a algún viejo tío o padre que los sojuzgaba, o algún trabajo horrible del que quejarse. Yo no tenía nada de eso. Ellos tenían esperanzas y miedos, yo no. Estaba en el pináculo de la gloria, en el punto al que ellos se esforzaban por llegar, y nada que hacer excepto permanecer allí sentado y disfrutar del estéril panorama que se extendía ante mí.
En este monólogo espero haber comunicado adecuadamente a mis lectores parte ese ennui que he soportado, pues de lo contrario no podrán formarse una idea cabal de por qué me atrajo tanto convertirme en un jugador. Lo cierto es que no tenía ningún vicio, ni tampoco ninguna tendencia que pudiese convertirse en una mala costumbre, pero sucedió que el ennui produjo en mí los mismos efectos que suelen atribuirse a las pasiones más arrebatadoras o al mal carácter.
Capítulo 2
O! ressource assurée,
Viens ranimer leur langueur desoeuvrée:
Leur âme vide est du moins amusée
Par l’avarice en plaisir déguisée.*
El juego me alivió de la insufrible languidez que me oprimía. Me interesé en las apuestas, me animé y, en resumen, encontré en el juego un nuevo estímulo y me volqué en él sin medida. Me agradaba inmoderadamente todo aquello que me aportaba sensaciones nuevas. Me pasaba día y noche en la mesa de juego. Recuerdo, en una ocasión, en que estuve tres días y tres noches en el cuarto de juegos de una conocida casa de la calle St. James,* con los postigos cerrados, las cortinas corridas y las velas encendidas todo el tiempo. Incluso las habitaciones adjuntas también estaban iluminadas por velas, para que cuando se abrieran las puertas para traer refrigerios, no nos alcanzara ningún rayo de sol delator que nos recordara cómo pasaban las horas. Ignoro cómo la naturaleza humana soporta tamaña fatiga. Apenas nos permitíamos parar para ingerir el sustento que exigían nuestros cuerpos. Finalmente, uno de los criados que llevaba la puntuación, que había estado en la sala con nosotros desde el principio, dijo que no podía más y que necesitaba dormir. Con no pocas dificultades consiguió una tregua de una hora y en cuanto salió de la habitación cayó rendido en el mismísimo umbral de la puerta. Según el reglamento de la casa, le correspondía una bonificación por cada transmisión de propiedad que se produjera en la mesa de juego y había ganado, en el transcurso de estos tres días, más de trescientas libras. El sueño y la avaricia habían pugnado hasta el límite pero al final, al ser hombre de hábitos vulgares, el sueño había prevalecido. Los demás estábamos completamente despiertos. Jamás olvidaré la imagen de uno de mis nobles compañeros, sentado mirando fijamente el minutero del reloj que sostenía en la mano mientras continuamente exclamaba: «¡Esta hora es eterna!». Se llevaba el artilugio al oído para comprobar que no se hubiera parado y luego maldecía al perezoso sirviente por haberse quedado dormido y afirmaba que, si hubiera dependido de él, jamás habría consentido esta pérdida de tiempo. En el mismo instante en que se cumplió la hora, ordenó que despertaran a «aquel zángano» y nos metimos de nuevo en harina. En esta sentada cambiaron de manos 35 000 libras. Yo fui afortunado, perdí una minucia —diez mil libras, pero no podía esperar tener siempre tanta suerte—. Y llegamos a la vieja historia de la ruina por el juego. Mi Juan de las Balanzas* inglés me advirtió que no podía avanzarme más dinero; mi agente irlandés, de quién había extraído adelantos inmisericordes, ya no podía complacerme más y abandonó su puesto después de haberse hecho rico a mi costa. Despotriqué contra todos ellos, pero eso no servía para pagar mis deudas de honor. Vituperé a mi abuelo por haberme atado tan corto; no podía ni hipotecarme ni vender: mi hacienda irlandesa se habría vendido de inmediato, de no haber estado adjudicada a un tal señor Delamere. El placer de maldecirlo, a pesar de no haberlo visto nunca ni saber nada de él excepto que iba a ser mi heredero, me consoló en gran medida. Delamere murió, dejando una sola hija que era todavía una niña. Con ello aumentaron mis posibilidades de hacerme con la propiedad absoluta y sin cargas de la hacienda: vendí esté aumento de valor a los prestamistas judíos y seguí apostando. La señorita Delamere, algún tiempo después, contrajo la viruela. Gracias a su enfermedad pude seguir jugando cantidades astronómicas de dinero.
La niña se recuperó. Me cerraron el grifo del dinero y me vi en la tesitura de hacer frente a mis deudas. En este dilema recordé que había tenido un tutor y que nunca había ajustado cuentas con él. Crawley, que seguía siendo mi factótum y adulador en lo ordinario y extraordinario, me informó, después de estudiar las cuentas, que, si reclamaba legal o judicialmente, el dinero que se me debía era un auténtico potosí. Así que acudí a la justicia y la ansiedad producida por el juicio podría, en cierto grado, haber substituido a la emoción del juego, pero no fue así porque todos mis asuntos los llevaba Crawley y le ordené que no me mencionara el tema hasta que se hubiera alcanzado un veredicto.
El veredicto no me fue favorable. Se demostró en juicio oral, gracias al testimonio de mis propios testigos, que yo era un insensato; pero no existía juez, jurado ni tribunal capaz de creer que yo fuera tan insensato como mis actos indicaban, así que, en consecuencia, tampoco creyeron que mi tutor pudiera ser el grandísimo granuja que era, y lo absolvieron. ¿Qué podía hacer yo ahora? Era el fin. Del mismo modo que un salteador de caminos sabe que al final acabará en la horca, y actúa en consecuencia, un joven extravagante sabe que, tarde o temprano, acabará casado. Nadie sentía mayor horror ante esa catástrofe que yo, pero luchar contra mi destino habría sido en vano. Mi opinión sobre las mujeres se había formado a partir de las bromas vulgares de mis compañeros y de mi propia relación con las peores representantes de su sexo. Nunca había sentido la pasión del amor y, por supuesto, creía que era algo que quizá había existido en épocas pasadas pero había quedado francamente obsoleto en nuestros días, al menos entre la gente de mundo. En mi imaginación, las jóvenes se dividían en dos clases; las que podían adquirirse y las que querían adquirir. Entre estas dos categorías la división la marcaba externamente cierto grado de ceremonia, aunque yo estaba persuadido de que no existía ninguna diferencia esencial entre ambas. Sí existía, no obstante, cierta diferencia entre ambas clases en cuanto a mis sentimientos hacia ellas: de la primera clase estaba cansado, y a la segunda, la temía. ¡Miedo! ¡Sí! Tenía pavor de ser cazado. Con estos miedos, y estos sentimientos, debía ahora elegir esposa. La escogí según la tabla decimal: unidades, decenas, centenas, miles, decenas de miles, cientos de miles. Me contentaba, como dirían los periódicos, con llevar al altar del himeneo a cualquier bella joven cuya fortuna fuera de seis cifras. Tan pronto se conocieron mis intenciones, los amigos de una joven heredera que deseaba adquirir un título nobiliario, arreglaron un encuentro entre ambos. Mi esposa tenía cien vestidos de novia, tan elegantes como pudieron diseñar un selecto comité de modistas y sombrereros franceses e ingleses. El más barato de estos atuendos, si no recuerdo mal, costaba cincuenta guineas; el más admirado ascendía a unas quinientas libras, y los mejores jueces en la materia lo consideraban maravillosamente económico por ese precio, pues ni siquiera la esposa de un nabab arrastró nunca encaje tan fino sobre el polvoriento suelo de Inglaterra. La costurera expuso los vestidos durante unos días para solaz del público, y declaró que había perdido más de una noche de sueño para crear una serie de vestidos tan variada y lo bastante majestuosa y distinguida para la ocasión. Los joyeros también pidieron y obtuvieron permiso para exponer los distintos juegos de joyas, que eran tan numerosos que ni siquiera la propia lady Glenthorn los conocía todos. Un día, poco después de la boda, alguien en el campo de juego, admirando la prodigiosa calidad de sus diamantes, le preguntó dónde los había comprado.
—La verdad —dijo ella—, es que no lo sé. Tengo tantos juegos de joyas distintos que no sé si es mi juego de París, de Hamburgo o de Londres.
¡Pobrecita! Creo que su idea fundamental de un matrimonio feliz era ser dueña de las joyas y la parafernalia de una condesa. Desde luego, era la única de sus esperanzas al casarse conmigo que iba a verse hecha realidad. Creí que era viril y moderno mostrarme indiferente, incluso despectivo, hacia mi esposa: la consideraba solo una molestia que debía soportar para disfrutar de mi fortuna. Además de las ideas desagradables que habitualmente se asocian con la palabra esposa, tenía mis motivos particulares para aborrecer a lady Glenthorn. Antes de que