en la vida que me mantenían despierto. Atribuí enteramente a mi esposa la exigencia de este voto extraído mediante extorsión y, en consecuencia, mi aversión por ella fue mayor que la natural en los hombres que se casan por dinero. Sin embargo, esta aversión disminuyó. Lady Glenthorn sencillamente era una mujer infantil, y yo un hombre irascible. La consideraba un ser ridículo, pero decírselo continuamente era agotador. Si no se cruzaba en mi camino, dejaba pasar las ocasiones de recordárselo, e incluso me olvidaba de ella. Era demasiado frívola como para odiarla, y a mi mente le resultaba difícil sostener la pasión del odio. El hábito del ennui era más poderoso que todas mis pasiones juntas.
Capítulo 3
O darnos cuenta de lo que creemos fabuloso, era la ración habitual de Heliogábalo.*
Tras mi matrimonio mi vieja dolencia empeoró hasta hacerse insoportable. Me parecía que lo único que me quedaba en la vida eran los placeres de la mesa. La mayoría de los jóvenes de cualquier tono son, o fingen ser, expertos en la ciencia del buen comer. No hablaban de otra cosa que de salsas y cocineros, de qué platos habían hecho famoso a qué chef y sobre si su fuerte eran las salsas claras u oscuras, las sopas, las lentejas, la bechamel, la marinera, los adobos, etc. Después del debate sobre la calidad de sus obras, venía la discusión sobre la genealogía de los cocineros: en qué casa había trabajado antes el cocinero de milord C——, qué le pagaba a su cocinero lord D——, de dónde habían sacado a esos genios, etcétera. No puedo decir que nuestra conversación en estas selectas cenas, a las que no se invitaba a ninguna dama, fuera muy entretenida, pero los auténticos gourmets detestan el ingenio en la mesa, y los brindis en cualquier lugar. Creo que observé que entre estos conocedores no había prácticamente ninguno a quien su delicado paladar no le produjera cada día más dolor que placer. Siempre había algo cruel que estropeaba el resto o, si la cena había sido excelente y ni siquiera el crítico más quisquilloso podía encontrarle ningún defecto, siempre existía el riesgo de que a uno lo sentaran lejos de su plato favorito, o el peligro mucho mayor de ser elegido para repartir las raciones en la cabecera o extremo de la mesa. ¡Cuántas veces habré visto a algún corpulento caballero de este grupo maniobrar con destreza para evitar el dudoso honor de tener que cortar una pierna de venado!
—Pero ¡por el amor de Dios! —dije yo cuando en un susurro confidencial me llamaron por primera vez la atención sobre este asunto—. Pero ¿por qué odia tanto servir? Si lo hace, estará en inmejorable situación para servirse cuanto quiera y de la parte que quiera, cosa que nadie más puede hacer.
—¡No! Quien corta y sirve la carne tiene que dar los mejores trozos a los demás. Y todo el mundo sabe cuáles son las mejores partes tan bien como él: todo el mundo sabe lo que hay en el plato del vecino y lo que debería haber, y qué queda en la bandeja.
Descubrí que se trataba de un asunto de mucho cálculo, un juego en el que nadie podía hacer trampas sin ser descubierto y sometido a escarnio público. Emulé, y pronto igualé a mis más experimentados amigos. Me convertí en el perfecto epicúreo y me recreé en el personaje, pues podía representar el papel sin ningún esfuerzo intelectual y, además, estaba de moda. No puedo decir, sin embargo, que llegara nunca a comer tanto como mis compañeros. A uno de ellos lo oí exclamar en una ocasión, tras una cena especialmente monstruosa:
—Ojalá mi digestión estuviera a la altura de mi apetito.
No querría que se me tildase de exagerado, y por ello no enumeraré las gestas que he visto realizar a estos valientes héroes de la mesa. Después de ver lo que he visto, por no hablar de lo que yo personalmente he logrado, me lo creo todo sobre la capacidad del estómago humano. Puedo incluso dar crédito a la cena que Madame de Bavière afirma que vio ingerir a Luis XIV, que consistió en: «quatre assiettes des différentes soupes; un faisan tout entier; un perdrix; une grande assiette pleine de salade; du mouton coupé dans son jus avec de l’ail; deux bons morceaux de jambon; une assiette pleine de pâtisserie; du fruit et des confitures!».* Ni puedo tampoco dudar de la exactitud del historiador que asegura que un emperador romano,* uno de los más moderados de los glotones imperiales, desayunaba quinientos higos, cien melocotones, diez melones, cien currucas y cuatrocientas ostras.*
El epicureísmo no fue más popular durante la decadencia del Imperio romano de lo que lo es hoy en día entre los jóvenes nobles y ricos de Gran Bretaña. Ni uno de mis selectos compañeros de mesa habría sido digno de tomar parte en los debates sobre el rodaballo inmortalizados por el satírico romano.* Un amigo mío, obispo, fue un día a su cocina a observar un gran rodaballo que el cocinero estaba preparando. Al cocinero le había parecido tan grande que le había cortado las aletas:
—¡Qué desperdicio! —gritó el obispo, e inmediatamente le pidió al cocinero que se quitase el delantal y se lo diese, se lo colocó sobre su sotana y volvió a coserle las aletas al rodaballo con sus propias y episcopales manos.
A juzgar por mi propia experiencia, atribuyo el epicureísmo, que tan de moda está, en buena parte al ennui. Muchos ceden a este hedonismo porque no tienen otra cosa que hacer. Téngase en cuenta que lo único que nos queda a los que no disponemos de la energía necesaria para disfrutar de los placeres de la mente es entregarnos a las indulgencias de los sentidos. Me atrevo a decir que si Heliogábalo fuera llamado a prestar testimonio en su propio caso y se le pudiera explicar el significado de la palabra ennui, sin duda estaría de acuerdo conmigo en que fue la causa de la mitad de sus vicios. El hecho de que ofreciera una recompensa a quien le descubriera nuevos placeres es mejor prueba de ello que cualquier confesión. Doy gracias a Dios por no haber nacido emperador, pues me habría convertido en un auténtico monstruo. Aunque no siento la menor inclinación hacia la crueldad, puede que la hubiera adquirido meramente por experimentar la emoción que provocan las auténticas tragedias. Por fortuna, yo era solo un conde epicúreo.
Mi afición a los excesos de la mesa perjudicó mi salud y fue necesario realizar violentos ejercicios físicos para contrarrestar los efectos de mi intemperancia. Mi máxima era que un hombre podía comer y beber cuanto le viniera en gana si luego hacía el necesario ejercicio. Reventé catorce caballos* y sobreviví, pero me cansé de reventar caballos y seguí comiendo sin templanza. Se apoderó de mí un mal nervioso, acompañado de una melancolía extrema. Frecuentemente se me ocurría poner fin a mi existencia y en muchas ocasiones incluso llegué a decidir cómo lo haría, pero motivos muy poco importantes, y aparentemente irrelevantes o ridículos, impidieron que lo llevara a cabo. En una ocasión me mantuvo vivo una pocilga, que quería ver terminada. En otra ocasión pospuse acabar conmigo hasta que una estatua, que acababa de comprar por mucho dinero, fuera colocada en mi salón egipcio.* Por la torpeza del transportista, se rompió el pulgar de la estatua. Ese pulgar roto me salvó la vida, pues convirtió el ennui en ira. Como Montaigne y su salchicha,* ahora tenía algo de lo quejarme, y eso me hacía feliz. Pero al final mi enfado remitió, el pulgar dejó de servirme como tema de conversación y recaí en el silencio y en la más negra melancolía. Estaba «cansado del sol»;* volvieron los pensamientos suicidas. Estaba en esos momentos a punto de cumplir veinticinco años. Se preparaba la celebración de mi cumpleaños. Lady Glenthorn me había convencido de que pasara el verano en Sherwood Park, porque para ella el lugar era nuevo. Llenó la casa de gente y jaleo, lo que aumentó mi descontento. Llegó mi cumpleaños —yo deseaba morir— y decidí pegarme un tiro al terminar la jornada. Me metí una pistola en el bolsillo y desaparecí hacia el final de la tarde sin que ninguno de mis joviales compañeros reparara en mi ausencia. Lady Glenthorn y sus amigos estaban bailando, y yo estaba cansado de tantos ruidos felices. Tomé el sendero privado al bosque aledaño a la casa, pero me crucé con uno de mis criados que traía un excelente caballo que uno de mis viejos aparceros me enviaba de regalo por mi cumpleaños. Hice ensillar y embridar el caballo, el criado me sostuvo el estribo y lo monté. El hombre me dijo que la puerta privada estaba cerrada, e hice dar la vuelta al animal hacia la entrada principal. Fuera, junto a la puerta, sentada en el suelo, envuelta en una gran capa roja, había una anciana, que se levantó y se lanzó hacia mí en cuanto me vio, estirando sus brazos y la capa al mismo tiempo.
—¡Ay!