en el Parlamento por Antonio Miró Quesada (presidente de la Cámara de Diputados y propietario de El Comercio), José Matías Manzanilla, Elías Mujica y Carassa y Francisco Tudela y Varela17. Si el 29 de mayo de 1909 —fecha recordada más tarde, en la ideología del Oncenio, como «El Día del Carácter»— fue sacado de Palacio y conducido a empellones por un grupo pierolista por las calles de Lima, si el civilismo desde el Congreso y la Junta Electoral Nacional se batió para prorrogar el mandato parlamentario y librarse del ministro Melitón Porras, y si en 1913 el propio Leguía sufrió el incendio de su casa y padeció después un largo exilio de seis años, no cabe duda de que militaron también una serie de motivos personales para que se propusiera desplazar políticamente a los civilistas y fundar la Patria Nueva. Empero, Leguía, a pesar de todo, no termina de desprenderse de sus vinculaciones civilistas. No cercenó sus privilegios sociales o económicos a las familias prominentes, e incluso algunas se beneficiaron con el progreso material que su gobierno fomentó a expensas de los recursos fiscales. Por otra parte, era hacendado y exportador de algodón como varios de sus adversarios y llegó a tener parentesco y amistad con muchos de ellos. No acabó, pues, con la base económica del poder oligárquico: la gran propiedad agrícola de la costa y los bancos. En el plano económico, posiblemente el enfrentamiento más duro con la gran propiedad derivó del esfuerzo gubernativo para reformar la distribución de aguas, a la que los grandes hacendados se oponían tenazmente, como se desprende de la lectura de La Vida Agrícola y, sobre todo, del Boletín de la Sociedad Nacional Agraria, en la creencia de que los derechos de propiedad comprendían inalienables derechos sobre las aguas18. Irónicamente, la base legal con la que se inicia la nueva distribución de aguas, la Ley 2674, se promulgó en el régimen de Pardo19. El régimen leguiista, sin embargo, daría una rigurosa aplicación a esa norma, especialmente cuando se trataba de golpear a sus enemigos políticos20.
Al asumir el poder el 4 de julio de 1919 no concibió Leguía que el suyo fuese simplemente un gobierno que sucedía al de José Pardo, ni un cambio de turno o un relevo de posta más o menos usual en la historia del Perú republicano. Lo que buscaban Leguía y su séquito de colaboradores era una reforma sustancial del país, capaz de transformar la economía, la sociedad y el Estado21. Como lo sintetizara un exponente fiel del leguiismo, Mariano H. Cornejo, hacia las postrimerías del régimen: «Patria vieja y Patria Nueva no son dos frases de la retórica política, sino dos realidades que se oponen»22. Un documento propagandístico de la primera hora precisaba, sin ambigüedades, que el movimiento de 4 de julio «respondió a ideales perfectamente definidos de reacción democrática y al anhelo popular de establecer un régimen de progreso y de justicia en el país»23. Y añadía luego que «la revolución de 4 de julio fue un movimiento nacional esencialmente democrático, inspirado en la necesidad de implantar en la República diversas formas de orden constitucional»24. Así, la convocatoria a una Asamblea Nacional y el sometimiento de las reformas proyectadas a una consulta plebiscitaria, medidas con las que Leguía inauguraba la Patria Nueva, serían adoptadas «en la noble aspiración de realizar reformas constitucionales que implanten en el Perú la democracia efectiva»25.
En cuanto al programa esgrimido por Leguía, este apuntaba inequívocamente a consolidar el aparato burocrático del Estado; fijar a cualquier precio las fronteras nacionales para asegurar la paz que reclamaba el desarrollo interno26; ampliar la base social que participaba del poder, concibiendo de este modo a la política como una práctica moderna; y extender las áreas de cultivo merced a las irrigaciones, de manera que la agricultura fuese también una actividad productiva de los sectores medios y no emporio exclusivo de la oligarquía. Además, perseguía la incorporación del país a un nuevo circuito comercial presidido por los Estados Unidos ante el desplazamiento de Inglaterra del dominio mundial; un panamericanismo ingenuo que hacía de la potencia norteamericana un aliado potencial en los laudos arbitrales y las inversiones27; la inclusión compulsiva del indio en un esquema de civilización eurocéntrica y el aprovechamiento de su fuerza de trabajo en obras públicas, acompasados por un discurso paternalista y humanitario; la configuración de una sociedad burguesa moderna compenetrada con los valores pragmáticos del siglo veinte; la instalación de una meritocracia que asignase un lugar social no por los orígenes familiares sino por la acumulación monetaria basada en el trabajo; la conversión de la aristocracia en burguesía y el impulso a la movilidad ascendente de las clases medias; y la materialización física del progreso, patentizada en ferrocarriles, carreteras, obras de colonización, urbanización, pavimentación y saneamiento.
Ciertamente las obras públicas emprendidas durante el Oncenio fueron algunas veces tan ficticias y circunstanciales que el comentario público y la maledicencia popular pudieron decir:
La República prospera
en cien años de nación
una plaza de madera
y un palacio de cartón28.
Sin embargo, Leguía no emprendía las variaciones que su programa encerraba ateniéndose a la coyuntura, sino que ellas respondían a toda una plataforma política diseñada con anticipación. Posiblemente desde Manuel Pardo no se dotaba al Perú de un programa consciente de modernización de tal envergadura29. Aun una enconada adversaria del leguiismo, la indigenista Dora Mayer, estaría dispuesta a reconocer que el gobierno civilista de José Pardo pertenecía a la prehistoria política del Perú. Tras una durísima requisitoria, en la que acusa al gobernante de corrupto, de tirano y hasta de traidor a la patria por sus discutidos arreglos fronterizos, aparece un elogio explícito: con Leguía se abre un mundo nuevo30. Para Mayer, «Leguía había concebido un plan definido para forjar la patria que los peruanos deseaban ver florecer; una patria que les diera la ilusión de que el Perú fuese tan poderoso como Inglaterra, tan culto como Francia, tan emporio del arte como Italia»31.
El proyecto enarbolado por Leguía cautivó a los jóvenes anticivilistas, muchos de ellos provincianos de clase media al igual que el candidato. Una propuesta descentralista, la demagógica reivindicación del indio y la renovada composición social de las filas leguiistas no podrían dejar de seducirlos32. Una radiografía de aquellos segmentos que apoyan su candidatura y sostienen al gobierno en los años iniciales acusa esa fuerte presencia regional y pequeñoburguesa33.
El apoyo recibido por Leguía del grupo de jóvenes aglutinados alrededor de la revista Germinal —entre los que se hallaban José Antonio Encinas, puneño; Hildebrando Castro Pozo, piurano; Escalante, cusqueño— grafica elocuentemente la identificación social de sus seguidores con el fundador de la Patria Nueva. Comparten la adhesión otros intelectuales radicales como Erasmo Roca, Carlos Doig y Lora, Juan B. Ugarte. El entusiasmo por su candidatura incluso es compartido por los más recalcitrantes —como el futuro dirigente del aprismo, Víctor Raúl Haya de la Torre, entonces presidente de la Federación Universitaria—, quienes hacia 1918 no vacilan en declararlo, a pesar de la falta absoluta de antecedentes académicos del nominado, con el pomposo título de «Maestro de la Juventud», dejando atrás a Manuel Vicente Villarán, catedrático de gran prestigio. Antes había sido galardonado con tal título Javier Prado y Ugarteche, rector de San Marcos. Adviértanse las diferencias que separaban a Prado, uno de los padres del positivismo filosófico en el Perú, y a un hombre de carácter pragmático y escasa formación académica como Leguía.
Alrededor de Leguía no solo se aglutinan jóvenes provincianos más o menos radicales, también lo alienta una incipiente burguesía industrial cuyos intereses eran incompatibles con la oligarquía agroexportadora de la costa que integraba el civilismo. Personajes como Lauro Ángel Curletti y el ingeniero Charles W. Sutton figuran en su entorno influyendo sobre el presidente para llevar a cabo proyectos de salubridad y de irrigación de tierras, respectivamente. Los empleados públicos y de comercio, afincados en Lima y en las principales ciudades del país, cuyo número aumenta en las primeras décadas de este siglo, patrocinan igualmente al hombre de la Patria Nueva. La clase media capitalina y provinciana auspicia al leguiismo, crece y se consolida con este movimiento. Tras la figura de Leguía se erige un amplio abanico de clases medias hasta entonces ausentes, como grupo orgánico, de la política peruana34.
Posiblemente, la diferencia más nítida entre la República aristocrática y el Oncenio haya descansado en la asunción al poder de los segmentos medios. No