lleva a la detención y finalmente a la Nada (tema típicamente wittgensteiniano, todo sea dicho). En otro momento llegan a otra conclusión: si pensamos mucho cómo andamos, quizá no nos paremos, pero desde luego “andaremos de una forma muy distinta a la que en realidad andamos y nuestra forma de andar no se podrá juzgar en absoluto, lo mismo que no debemos preguntarnos cómo pensamos, porque entonces, como no se tratará ya de nuestro pensamiento, no podremos ya juzgar cómo pensamos” (ibíd., p. 264). Todo el relato está lleno de argumentos mal planteados pero típicos de algunos filósofos. En el relato también mencionan a Ferdinand Ebner, toda una ironía, porque Bernhard recrea justamente la imposibilidad del pensamiento dialógico.
18 Herejes, versión de Juanjo Estrella, Madrid, El Cobre Ediciones, 2007, p. 181. Hay otra versión en la editorial Acantilado, de Stella Mastrangelo, también de 2007, que traduce funny por ‘cómico’ (p. 161).
19 Ibíd., p. 167.
20 Ibíd.
21 Sobre literaturas del caminar, véase la sección dedicada a “Pasear, derivar, delirar”, en El jardín de los delirios. Si este libro hubiera sido más grande habría incluido más material sobre narraciones que tampoco suelen desfilar por las historias más populares del caminar, por ejemplo, Trilogía del vagabundo del noruego Knut Hamsun o Los tres senderos hacia el lago, de la austriaca Ingeborg Bachmann. Otra vez será.
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Pensadores al aire libre
De Kant a Hegel
En el siglo xix los alemanes pintaron sus sueños, y en todos los casos les salieron hortalizas. A los franceses les bastó con pintar hortalizas, y el resultado fue un sueño.
T. W. Adorno1
Aún después del Romanticismo, los filósofos han seguido mucho más fascinados por el paisaje sublime que por cualquier otro tipo de escenario.2 Algunos trasnochados siguen encaramados por riscos y altas cumbres y dan la espalda a llanuras y valles. Otros insisten en que los bosques encierran algo misterioso, y desprecian las zonas verdes públicas, parques y jardines de toda clase típicos de las ciudades modernas, espacios estos que, sin embargo, fueron de gran interés para otras generaciones de filósofos sociales con más sensibilidad para la vida urbana, como la de Simmel. No importa lo que hayan dicho, da igual lo profundos o brillantes que hayan parecido: la mayor parte de los filósofos siguen aferrados a sus viejos referentes, a recuerdos fantasmales que reactivan continua y desesperadamente. En realidad, temen mezclarse con algunos científicos sociales por lo mismo que temen mezclarse con los escritores: porque se descubriría que son aburridos y poco imaginativos. La relación de la filosofía del siglo xx con la literatura, de hecho, ha sido muchas veces hipócrita. Se ha basado en el culto a algunos poetas, pero solo para levantar una defensa que les protegiera contra el resto de la literatura. Con las ciencias sociales, los filósofos han sido menos ambivalentes: simplemente las han despreciado o, en el mejor de los casos, las han ignorado. Pero vayamos a algo más concreto.
Solnit tiene toda la razón cuando dice que desde el siglo xix las crónicas de paseante sirvieron para ponerle límites a la libertad y no para instituirla,3 o sea, redujo el hecho de caminar a una exhibición de sentimientos moralizantes y eliminó lo más importante: todo lo imprevisible, lo inesperado, lo peligroso. El paseo debía ser algo edificante, una excursión segura en la que “nadie se pierde y vive de larvas y agua de lluvia en un bosque sin senderos, ni tiene sexo en una tumba con un extraño, ni tropieza con una batalla, ni tiene visiones de otro mundo”.4 Como dice Solnit, este tipo de paseantes formó “no un club de caminantes real”, sino un club de selectos varones que compartían experiencias especiales, muy diferentes –claro– a las que tenían personas de otras clases sociales y con otra educación, y a las mujeres de su clase que se quedaban confinadas en el hogar.5 Solnit rehace como nadie la historia del caminar recordando otras formas de pasear (incluida, claro, la de las propias mujeres) y no merece la pena repetir aquí lo que ella cuenta. Lo que sí se podría añadir es que la tradición del paseante pensante tan propenso al sermón filosófico y moral, a la que ella se refiere, fue heredada por muchos filósofos incluso después del Romanticismo, e incluso la llevaron más lejos, convirtiendo, por ejemplo, la meditación errante por bosques en un signo de autenticidad frente a una cultura mediocre o en un gesto de distinción frente a las nimiedades con las que se entretiene la mayoría. Para esta tradición del paseo al aire libre, lo insólito y desconcertante, lo inesperado y lo cómico importan muy poco frente a lo misterioso, lo trascendental y lo inefable. El paseo sigue siendo un pretexto para hacer gala de una inmensa profundidad y para disfrazar los aires de superioridad con ropajes campechanos. Estos filósofos no están en las nubes, se mueven a ras de tierra, pero miran hacia el suelo solo por condescendencia (y quizá para evitar tropezar con algo, pues el traspié para ellos supone una humillante caída desde las alturas y no un motivo de risa compartida). El filósofo de este tipo no puede llevarse sorpresas que lo coloquen en situaciones pedestres, chabacanas o ridículas. Como sus antecesores, sigue apartando de sí todo lo que pueda desconcentrarle, pues a solas, sin que nada ni nadie le moleste, logra conectar con algo que el resto de los mortales, distraídos por los lugares comunes, no llegan a alcanzar. Durante el paseo del filósofo no se grita ni se cuentan historias absurdas, no se juega ni se canta, no se defeca ni se producen accidentes, no salpica el barro ni se provocan heridas, ni se arman discusiones ni se recogen flores. El camino del pensar es puro y severo. No hay tiempo para bromas o desvíos; menos aún para el pícnic o la fiesta.
El silencio que buscan estos filósofos también es muy especial. Lo necesitan para auscultar las resonancias del Ser, pero no para relajarse hasta quedarse dormidos y descansar. Cuando dejan atrás los ruidos de coches y carreteras, el zumbido de las torres de electricidad y todo ese barullo que genera la civilización técnica, alcanzan un tipo de serenidad que les pone en contacto con algo que los montañeros, los senderistas, los botánicos, los geólogos, los biólogos y los guías turísticos no pueden captar.
Algunos filósofos de jardín en el fondo son parecidos, aunque su escenario es urbano y su prosa y su pose más modesta y doméstica. En los jardines ellos también pueden oír vibraciones especiales, un eco más delicado y menos sobrecogedor, el “ligero temblor del tiempo que el ruido y la urgencia […] ocultan de ordinario”, como dice Le Breton.6 Hay jardineros que dicen poder oír cómo crece la hierba, cómo se abren las flores o cómo fluye la savia por los tallos. Por lo visto, estos filósofos de jardín pueden oír cómo el tiempo dura, o sea, cómo fluye una temporalidad pura, ajena a cronómetros y relojes. Pero en los jardines de los filósofos tampoco habría griterío de niños, chillidos de juegos, discusiones entre indigentes, monólogos de vagabundos dementes, lamentos de alcohólicos, ambulancias que irrumpen en busca de heridos, llamadas de vendedores de droga, perros gruñendo y copulando, adolescentes drogados, ni estudiantes de trompeta practicando fuera de casa para que no los maten los vecinos. Los pájaros pueden formar parte de sus epifanías al aire libre, pero a condición de que aparezcan solos, no en grupos alborotadores, ni en grandes bandadas, para así convertir su presencia y su canto en enigmas o en símbolos (los hegelianos suelen esperar a que una misteriosa lechuza levante el vuelo con el crepúsculo, pero estos filósofos pueden conformarse con un pájaro cantor a mediodía).
Todos esos sonidos y muchos más –de nuevo– pueden ser la banda sonora de la sociología urbana o de la psicología social, o el típico paisaje sonoro de la psicogeografía, pero no suelen ser el fondo sonoro de la meditación y el cuidado de sí. El sonido de la vida común (que en realidad no tiene nada de común) no parece digno de atención filosófica; es sonido-basura, tan desdeñable como el espacio-basura, esas partes de los jardines y parques donde pasan cosas que no agradan a la vista ni al oído, y que rompen la armonía preestablecida por los diseñadores de los jardines y por los administradores públicos de la belleza al aire libre. Los grandes jardines bien cuidados (sobre todo los que están fuera de los núcleos urbanos) han atraído y