puede infundir temor y enmudecimiento. El andar no siempre nos devuelve a los otros, también nos puede separar de ellos para siempre, y llevarnos hasta la Nada. Podemos salir al exterior para huir del vacío interior, pero ¿y si ese gran exterior se revela como un Vacío mucho mayor? Según la nueva estética y ética del caminar, el paisaje debe sacarnos del sopor existencial, despertar nuestros sentidos, revitalizar nuestros deseos, reconectarnos con las energías del mundo. Mensaje edificante, como muchos otros, pero parcial: pasear también nos sumerge en algo mucho más serio; por ejemplo, en el tedio, que ahora, en nuestra sociedad del ocio, cada vez tiene peor aceptación. Por lo visto hay que llenar el tiempo como sea, no vaya a ser que se abra un vacío en nuestras vidas que luego no sepamos cómo llenar. En realidad, aburrirse sentado todavía es admisible. Pero aburrirse en movimiento parece un despropósito. Quizá es que hay distintos tipos de aburrimiento. En su “Elogio del aburrimiento” (una charla impartida en 1989 para jóvenes estudiantes), Joseph Brodsky dijo que el tedio no se remedia huyendo de la repetición, sino rodeándose más de ella. “Cuando os golpee el aburrimiento, id por él. Dejad que os inunde, sumergíos a fondo”. La razón por la que el aburrimiento requiere esa disposición, añadía, es que
representa al tiempo en toda su pureza, en todo su repetitivo, superfluo y monótono esplendor… el aburrimiento es vuestra ventana al tiempo, a esas características del tiempo que uno tiende a pasar por alto para no poner en peligro su equilibrio mental. Se trata, en definitiva, de una ventana a la infinitud del tiempo, o, lo que es lo mismo, a nuestra propia insignificancia en él… Una vez abierta la ventana, no intentéis cerrarla: al contrario, abridla de par en par… El aburrimiento habla el lenguaje del tiempo… “Eres finito –dice el tiempo con la voz del aburrimiento– y cualquier cosa que hagas, desde mi punto de vista es vana”. […] Cuando esa ventana se abre uno se siente poca cosa. Si aceptamos la lección que nos revela el tiempo admitimos que somos “muy inferiores a él en trascendencia”. Sin embargo “lo superamos en sensibilidad… Somos intrascendentes porque somos finitos. Pero cuanto más finito es algo, más cargado viene de vida, de emociones, de goce, de miedos, de compasión, […] la anticipación de tal inanimada infinitud es la que explica la intensidad de los sentimientos humanos.9
Evidentemente, esta clase de aburrimiento puede surgir en espacios interiores (se abre la ventana de la infinitud), pero también se disfruta a la intemperie, en exteriores, al aire libre. ¿Y no es más intenso cuando se vive en movimiento? Mucha gente piensa que el paseo sirve para disipar la niebla del aburrimiento, esa especie de atmósfera que puede adueñarse de nuestra vida interior. Pero no es necesariamente así: el paseo sirve para internarse en esa niebla con indiferencia, sirve para asumir un tiempo sin objetivos, para estirar un tiempo sin medida y para habitar un espacio sin lugares concretos, como dice Lars Svendsen en Filosofía del tedio.10 Frédéric Gros también distingue en Andar. Una filosofía dos formas de aburrirse. La primera provoca agitación, ansiedad y un tipo de hiperactividad con la que se intenta llenar el tiempo desesperadamente. El segundo tipo, en cambio, tiene que ver con el movimiento monótono y no trata de llenar el vacío. La agitación es una estrategia fatal de huida; el movimiento repetido, en cambio, es una forma de aceptarlo. Aburrirse de andar, o andar hasta aburrirse, dígase como se quiera, no es cualquier forma de aburrirse.11 “Un gran número de filósofos y escritores confiesan su deuda con ciertas caminatas, excepcionales o regulares, en las que han dado libre curso a sus razonamientos”. De acuerdo; pero eso no quiere decir que deambularan tranquilos. Yo diría que los filósofos siempre han tenido bastante miedo a perderse. Descartes, recuerda Robert Pogue Harrison, utilizó la imagen del bosque y la de la ciudad para explicar su filosofía. En El discurso del método comparó una de sus máximas (la segunda: ser lo más resuelto y firme en sus acciones) con la actitud de un caminante que al perderse en el bosque no se queda quieto en un lugar, ni vaga de un lado a otro, sino que camina siempre en línea recta, hacia un lugar fijo, sin cambiar el rumbo. Aunque ese camino no le conduzca a donde quería, decía Descartes, al menos le llevará a un sitio mejor, la espesura del bosque.12 En la segunda parte de la famosa obra, justo después de ponerse al calor de la estufa, Descartes también confesaba toda su filosofía urbanística, criticando las intrincadas ciudades que no estaban diseñadas desde el principio con un plan geométrico, diseñado por un solo arquitecto. Las calles de las ciudades antiguas, enredadas y confusas, provocaban en él tanta inquietud como los bosques.13 Pogue Harrison llega a sugerir que esta “fobia del racionalismo al bosque” llega hasta Sartre y, como veremos, no le falta razón.
Frente a este deseo de control y ordenación, desde luego, habrá filósofos que perderán el miedo a perder el rumbo y que se tomarán la filosofía más como un errar o un devenir, en vez de como un sistema de orientación o de posición. Caminar, dice Le Breton, activa el filosofar, pues el viajero “se ve incitado a responder a una serie de cuestiones fundamentales que desde siempre ha perseguido a la condición humana: ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Quién es? Esas preguntas eternas del viajero que el sedentario apenas se hace”.14 Cierto, pero eso no significa que caminando no se den vueltas y más vueltas absurdas, o que uno no acabe más perdido que como empezó. Sería ingenuo creer que andar nos ayuda a dar con respuestas a esas preguntas, o que nuestro movimiento no puede acabar suscitando otras muchas preguntas más idiotas, pero no menos acuciantes. Tampoco está claro que los filósofos, supuestos expertos en esas preguntas, den menos vueltas que los demás. Las historias más populares sobre pensadores paseantes transmiten una visión idealizada de la filosofía, pero las cosas no han sido tan elegantes ni tan coherentes. Muchos de los filósofos que han buscado aire puro para la filosofía, no debieron respirarlo a fondo, porque si lo hubieran hecho no se habrían tomado tan en serio sus propias especulaciones, ni se habrían sentido superiores al resto de mortales.
Como veremos luego, hay quienes están convencidos de que la forma de pensar y de caminar de Heidegger es una de las más profundas posibles.15 No lo veo así. Me parece que es una de las maneras de entender nuestro habitar y pasear por el mundo que la filosofía debería dejar atrás de una vez para siempre, y no solo por su perversa relación con el nazismo, o por la simpatía que podamos sentir por pensadores judíos que tuvieron que salir corriendo de Alemania. El problema de Heidegger no es simplemente que sus admiradores transijan con sus errores políticos, sino que muchos de sus lectores (incluyendo arquitectos, urbanistas, artistas, etcétera) se dejen llevar por su grandilocuencia y difundan sus reaccionarias ideas sobre el enraizamiento, el apego al lugar, la habitabilidad del mundo y el destino de la Tierra. Dicho de otro modo: el problema de la filosofía no es que no se haya ejercido al aire libre (lo ha hecho a menudo), sino que no parece haberse aireado lo suficiente. El futuro del pensamiento no depende de algo tan sencillo como cruzar los valles de la mediocridad para adentrarse en los misteriosos bosques de la revelación. El mundo siempre ha estado lleno de caminantes y muchos de ellos parecen haber tenido experiencias únicas. Pero esto está dentro de lo normal. Lo que no es normal es que algunos filósofos estén convencidos de que solo cuando ellos se han internado en la espesura de este mundo se ha manifestado algo trascendeltal para la Humanidad.16
Otro asunto del que sorprendentemente no se habla mucho en los libros del caminar es el de los paseantes delirantes y dementes. Asociamos la figura del pensador andante a un individuo de carácter fuerte y pensamiento coherente. No se nos pasa por la mente que los filósofos puedan perder la cabeza o que a veces se les vaya un poco. Muchos admiradores de Nietzsche tienden a engrandecer excesivamente sus paseos y sus devaneos, temerosos de que sus disparates resten importancia a su legado. Los devotos de Wittgenstein también son reacios a admitir que su admirado genio tenía problemas para entender las conductas más tontas y comunes de la vida social.
En un tremendo relato de Thomas Bernhard, titulado “Andar”, los dementes paseantes no paran de dar vueltas a un tema: ¿Son “la ciencia del andar y la ciencia de pensar, en el fondo, una sola ciencia”? ¿Se puede deducir la forma de pensar de alguien observando su forma de andar? O al revés: ¿es posible saber de qué forma anda alguien examinando sus pensamientos? Los locos de este paseo no llegan a ningún final, ni caminando ni reflexionando, pero dan a entender que buscar la congruencia entre pensamiento y movimiento quizá no tenga el menor sentido. Si esa es su conclusión, entonces uno tendería a pensar que no están tan locos. El diálogo entre los paseantes es repetitivo, obsesivo como su propia marcha. Desandan lo ya pensado y se pierden