que esa parte del libro simplificaba un poco la relación de la filosofía del siglo xx con el arte de caminar. ¿Por qué saltar de Husserl a Deleuze? ¿Por qué no dedicar más espacio a pensadores para los que mantenerse andando no era una simple rutina? Quizá Solnit los dejó al margen porque encontró más interesantes las divagaciones de literatos inventivos que las meditaciones de sesudos filósofos. Quizá la filosofía del siglo xx fue demasiado pesada y grave para formar parte de la literatura del caminar. Quizá el arte de caminar solo pueda inspirar un pensamiento ligero, pasajero. Quizá los filósofos solo fabrican discurso y los escritores son propensos al excurso; quizá se toman el paseo como instrucción y no como excursión. Quizá los filósofos solo vagan para meditar. Quizá les da miedo divagar.
Sea como sea, eché de menos a muchos filósofos en el libro de Solnit y pensé que merecería la pena internarse por los terrenos que ella dejó sin explorar. En su libro, es cierto, hablaba de Rousseau y de Kierkegaard, y de Benjamin, claro, pero ¿por qué Nietzsche era mencionado de pasada y Heidegger ignorado completamente? En realidad, no era la única experta que, en mi modesta opinión, dejaba fuera a personajes peculiares. En otros libros muy conocidos dedicados al caminar también encontré otros huecos, por ejemplo, en Andar. Una filosofía de Gros, que sí daba mucho más espacio a Nietzsche, pero que volvía a dejar a Heidegger fuera de escena. Incluso Melvin Coverley, en su excelente The Art of Wandering, no prestaba atención al ceremonioso modo en que Heidegger conectó el acto de caminar y el camino del pensar. Lo divertido de todo esto es que, una vez que empecé a examinar los andares de esos filósofos ausentes, acabé dándole vueltas a las excursiones de otros pensadores cuyos nombres no aparecen en esas crónicas: Hegel, Wittgenstein, Adorno. Me empezó a interesar por qué daban caminatas, vivían en cabañas, callejeaban o hacían turismo por los Alpes. Sentado en un jardín una tarde lluviosa recordé que la repulsión existencial que describió Sartre tenía lugar en un jardín, así que corrí a buscar La náusea en una estantería y al leerla otra vez descubrí un montón de detalles (en la novela y en la vida de Sartre) que no nos enseñaron a percibir cuando estudiamos filosofía.4 Para acabar de liarla, una vez que empecé a imaginar a pensadores al aire libre, moviéndose por jardines, bosques, parques, montañas, alamedas, barrios urbanos o pueblos pintorescos, se me vinieron a la cabeza muchas de sus ideas sobre sobre la naturaleza, la historia, la cultura, el campo, la ciudad, y sobre el propio acto de caminar, claro. ¿Por qué echan a andar los filósofos? ¿Qué descubren ahí afuera que no podrían haber descubierto en un interior? ¿Qué relación tiene su forma de moverse con su forma de pensar? Kant paseaba todos los días por el mismo sitio y de la misma manera. Pasear era una rutina beneficiosa para el ejercicio del pensamiento. Para Nietzsche, en cambio, caminar era una forma de salir de la rutina y de ese modo lograr pensar más intensa y lúcidamente. No paró de moverse por muchos lugares, aunque le gustaba repetir caminos. Curioso.
Pronto se me planteó una pregunta que Coverley o Solnit ya se hicieron en sus libros. Muchos personajes de la historia del caminar reflexionaron sobre el propio caminar, pero otros no lo hicieron tan explícitamente. Por ejemplo, la escritura de John Muir, recuerda Coverley, siempre está subordinada a la exploración y transmite un sentimiento de identificación con el mundo natural que no tiene paralelo en la literatura del caminar, pero que no es exactamente una literatura del caminar. Solnit dice lo mismo: A Muir le fascinaba la naturaleza, y su pasión por la botánica se satisfacía mejor a pie, pero no convertía el propio caminar en objeto de reflexión. No hay un límite bien definido entre la literatura del caminar y la escritura naturalista, dice Solnit. Los escritores sobre la naturaleza “tienden a hacer del caminar algo implícito, como un medio para sus encuentros con la Naturaleza que describen, pero rara vez como un tema en sí mismo”.5 En el caso de los filósofos, creo, no ocurre algo muy distinto. Todos los personajes de este libro están en movimiento, pero no todos ellos reflexionan del mismo modo sobre el movimiento, ni menos aún sobre su propio movimiento. También transitan por la Naturaleza, pero hablan de ella y de su relación con ella de muy distintas formas. Como los historiadores de escritores en movimiento, también agrupo a personajes de distintas épocas, solo que en este caso me centro en aquellos posteriores a la Primera Guerra Mundial. Hablo rápidamente de Kant, Schelle, Rousseau, Hegel, Kierkegaard y corro apresuradamente hacia Nietzsche, como si su propia marcha nos ayudara a precipitarnos al periodo que Eilenberger ha llamado recientemente “tiempo de magos”, pero que para nosotros no es mágico sino bastante absurdo. Supongo que mi enfoque resultará impertinente para algunos filósofos, y su crítica ya me la sé. Dirán que combino como si nada lo sociológico con lo histórico, lo biográfico con lo filosófico. Quienes creen que la filosofía está por encima de todo, sentirán que simplifico las ideas de sus vacas sagradas. Comprendo que les moleste esa mezcla. En realidad, los lleva incomodando desde hace cien años, dado que buena parte de la reputación de la propia filosofía se ha basado en afirmar (con tono solemne y autoritario) que el pensamiento de los grandes filósofos es tan profundo que puede separarse de su época y su sociedad.6 Nunca he entendido esta postura, la verdad: cuantas más cosas sabemos sobre el contexto de un pensamiento, mejor lo estamos valorando. El hecho de conectar las ideas de un pensador con su vida y milagros no les quita importancia a esas ideas.
Puede que, como dijo Solnit, el caminar inspire un estilo de escritura poco lineal y ordenado. Puede ser. ¿Le ocurre lo mismo a la teoría sobre el caminar? A veces sí y a veces no. En cualquier caso, que una narración o un ensayo no sean lineales no significa que las ideas se dispersen o se enreden las cosas. Mantener una dirección demasiado fija a veces nos acaba desviando de lo más importante, tanto paseando como pensando. Este libro tiene más dirección que el anterior, pero quien espere que le lleve hasta un destino definido, puede dejar ya de leerlo. A diferencia del anterior, tiene un ritmo mucho menos agitado y alucinado. No me salgo tanto del camino, ni me pierdo tanto en la maleza, ni me voy por tantas ramas. Mi discurso sigue teniendo más de digresión que de tratado sistemático o de concentrada meditación, pero procuro aportar datos para que esos rodeos no se confundan con ligeras divagaciones. Que nadie se engañe: el paseo que damos es interminable. Si el lector logra llegar al final del trayecto, seguirá dando vueltas. No pretendo transmitir un mensaje moralizador, ni menos aún un eslogan ético. Le Breton y otros predicadores del arte de caminar suelen subrayar el lado bonito del asunto, y hacen bien. A nadie le desagrada un buen paseo. El problema es que formulan sus ideas de tal manera que estas se convierten en otro producto del mercado de la felicidad, o en otra receta prescita por los éticos del saber vivir. Como dice Le Breton,
caminar es una apertura al mundo que invita a la humildad y al goce ávido del instante. Su ética del merodeo y la curiosidad hacen de él un instrumento ideal para la formación personal, el conocimiento del cuerpo y de todos los sentidos; […] la vulnerabilidad del caminante es una buena invitación a la prudencia y a la apertura del otro, más que a su conquista o a su desprecio, […] la experiencia del caminar descentra al yo y restituye el mundo, inscribiendo así de pleno al ser humano en unos límites que le recuerdan su fragilidad a la vez que su fuerza, […] moviliza permanentemente la tendencia del hombre por comprender, por encontrar su lugar en el seno del mundo, por interrogarse acerca de aquello que fundamenta su vínculo con los demás, […] caminar […] es un proceso de conocimiento de uno mismo y del otro, un cambio del escenario del conocimiento […]. Andar nos predispone para la metamorfosis de nuestra mirada sobre el mundo.7
No se puede estar más que de acuerdo con Le Breton. El problema es que solo se esté dispuesto a escuchar esas cosas. La ética de la vida cotidiana ha encontrado en el pasear un mercado tan rentable como la jardinería doméstica. En un mundo de mierda, todo el mundo se apresura en resultar edificante y transmitir buenos sentimientos, y la moda del caminar no se ha quedado atrás. El caminar “ofrece una bella imagen de la existencia, siempre inacabada”, dice Le Breton. ¿Bella? ¿Seguro? ¿Siempre? Quizá no. El caminar también puede revelar una imagen oscura de la existencia, más angustiada y desorientada. ¿Es que nunca caminamos por ansiedad, por aburrimiento o por pánico? Los tratados sobre el caminar siempre ensalzan el caminar tranquilo, la marcha serena y equilibrada, pero ¿es que nunca caminamos de forma alterada y errática? La marcha, agrega Le Breton, “es a veces infinita, sin otra dirección que el tiempo”; a menudo se camina “sin fin para no llegar a ninguna parte, para conjurar solo el paso del tiempo y su lento avance hacia la muerte que es, finalmente, el término de cualquier