mi alma permanecían en constante agitación, padeciendo una especie de aversión al lugar en el que me hallara en cada momento o, más bien, a cuanto sucedía ante mis ojos, pues raramente llegaba al extremo de hacer algo al respecto, dado mi profundo aborrecimiento o incapacidad de realizar ningún esfuerzo voluntario. En ausencia de estímulos externos, me sumía en la apatía y vacuidad mental que se conoce vulgarmente como ensimismamiento. Si me encontraba confinado en una habitación durante más de media hora, debido al mal tiempo o a otras contrariedades, caminaba de un lado a otro con inquieta y absurda obstinación, como un nervioso conejo atrapado en su madriguera. Sentía una sed insaciable de novedades y un amor infantil por el movimiento.

      Mi médico y mi tutor, que no sabían qué hacer conmigo, me enviaron al extranjero. Inicié mis viajes cuando tenía dieciocho años, acompañado por mi profesor favorito. Nuestras ideas en cuanto al modo de viajar concordaban; fuimos de un sitio a otro tan rápido como los caballos y las ruedas —y los improperios y las guineas— pudieron llevarnos. Pero Milord Anglois* recorrió medio mundo sin por ello alejarse una sola pulgada de su ennui. Me quedaban todavía tres largos años para alcanzar la mayoría