Carlos Ramos

Ley y justicia en el Oncenio de Leguía


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Estado, de arriba hacia abajo, desde el aparato de gobierno hacia la sociedad civil. El autoritarismo no reposa solo en un sistema político que se resiente con el Estado de derecho, sino también en la ideología o, mejor dicho, en la mentalidad que irradia el leguiismo. No se trata en sí de una ideología con alto grado de articulación simbólica y conceptual; se trata, más bien, de una visión autoritaria simple y práctica dotada de un modesto nivel de elaboración. De esta manera, modernización y autoritarismo se encuentran estrechamente interrelacionados. No podría comprenderse la naturaleza política e institucional del leguiismo sin abrazar la presencia casi inevitable de estas dos variables. Preferiríamos que tales términos, antes que definirse de antemano, en un capítulo aparte, emerjan funcionalmente a lo largo del trabajo.

      Una herramienta esencial de la modernización autoritaria impuesta por Leguía es el derecho, que asoma como el instrumento institucional del cambio que promueve el Estado, particularmente en tres ámbitos que nos interesa examinar: a) la política legislativa, esto es, la orientación de la producción legal que el régimen auspiciaba durante sus once años de vigencia; b) la convocatoria y movilización de juristas que consienten en ofrecer su colaboración técnica (y, muchas veces, política) al leguiismo y al proceso de modernización que este encarna; y c) la relación de resistencia y de paulatina subordinación del Poder Judicial y de la magistratura frente al poder político.

      El presente estudio busca entonces conocer el papel que cumple el derecho en el proceso de modernización autoritaria alentado en el Perú desde 1919 por Augusto Bernardino Leguía. Las propias variables empleadas en el presente trabajo, modernización y autoritarismo, intentan ser confirmadas ya no a través de los tópicos usuales de la ciencia política y la historia, sino mediante la constatación del uso y el abuso que hizo el régimen leguiista del ordenamiento legal. En efecto, si se prescindiese de un análisis de la elaboración normativa y del comportamiento real de los agentes legales (jueces y abogados), difícilmente lograría captarse el carácter integral de las reformas y solo se describirían externamente los cambios experimentados. El tránsito del control político de la aristocracia civilista a manos de los sectores medios emergentes; la profesionalización de la burocracia, la policía y el ejército; la expansión del sufragio; la ampliación de la participación política y de la base social que sustentaba al régimen; el aumento de la capacidad de las autoridades para dirigir los negocios públicos, controlar las tensiones sociales y afrontar las imperiosas demandas de los miembros del sistema, no podrían ser explicados satisfactoriamente, sino solo insuficientemente descritos, sin ensayar un examen de la producción legislativa del Oncenio.

      El segundo capítulo, «Once años de política legislativa: entre modernización y autoritarismo», procura examinar la vasta normativa generada deteniéndose, ya sea en el análisis de aquellas leyes o decretos que encierran específicamente, tanto en el sistema normativo como en el contexto de la época, un alto grado de expectativa social o institucional —a saber, las reformas constitucionales, las leyes de conscripción vial, vagancia, reelección presidencial, legislación laboral de empleados de comercio y dación de los grandes códigos como el de Procedimientos Penales de 1920, el Penal de 1924 y la crucial formación de un Código Civil de gran factura técnica—, ya sea escudriñando ciertos conjuntos normativos como los que promocionan el crecimiento del Estado, la reforma de la educación, la profesionalización de la administración pública, la policía y las fuerzas armadas; o revelando los mecanismos legales que postulan un control más enérgico y eficiente de la ciudadanía y sus costumbres a través de la reglamentación del hábeas corpus, la prohibición del divorcio absoluto, el reconocimiento con inscripción previa de las comunidades indígenas y el refinamiento de la legislación penal.

      «Magistratura y gobierno: una relación difícil», el tercer capítulo, procura dar cuenta de las relaciones de poder que durante la época de Leguía asociaban a quienes detentaban efectivamente la fuerza coercitiva del Estado con la siempre frágil judicatura peruana. Contra lo que puede pensarse, no se trataba de un puro y simple enlace de subordinación más o menos mecánico. Tras los ceremoniosos discursos y los encomiásticos oficios se oculta en realidad una compleja y dramática trama que este trabajo pretende revelar. Los jueces, especialmente los vocales de la Corte Suprema, luchan por no perder una alícuota de poder.

      El ascenso de Leguía, la quiebra de la constitucionalidad y la instalación de un nuevo orden legal constituyen acontecimientos que van a afectar sensiblemente a la magistratura, que pasa de una valiente resistencia corporativa a una gradual adaptación al nuevo statu quo del leguiismo. El gobierno, por otra parte, aprovechará el sistema de designación judicial consagrado en la Constitución de 1920 (invariable en este extremo desde la Constitución de 1860) para hacer uso de la práctica del clientelismo, nombrando inequívocamente como jueces y fiscales a personajes de su entorno. Así, los «recién llegados» pasan del anonimato a la magistratura. Con la emergencia de las clases medias el rígido e impermeable estamento judicial se democratiza, un aire mesocrático comienza a entronizarse en su interior. Por otro lado, a pesar del talento precario que en términos de poder exhibe la magistratura del Oncenio, acusa todavía una considerable influencia y, a nivel de la representación colectiva, proyecta aún prestancia señorial.

      El Poder Judicial había sido durante el ochocientos y las dos primeras décadas del siglo veinte un coto cerrado de las clases altas. Apellidos ilustres, abolengo profesional, prestigio público, conservadurismo y un cierto espíritu de independencia serían sus notas distintivas. En épocas de crisis política, el presidente de la Corte Suprema se había convertido en un Cincinatto criollo, pues era convocado por los otros poderes del Estado a ocupar provisionalmente el sillón presidencial. Incluso el peliagudo asunto de la jurisdicción electoral atravesaría su mejor época cuando se puso en manos de los vocales supremos, en virtud a la Ley 1777, de 16 de diciembre de 1912, el control de la validez de los procesos electorales impugnados. Los fallos de las elecciones entre 1913 y 1917 honraban a quienes las firmaron. Gozaba entonces el más alto tribunal de justicia de un prestigio indiscutible. La relativa prestancia de la magistratura que precedió al Oncenio se graficaría en el desenlace de numerosos conflictos con el poder político.

      Cuando se instala el gobierno de la Patria Nueva, cuya clientela política descansaba esencialmente en los sectores medios, habrá de producirse un cambio importante en la composición social de la magistratura. Los jueces del Oncenio tenían más bien un rostro mestizo y provinciano. Su misma precariedad de medios tanto como su proximidad política con el régimen, probablemente los hacía más maleables. Pero si la estructura sociológica del Poder Judicial sufrió alteraciones, semejante modificación pudo haber producido un espíritu nuevo y hasta una suerte de desmomificación del estilo y de la mentalidad tradicional. Lamentablemente, la exigencia gubernativa para que la judicatura se plegase a sus programas y el copamiento político hicieron inviable esa saludable transición.

      No obstante la incorporación de nuevos agentes sociales al Poder Judicial, que supuestamente pudo haber subrayado los derechos de los más débiles, la jurisprudencia en torno a la Ley del Empleado, los accidentes